La fraternidad como núcleo original de felicidad

Publicado: 28 febrero, 2013 en Ensayos, Latinoamérica, Libros
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Comentario: IGHINA, Domingo, 2012, La brasa bajo la ceniza, Buenos Aires, Ciudad Nueva, 190 pp.

Siempre sostuve que la lectura es una praxis que no sólo nos compromete como sujetos individuales, sino también y sobre todo, como sujetos históricos. Los textos, como partes de la realidad, nos inducen, cuando están bien escritos y  trabajan con la red misteriosa del pensamiento vivo, a ser partícipes de una polémica interna que expande la imaginación y pone en actividad nuestras contradicciones.

Ese es el caso de La brasa bajo la ceniza que,  desde su título,  nos invita a un  modo de conocer jauretcheano y a reconocer la eternidad histórica del pueblo como componente básico de la fraternidad. La imagen del rescoldo de nuestra cultura popular predica sobre la pervivencia del fuego creador aún cuando las apariencias nos impulsen a desecharlo como un montón de polvorienta ceniza, como dispersión. El rescoldo de nuestros fogones, de nuestras horneadas de pan, no sólo es capaz de asar  batatas y tortillas con grasa, sino que también lleva en sus entrañas el incendio. Pero la brasa bajo la ceniza, no es una sola, son multitud de vírgulas, de chispas, cuya solidaridad multitudinaria es el secreto de su poder, o sea, un poder que nace de la hermandad entre el calor y la luz.

Según Ighina,  la fraternidad es un principio ocultado a causa de su potencialidad revolucionaria. Esa es una primera contradicción que pone en movimiento: la construcción en Latinoamérica de un campo intelectual cuyo sello distintivo es el fracaso. Porque, si por un lado, se puede considerar la fraternidad desde una “idea regulativa” y por lo tanto como un  despliegue de sujetos kantianos, habermanianos et alteri; por el otro, en tanto praxis, su marca diacrítica es la revolución: “La revolución nos constituye a los hispanoamericanos”, sostiene Ighina. Ahora bien, la revolución es un acto fraterno  que implica reformulación de  ideas regulativas, pero sobre todo resistencia, amor, saberes, amistad, sabiduría. Me parece un acierto haber recurrido, para exponer estas vivencias, al poeta de Martinica Aimé Cèsaire cuyo valor no reside tanto en su apartamiento del “universal marxista” en la célebre carta a Thorez, sino por haber concebido la revolución como un gran acto poético y una discontinuidad epistemológica fundamental. La revolución, como la toma de la palabra por el pueblo, es el cambio del “vértice de la pirámide” que describe Ighina.

Considerar la fraternidad como un saber de los pueblos representa el propósito de sustraerla de la razón europea dominante para expandir un nuevo modo de conocer que el autor llama “principio epistemológico” descolonial.

Ighina transita entonces por los postulados de Mignolo y Quijano en su crítica a cierta oposición bipolar pero única: sajona/latina. Se habría producido una reducción a la nada de las culturas no europeas. En ese sentido, los programas emancipadores, incluso el bolivariano, no contemplarían a negros e indios, por ejemplo. No incorporan, en su formulación, a las mayorías no latinas del continente,  renuncian al otro, se niegan a la asunción de la diversidad. Ahora bien, desde mi punto de vista, los descoloniales reducen la cuestión a una contradicción evidente pero a lo mejor no principal. Me refiero a cierta dialéctica racial que fue sólidamente discutida, antes de la fórmula descolonial, por Manuel Ugarte, cuando en su libro póstumo e inconcluso La reconstrucción de Hispanoámerica (1950), postula que el problema fundamental de nuestro continente es la de la sumisión al imperialismo  mediante la traición de las oligarquías locales que en cada momento histórico toman distintos nombres y características. El nativo, el mestizo, mal pagado y mal nutrido, “extrae, manipula o lleva sobre sus espaldas la riqueza que se va”. La cuestión fundamental sería la injusticia social. Por lo tanto, la justicia social sería el rostro nuevo de la fraternidad.

Por eso me parece estimulante que Ighina nos invite en este libro a “explorar la fraternidad en el pensamiento plebeyo”. El pensamiento plebeyo latinoamericano, más que con ideas regulativas, tiene que ver con ideales. Por supuesto, como lector libre, tomo la palabra ideales en el sentido ugartiano de mística: “Las naciones no pueden vivir sin mística. Nada puede desarrollarse plenamente sin ayuda del ideal”. Evita regulará luego esta paradójica mística, mediante su planteo sobre la “inteligencia del corazón”. Es un  modo muy especial  pensamiento que concuerda con una aseveración de Ighina en este libro: la fraternidad, igual que el “germen vivo” scalabriniano, diseña el futuro. Desde el pensamiento plebeyo se desenmascara lo que la fraternidad no es: ni  un instrumento ideológico, ni una fórmula para salvar privilegios.

