por Jorge Torres Roggero
1.- Un sol invicto
Siempre el título de un buen libro de poemas es un valioso informante. Es decir, nos está avisando acerca de su contenido. Tal el caso, de acuerdo a mi modesto criterio, de Otro sol libro de poemas de Jorge L. Carranza (Alción, 2017). que la palabra “sol” es la que marca el ritmo, la “respiración” de la poética de Carranza. Sabemos que el sol es uno de los simbolismos más prolíficos en todas culturas: el sol es luz y calor. La luz lo relaciona a múltiples sentidos: con la “iluminación”, con la armonía (su vibración es música del universo en el silencio inicial y caótico) y, necesariamente, va ligado a su contrario: las tinieblas con su multitud de connotaciones negativas y positivas. Pero el sol es, a la vez, calor, fuego. Se relaciona, por lo tanto, con la vida, pero también, con la destrucción y el castigo.

En el primer poema, “Viene el invierno”, el autor nos ofrece una pauta sobre el modo de romper el silencio para que emerja la palabra como revelación o epifanía de las realidades cotidianas, de lo que “está ahí”. En efecto, Carranza parte siempre de acciones y cosas cotidianas que esconden la “palabra perdida”. Por ejemplo, en este primer poema, parte de la observación del trajinar de las hormigas en su rítmico ir y venir “llevando hojas y palitos. / Alimento y cobijo/ para el frío”.
Viene el invierno y la hormiga desaparece, “enmudece”, se refugia con sus ritos en un cálido mundo subterráneo. Ahora bien, ¿cuál es el lugar, el cobijo del poeta en su ir y venir? Dice: “Reviso la parte clara del corazón. / Tengo una buena provisión de tibieza.” Observemos: el corazón es un símbolo solar, es un centro de vida. El poeta “exhala aliento” (el aliento es ritmo y vida), empaña el vidrio de la ventana y dibuja “un sol sin nubes”. El sol dibujado (representación efímera) es el de la “iluminación”, el de la capacidad de entrar en el coro infinito de la música del universo por eso “no se negocia”, nadie se lo podrá quitar: “Un sol invicto, / más allá de las derrotas”.
Los romanos llamaban al sol “deus invictus” y los cristianos aplicaron ese atributo a Cristo. Por eso Navidad se celebra en el equinoccio septentrional de invierno, cuando el sol pierde su esplendor, su fuerza y desciende “ad ínferos”. Pero es “invicto”, invencible. A los seis meses resucita y vuelve, como dice el poeta, “más allá de las derrotas”. Somos instalados así en un tiempo mítico, circular, un eterno retorno.
2.- El arco y la lira
El espíritu del canto mora en la profundidad de un gran sufrimiento. El ser del mundo para consumarse en la revelación de su verdad exige el poema. Los griegos decían que el canto de las Musas era como una voz divina que suena en lo real.
En ese sentido, siempre me impresionó la relación entre el arco y la lira. Ulises prepara su arco. Solo él lo puede tensar y está listo para ejercer la venganza. Homero (Odisea, XXI) modula así: “igual que un maestro de la lira y el canto” que tiende la cuerda con la clavija, “probó la cuerda con el dedo” y ésta “resonó como el canto de la alondra”. Se cuenta, asimismo, que los escitas hacían música con las cuerdas de sus arcos. Las cuerdas del arco y la lira, de la muerte y la vida, nos sacan de la circularidad del “sol invicto” y nos transportan a los avatares del “otro sol” de Carranza.
En efecto, “el otro sol” aparece en un poema, que como todos los de Carranza, parte de la rutina cotidiana pero que es una evocación de un profundo mito común a todos pueblos. El poema a que me refiero se titula “Dibujos animados” y nos religa con nuestra primera relación con la poética de la vida: la infancia. Toda una generación miró repetirse sin cesar la sucesión de tretas del correcaminos “siempre sonriente/ siempre indemne” y el “coyote por detrás”, “perdedor entrañable/ queriendo dar/ a la caza alcance”.
