Archivos de la categoría ‘Crítica Literaria’

por Jorge Torres Roggero

Alejandro Nores Martínez, poeta sin canon y excluido de su núcleo social, fue un feroz crítico de la pacatería y de la togada estulticia del poder hegemónico en Córdoba, Argentina. Tal actitud, le procuró altos costos. Lo menciono porque César Vargas usa como paratexto fundamental de su libro La Vida Quieta uno de sus epigramas. “A dos estatuas” narra con risueña sorna un viejo chiste cordobés. En efecto, en tiempos de la antigua plaza Vélez Sarsfield quedaron enfrentadas dos estatuas: la del Codificador de las Leyes, de pie, bien abrigado con su sobretodo; y la representada por indio casi desnudo con los brazos abiertos dirigidos al poniente. El pueblo decía que era la estatua de Bamba, un legendario rebelde colonial que, en realidad, era negro. La estatua del indio parecía suplicar al prócer, y celebraba, por cierto, un imposible sol naciente. Nores Martínez la pone en movimiento: “hacia el hermoso gabán/ tiende los brazos con brío/ el indio y – ¡Dalmacio mío! -/ le suplica de este modo:/ – ¡Prestame tu sobretodo/ porque me cago de frío!” Me detuve en el epígrafe porque está bien elegido como anticipador del contenido. Su razón de ser se aclarará a medida que avancemos en el libro de César Vargas. Pero antes, veamos el porqué de las “greguerías estatuarias” que se interpolan a lo largo del poemario.

El término greguería significa “lenguaje incomprensible”. Gómez de la Serna eligió ese término para denominar sus composiciones literarias que mezclaban, en un aforismo, metáforas y humor. De la Serna, hacia 1910, imaginó una larga genealogía que inicia en el algún texto grecolatino de Luciano de Samosata. Se trataba de definir lo indefinible, capturar lo pasajero. Como decían los martinfierristas argentinos era un intento de captar “el lado flamante” de las cosas, su singularidad expresada en un mínimo apotegma. Esta tradición, con diversos nombres, tiene cultores conocidos en nuestra literatura: Raúl Scalabrini Ortiz las llama “apuntes”; Oliverio Girondo, “membretes” y Antonio Porchia, “voces”.

Cesar Vargas nos ofrenda, como feliz intermedio de un discurso trágico, un imprevisto acercamiento al “lado flamante” de las estatuas mediante una regocijante retahíla de “Greguerías estatuarias”. Es el costado sonriente y luminoso del libro, el que esconde, pero sin dejar de aludirla, la entraña dolorosa del epigrama de Nores Martínez. Espigo algunas a modo de ejemplo: “La flor es la estatua del sexo”, “La chimenea es una estatua que fuma”, “La langosta es la estatua del hambre”, “La ballena es la estatua de una nube”, “El martillazo es la estatua del grito”, “El cuervo es la estatua de Poe”.

Pero la pulpa dolorosa del libro se desangra en los poemas que musitan la historia secreta de los excluidos, secuestrados, presos y asesinados. En efecto, las estatuas, en tanto monumento, son el rostro impertérrito de una clase dominante y su cultura. Veamos. La palabra estatua se relaciona con el verbo latino “statuere” que, entre otras significaciones, designa las siguientes: “colocar, exponer, establecer, fijar”, o sea, se refiere al acto de “estatuir”, de configurar lo establecido, lo que es así y “nada más”. Desde este punto de vista, una estatua es unidimensional, tiene un solo significado: el de hegemonía de un grupo social, de una clase o de una etnia que son los que mandan e imponen los sentidos a la comunidad.

Pero “statuere” viene de “stare” que significa “estar de pie”, estar no más. Es la intemperie geocultural del pueblo, el lugar tiempo en que la memoria no cesa de hablar, en que el rumor de la “vida quieta» amordazado por años, quizá siglos, pide la palabra y, entre el griterío espantoso de los abajo, se convierte en voz de los sin voz. Es en estas profundidades donde brota la más alta expresión poética. Desde esos “reprofundos” resuena la dolorosa poesía de La Vida Quieta. El poeta, traspasando la imperturbabilidad de lo “estatuido” deja hablar la historia no escrita, la de las personas y no de los personajes. Su recorrido por las estatuas, especialmente de Córdoba y Buenos Aires, es una peregrinación (en su sentido sacro) hacia el centro de nuestras contradicciones.