Otro tópico interesante que me induce a elucubrar, es el de la apoliticidad. Ighina lo reflexiona a partir de un texto del historiador indio Partha Chaterjee cuando se refiere a “un tiempo homogéneo vacío” en que los seres humanos no pueden imaginarse “viviendo”. ¿Cómo imaginar la política en un destiempo, en el afuera de la historia, “no en el tiempo en que viven”? El resultado será  un tipo de nacionalidad forzado. Convengamos que es una situación aplicable  al África, al cercano y parte del lejano oriente, para usar términos anacrónicos, en que las potencias colonialistas crearon estados nacionales pisoteando tradiciones, culturas, etnias  y religiones  de los pueblos dominados. Pero eso es posible gracias a la complicidad de grupos privilegiados locales siempre aliados con el dominador extranjero. Es el operativo por el cual las minorías unifican territorios mediante la destrucción de la memoria y el formateado del hombre cero. En Latinoamérica también se produce esta dialéctica, más que por la presión unificadora de la España colonial, por la intervención colonialista, sobre todo de Inglaterra, en el momento de la emancipación. Las revoluciones de la independencia entregan el poder a una clase dominante dispuesta sólo a cambiar de amo. Pero los pueblos latinoamericanos se auto-crean sin cesar en el subsuelo de la historia, desde la práctica cotidiana de vivir aquí, porque aquí nos juntamos los explotados precolombinos, los marginados del imperio español, las resacas de los “ciudades europeas”, como diría Sarmiento. En consecuencia, más que cambiar de sistema, urge construir lo nuevo. Y sólo el amor, o sea la fraternidad, construye. Y es ahí cuando descubrimos que la “apolítica” se revela como una forma de política aviesa. Los sistemas, diría Ugarte, siempre nos dieron malos resultados. Algunos  creyeron que bastaba abolir los partidos políticos para acabar con la política o entregar el monopolio de la misma a una minoría privilegiada. A estas elucubraciones, y muchas más, me orienta ese lazarillo de ciegos caminantes que es el libro de Ighina.

Me permito ahora incurrir en esta expansión. Ighina nos convoca, ya desde  el título, a fatigar diversos senderos. En efecto, nos invita a “un recorrido” para des-ocultar la fraternidad soterrada en el pensamiento de la integración latinoamericana. Un recorrido, es un itinerario, un camino. Ahora bien,  otro nombre de camino es método. Pero también puedo recorrer un espacio  con la mirada. Eso sucede cuando recorremos un texto, que siempre es un tejido (una red) con sus nudos ocultos de energía unificadora. En este caso, puedo traducir mirada como  teoría. Estamos entonces ante un texto que nos ofrece un método y una teoría en el camino de la integración continental. Por eso es importante la elección del corpus o cuerpo mental que supone una opción político-cultural. Consideremos, muy de paso, que una cosa es un cuerpo vivo con las contradicciones operantes en su entraña y otra una corporación o conjunto de cuerpos legislativos, eclesiásticos, militares, sindicales, económicos o de la información. Sostengo que Domingo Ighina sortea los cantos de sirena de la agenda corporativa. En su recorrido, que es también recorrido histórico, la selección de los textos, sobre cuyo detalle no puedo detenerme sin atentar contra la paciencia del lector, cumple cabalmente la función de ofrecer al autor y al lector un extenso campo de posibilidades semánticas. El examen de los textos incita a poner en actividad las contradicciones que a lo largo de nuestra historia posibilitan ocultar la fraternidad como centro de energía vital de los pueblos y como programa futuro de integración. Marca a fuego la llaga del colonialismo mental que pontifica en los cuadros sinópticos del pensamiento europeo que siempre nos han ofertado como diseños sustitutivos  nuestros pensadores. Es curioso, a medida que la modernidad avanza, nuestros pensadores van renunciando a su función de sujetos vivientes de revoluciones inconclusas para reducirse a frustrados intelectuales orgánicos. Esto significa cierta intemperie. Cierta pérdida de la facultad de inventar que postulaba Simón Rodríguez. Quienes postulan el protagonismo de los pueblos, de la fraternidad en acto de las masas, como Francisco Bilbao o Manuel Ugarte, pasan a constituir el lote de los malditos, de los condenados al silencio cuyo desenterramiento queda siempre para nuevas generaciones de latinoamericanos.

En resumen, estamos ante un libro que cumple las dos dimensiones del ars dicendi o retórica: nos habla desde la razón explicativa con un lenguaje claro, coherente; con erudición sólida y amplia; con capacidad de análisis y deconstrucción. Pero, a la vez, resuena siempre como praxis, como respiración,  la dimensión persuasiva de la retórica. El otro nombre de esta función elocutiva, es la poética.

Es que el eje implícito de la fraternidad se resuelve, a lo mejor, en la dialéctica incesante entre “idea regulativa” y práctica geocultural: “La concepción –dice Domingo- de la región cultural como instrumento promotor de la fraternidad”. Esto nos lleva a concebir  los espacios geo-culturales como generadores de prácticas fraternas y reguladores comunitarios de encuentros y desencuentros. Es el arraigo de lo que está. Lo de acá. Y esas prácticas se expresan a través de operadores seminales. Son objeto entonces de una praxiología  o sea de una poética de los espacios geo-culturales. Ighina propone a nuestra imaginación, que es una facultad de la mente, un recorrido por los avatares históricos de nuestra condición latinoamericana como tensión entre nuestra realidad presionada por el sometimiento colonial y la construcción constante de identidades múltiples (territoriales, políticas, culturales). La fraternidad como principio no definido aún, y como práctica u operador histórico en permanente fagocitación de lo otro dominante e incesante integración del otro próximo y solidario. La fraternidad en una función de marca diacrítica, de abandono de gentilicios, de matriz en que se pone a prueba “su vigencia cotidiana”. Como diría Scalabrini, una fraternidad es “germen vivo”. Convertirla en “perfecta talla inerte”, sería algo así como matar el futuro que según Ighina viene hacia nosotros desde “ese núcleo original de felicidad”, desde nuestra conflictiva y fecunda condición de hermanos.

Córdoba, 24/08/12

comentarios
  1. Un comentario muy bien escrito del Dr. Jorge Antonio Torres Roggero, acerca de un libro del Dr. Domingo Ighina que no conozco. El tema de la fraternidad es bien evangélico y el tema de América Latina, bien complejo. ¡Felicitaciones para Torres Roggero y para Ighina! Juan Carlos Priora.

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