El recuerdo de la escena infantil, común a millones de niños en todo el mundo, nos regresa al tiempo mítico del primer poema: “Circularidad que no cesa, / eterno retorno eterno, / tibia casa de la infancia”. Obsérvese: en el primer poema el refugio central es el corazón. Es el palpitar de la vida, es el proveedor de la “tibieza”. En “Dibujos animados”, la proveedora es la “tibia casa de la infancia”. Sabemos que la infancia es, simbólicamente, un centro de luz, es la edad de la inocencia, del edén primordial. Es, por lo tanto, una de las sedes de la palabra, de la poesía. Es el “otro sol”: en el televisor blanco y negro, “…el correcaminos/ y el coyote/ nunca dejan de empezar”.
Dejar que hable el ser aparentemente silencioso de las cosas y los ritos sigilosos de lo cotidiano es vislumbrar “el otro sol”. El problema es que “después arrancó el tiempo”: el hombre fue expulsado del “pardés”. De tal modo, “otro sol” es, por una parte, el sol de la “tibia casa de la infancia”, pero a su vez, el del paso del tiempo, el sol en tinieblas que siempre se pone al frente “como un nuevo muro que no tiene fin”.
Queda así instaurado un posible campo poético de la obra de Jorge L. Carranza. No en vano elige este epígrafe de César Vallejo: “Ya va a venir el día, ponte el sol”. La búsqueda del poema escondido en la vida y en las cosas, bajo la “fina capa de hielo” de la hoja en blanco, es una épica de la escritura manifiesta y constante. ¿Es el poema el misterioso sol que hay que cargar al hombro en medio de la intemperie humana para que venga el día? El corazón, siempre presente, circula “como quien pasa por la casa” en busca de “decir el silencio”, o sea, del poema: ¿Reside el poema en las “heridas que nos unen a la vida”? ¿O “en el río que está/ a una cuadra de casa” donde “hay un pocito”? “Allí siempre algo se pesca”.
3.- Colonizado por la poesía
La lectura de Otro sol nos desplaza permanentemente a una zona donde no hay alegría ni pena porque “hay algo que no logro decir/ y que es enorme”. Se trata de un requerimiento incesante de la palabra. Es un vaivén que nos somete sin más a un doble juego, a un pasaje sin fin, por ejemplo, entre la luz augural del develamiento y la “luz de siempre”, la de apretar un botón.
Ocurre, entonces, que somos sometidos al maravilloso “andar” del corazón. Ese movimiento es rito vital y palabra creadora. Es fluencia, es drenaje, es marcha: “Y así andamos/ en medio de la belleza/ de lo terrible/ de todo lo que hiere/ el día y su metralla”. El movimiento es así una caída en el tiempo, “en la molienda de los días”, en “la molienda del mundo”. Pero siempre una “una mano leve/ sigue estando” en el corazón. La poesía es vida, es vaivén (ir y venir), es como el cántaro, útero de barro, en que se “va y viene/ de la vida al poema/ noche y día/ todos años”.
Por otra parte, el silencio, sede de las epifanías, yace en los adentros. Y hace falta que las puertas comiencen “a abrirse/ solo hacia dentro”. Claro que, a veces, la poesía “se ha ido/ a otro barrio”. El poeta golpea la puerta, toca las manos, la “llama por su nombre”. El poema pasa a ser una representación del dolor del poeta dispuesto a romper el misterio del silencio. Pero la poesía “es la que abre/ y cierra la puerta. La que entra y la que se va”. Entonces, una de las estrategias es volver “hacia el niño/ que espera/ en el fondo del tiempo”. Se crea, así, una percepción del tiempo como plazo para que el poeta persista e intente “decir/ de una forma u otra, el silencio”. Surge, entonces, una nueva pregunta: ¿es la poesía una forja, una busca de la forma? En los reprofundos se oye el tropel de la vida y solo queda la “la bala de plata de la poesía”. Es necesario “que vuelva a nacer”: “La poesía es una bala de plata. / Es ahora o nunca. / Sube por el cuerpo/ una serena alegría/ Apunto. Apunto bien. / Y me disparo.”
