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por Jorge Torres Roggero

El libro había sido publicado en 1962, pero fue el sábado 25 de julio de 1964 cuando Miguel Angel Piccato me lo dedicó. Decía: “A Jorge Torres Roggero, con mi estima y mi adhesión”. Nos conocíamos desde la Facultad. Ambos, estudiantes de letras y, según las malas lenguas, poetas. Pero, además, “panem lucrando”, él, ya despuntaba como un gran periodista; yo, ferroviario en vísperas de migrar hacia la docencia. Ambos habíamos nacido el mismo año en pueblos del interior cordobés: 1938. Esa tarde junto a nuestras compañeras (dedicadas a las bellas artes) pasamos, entre mate y mate, una pausa sabatina amical y conversadora.

 De esto, y de mucho más me acuerdo al hojear Canto a los míos, el libro de poemas de Miguel Angel Piccato publicado en Córdoba por Ediciones “Cultura Popular”, colección “La gota de agua”, en 1962. Ya en la retiración de tapa y contratapa, me asalta otro emocionante encuentro. Con letra minúscula y en delgada columna, uno de los más grandes poetas de la Generación del 60 en Córdoba oficia de presentador y prologuista: me refiero a Francisco Colombo, autor del incomparable Las Cuatro Estaciones. Nos enteramos así que M.A.P. nació en Pozo del Molle y pasó su infancia y adolescencia en San Francisco. Mientras cursaba el secundario, siguiendo el llamado de los linotipos, trabajó en el periodismo. En 1961 se traslada a Córdoba y, junto a sus estudios universitarios, se inserta en la actividad periodística de la ciudad. Colombo lo presenta, además, como un vigoroso cuentista.

En referencia a Canto a los míos Colombo resalta la profundidad: “cantos alma adentro”, los llama. Y trazando una justa semblanza, ausculta en esos cantos “la figura vital de este compañero que siempre ríe, de este compañero de cosechas futuras y dueño de un corazón de azúcar”. En efecto, el libro es un salmo a los hogares de la “pampa gringa”. Piccato nos invita a su pueblo, a su casa, a la herrería familiar; y nos presenta a sus padres y sus hermanos. Son siete, y él es el cuarto: “Ese que nunca para, ese que viaja, / que ríe cuando tiene que llorar, / que llora riendo, / que es amigo del viento/ y de la lluvia y del guadal y el frío. / Ese que añora somnoliento. / Ese es Miguel, el cuarto, padre mío. / Padre y aliento”.

Años después de este encuentro (comienzos de los 70), cuando ya Miguel se había consolidado como secretario de redacción y editorialista de La Voz del Interior; y, quien esto escribe, era secretario general del Sindicato de Educadores Privados, lo visitaba con frecuencia por urgencias de visibilización de nuestro joven gremio: jamás dejó de atenderme “este compañero que siempre ríe”. Nunca dejó de publicar nuestras gacetillas, documentos y proclamas. Eran tiempos de lucha y solidaridad. Por eso debió padecer amenazas, persecución y, finalmente exilio, tras el golpe de 1976. Sobre su exilio en Méjico escribe Mempo Giardinelli: “Empujado por la represión, en el ’76 se instaló en México, trabajó en los diarios El Día y Unomásuno y fue subdirector del quincenario Razones a la vez que editaba La República, órgano de prensa radical en el exilio, que escribía y publicaba él solo, con el apoyo político-financiero de Hipólito Solari Yrigoyen, desde París. Piccato fue prácticamente el único radical en el exilio mexicano, al menos nuestro único radical a la hora de formar mesas multipartidarias. Por eso mismo, con proverbial gracia cordobesa y desplegando su legendaria sonrisa, él decía que podía haber un solo radical, sí, “pero con órgano de prensa propio”. Y en el cual, con ejemplar amplitud editorial, escribían peronistas, socialistas, comunistas e intelectuales de toda la izquierda. Animado conversador, de fina ironía e infatigable humor, consumado lector de la mejor literatura y polemista temible, Piccato fue también el organizador de memorables cenas semanales a las que convocaba a decenas de compañeros y compañeras del exilio para intercambiar informaciones y discutir con pasión y humor acerca de la realidad política de la Argentina lejana y también del exilio.”(Pág.12, 10/11/2008) Miguel Angel Piccato murió el 9 de noviembre del ’82, en la sala de terapia intensiva del Hospital Español de México, en el barrio de Polanco.