Esa especie de muerte ritual es un acercamiento a lo que no se puede saber y no se puede decir. De pronto, el andar no es el “del solo”. En el poema “Elefantes” rescata esta imagen: “Los elefantes enlazan/ sus trompas y sus colas/ e inician la marcha”. De tal modo, no dejan nunca de ir y sobreviene la vivencia del “buen amor”, encubierto, latente: “Un gran silencio de fondo/ con mano de seda/ nos hace el amor”. De ahí la dura tarea de encapsular la locuacidad callada del silencio en una escritura ascética: “Trato de ser conciso/ en lo que digo/ en lo que escribo”. Se visibiliza así la dura lucha por la conquista del lenguaje: “Sabe de la selva del lenguaje/ que envuelve y atrapa”. Y sabe de la muerte, del silencio, de las fieras “del culto de sí mismo” agazapadas. Se duele por la palabra que nunca alcanzará a decir, se siente “colonizado por la poesía”. Hasta que, “de repente/ el poema se va”.
4.- Retrasar la muerte
Eterna contienda. El tiempo se cuela impasible entre la vida y el poema. El silencio, como templo de todas las posibilidades de la palabra, espera impertérrito, vacío. Barre todas las apariencias y deja “oírse nítida/ esa musiquita” que hace que las cosas sean como son. En una especie de despojamiento originario, el silencio “que todo lo pulveriza/ y todo lo redime”, da paso a las nupcias del poeta con la poesía: “En la poesía, / respiración del alma; vive, / es/ el que soy”. La vida, como la tierra vista desde el espacio, encierra “una belleza/ que nos está vedado ver”. El mundo “inhala y exhala”: “Somos su respiración”.
Sabemos que el oro es un símbolo solar: ¿dónde está “el otro sol”? En lo cotidiano: “Oro es lo común. / Lo que está ahí”. Estar siendo, para el poeta, es búsqueda sin fin del otro lado de las cosas, del “niño que sigue ahí”. Por eso deja que el poema “se diga”. ¿Lo hace por necesidad o para retrasar la muerte?
Infancia. Corazón. Sol. Ir y venir. Marchar y regresar. Silencio y palabra. Vocerío informe y escritura concisa. La epopeya del poeta: “Regresé a la plaza/ donde jugaba/ con la barra del barrio. / (…)”. Entonces, era como un continente y ahora parece cada vez más pequeña, cada vez se reduce un poco más: “Tal vez/ cuando me aproxima al último silencio/ sea un minúsculo sol/ difuso y tibio/ navegando sereno/ por mi sangre”. ¿El sol invicto que “sale” y se “pone”? ¿La tibieza del corazón que “llega/ hasta dos barrios más allá/ de la muerte”? ¿El otro sol?
En el libro Banderas (Alción, 2019), Carranza confiesa: “Bebo mi ración de poesía todos los días”. En estos poemas ahonda la representación poética de la escritura vinculada al goce, y no al deseo. El poema como casa del “estar del hombre”, del “vivir sin alharacas”. Y de nuevo, la infancia. La casa de la infancia “se la pasa volviendo/ una y otra vez/ en sueños”. Y sí, es el famoso volverse niño para conquistar “el reino”. En efecto, mientras se ducha, vuelve a dibujar en el vapor, no ya de su aliento en la ventana, sino del vaho en el espejo del baño: “Dibuja un sol/ o una casa/ o una nube/ o un árbol/ o un pez.” Es la terrible multiplicidad. ¿Cómo no borrar la figura?: “Ahí nomás/ el hombre/ los borra/ cierra la puerta/ y se va a seguir viviendo”. Pero, claro, para el “colonizado por la poesía”, todo es milagro: “hoy el sol cabe/ apenas en una baldosa”.
Jorge Torres Roggero
Córdoba, 5 de nov. de 2020