Es importante recordar, además, que M.A.P. fue fundador, director y editorialista de la revista Jerónimo, publicación político cultural quincenal editada entre noviembre de 1968 y agosto de 1971 en la ciudad de Córdoba. En Jerónimo, de enorme importancia en la prensa de Córdoba y el país, peleó por lo que llamaba la “libertad de pluma”. Consideraba que la expresión “libertad de prensa” era limitada puesto que “quien tiene libertad para expresarse libremente por el periodismo es el – o los- propietarios de la prensa, de las maquinas” (Jerónimo, 1970, N°19). Por eso era necesario jugarse por la “libertad de pluma”, evitando la subsunción al director, al personero o al dueño de la empresa”.

Los voy a convidar con algunos poemas. En ellos Miguel nos deja entrar al corazón de su casa pueblerina, a la reunión familiar alrededor de la “taula lunga”. Cantos culinarios que entonan su alegría de ser a coro con la pava de tapa saltarina, de la olla burbujeante de puchero, de la música del martillo en el yunque. No es un azar, es un propósito. Lo confiesa en un breve prólogo: “Este libro lo escribí para que lo leyeran mis padres en la cocina de su casa y mis tíos en la cocina de las suyas. Honestamente debo decir que no es libro para una biblioteca, que su lugar es la cocina y que de allí no puede salir. Pero debo aclarar que cuando digo cocina me estoy refiriendo a ese lugar de las viejas casas que yo conozco, done la familia hace todo, hasta comer; y no esas reducidas cabinas con que la arquitectura moderna quiere amoldarnos a un futuro banquete de pastillas”. Les propongo la lectura de “La casa”, “que está del lado de los cantos”, del “lado de la puerta que se abría”. Caserón que comprendía la herrería, donde Ángela, la madre esperaba. Donde ahora espera la hermana María. “Los dos”,  sus padres. Ángela y Miguel con su “adío” lejano y su idioma que “alegra la garganta”, con el duro y contradictorio sino de los herreros: “Un martillo que llora. Un sol que canta”. Por último, “María”, la única hermana, la que ampara a todos: “Estamos solos, cuídanos, María”.

LA CASA

La casa grande se pintó la cara

y alisó sus adoquines desparejos

y tapó sus manchas rojas de ladrillo

y cambió por otro el viejo techo.

La casa es otra, el pueblo es otro,

el corazón el mismo,

entre un vago recuerdo de martillos.

Al lado el fuelle, la bigornia, el banco,

y un largo sueño de varas y carruajes.

Al frente el polvo de una calle larga

que va hacia el sueño viniendo del herraje.

La casa está del lado de los cantos,

del lado de la puerta que se abría.

Adentro esta Ángela esperando.

Estaba ayer, ahora está María.

LOS DOS

Cuatro estrellas al sur y todo un cielo,

y un nombre fácil de decir: América.

Un corto “adío”, un mar, un río, un puerto,

y un campo sin semilla y sin alero.

¡Qué cielo igual, que azul tan parecido

a aquél del viejo pueblo!

Siete caminos, pampa, la alegría

de no cerrar los ojos frente al viento.

Y un horizonte que agrande su tranquera

para el que está viniendo.

Un idioma que alegra la garganta

y el duro trabajar de los herreros.

Un martillo que llora. Un sol que canta.

Ángela y Miguel. Un sol entero.

MARÍA

¿Por qué llora el hermano más pequeño?

Consuélalo, María.

¿Por qué demora el padre, tan de noche?

Pregúntalo, María.

El niño llora porque tiene sueño.

Acúnalo, María.

El padre ha vuelto, oscurecido el ceño.

Alégralo, María.

Consuela, busca, alégranos ahora;

aviva el fuego del hogar todos los días.

Los viejos ya se han ido hacia el recuerdo.

Estamos solos, cuídanos, María.

Comentario y antología de Jorge Torres Roggero,

Córdoba, 17/2/2021