Las estatuas dejan de ser alegorías (sinécdoques) del pensamiento dominante para ser metáforas (“más allá de”) de la poderosa cultura popular. Por eso la estatua de Garibaldi en la plaza Italia desencadena la imaginación de la prostituta en cuya cama todos gozan de anonimato cuando hunden su soledad entre sus piernas. Por un triste pago, un “desfile de héroes y fanfarrias”. Sin embargo, en lo profundo de su intemperie, “a todos les concede una caricia secreta/ con la secreta esperanza de que sea el héroe/ que todos estamos esperando”. En lo más secreto, poetiza la fe en lo que no existe, la esperanza de lo que está por venir.

En “Estatua 2”, el poeta se presenta sumido en el abandono y la desesperanza. Está cerca de una iglesia y “la gente se persigna como lamiendo en su pulgar la virgen/ como escupiendo con vergüenza un dios que llevan dentro, / como diciendo: Ahora…/ Pero es tarde”. Al final, nos chocamos con las estatuas de la Plaza Colón que “tiritan en bloque”. El poeta despliega la ironía. Sobre esas estatuas, “las palomas de otros versos” llegan “a cagar sobre náyades neoclásicas”. Mientras, “los estudiantes del Carbó salivan la fuente”. Según los historiadores, las estatuas de Plaza Colón fueron una donación de lo que quedó del pabellón argentino en la feria internacional de París (1889). Son las diosas griegas de la ciencia, el arte, la agricultura, la abundancia, o sea, de los privilegios de letrados y terratenientes. Son las diosas muertas del “Granero del Mundo”, son depositarias del furor laxante de las palomas, de la escupida de los estudiantes y de la angustiosa soledad del poeta.

Por otra parte, la vida quieta de la estatua de Julio A. Roca, coloreada por el vitral de la catedral de Bariloche, está custodiada por la policía. Al caballo le “duele el lomo por el peso criminal/ que hace un siglo carga”. Ese bronce “relleno de codicia es insensible al frío”, a la tinta, a la sangre, “a los gritos que atraviesan el tiempo”. El general parece un viejo bueno y los turistas se fotografían en su entorno. Pero la vida sigue hablando: “Una india pide limosna a la entrada de la iglesia. / ¿Qué tenemos para darle?” Secreta, a lo mejor inconsciente, alusión a cierta alianza reciente y horrorosa: civilidad, fuerza armada, curia.

En “Estatua 4”, el poeta “esculpe en el aire su recuerdo”. La materia poética es una estatua perdida que habitaba una de las pequeñas plazoletas en Av. Vélez Sarsfield y Bv. San Juan, en Córdoba. Es una figura del tiempo. El poeta erotiza la vida quieta, pone en actividad los recuerdos: “hubiera querido tatuarle en los pezones/ el color de mis besos…”. “Le acosé el pedestal con indecencias” y “le leí poemas que hubieran enternecido/ a cualquier bruja/ pero nada.” De golpe, “llegué una tarde y ya no estaba”. La estatua, ¿se había convertido en una “desaparecida”? “Cruzó el mar de la nostalgia”, “¿o duerme y sueña/ en un depósito de la municipalidad”? ¿Una sátira municipal, o algo más late en la entraña helada de la estatua?

En “Estatua 5 – “Bustos de Córdoba”, el poeta regresa al humor de un modo insólito. Pone en hilera los bustos erigidos en Córdoba (bustos, estatuas que sólo abarcan hasta el nacimiento del pecho o medio cuerpo): son veintiséis. Se mezclan caudillos bárbaros y civilizadores impolutos, poetas y payadores, radicales y peronistas. Es el amasijo informe de la realidad vital. Tanta opulencia “estatuida”, contrasta con la experiencia individual del poeta: busto es, también, seno. Eso que luego, procaz, besó tetas. Las busca en vano en los bronces, “y esta tarde es de humo/ y esta ciudad es mierda”. El humor demuele la visión de la Córdoba azul y beata, de bucólicas campanas.

Siguiendo esa línea semántica, el humor cultiva el ab-surdo («para sordos») cuando se solidariza con la famosa estatua del “oso polar en el centro de Córdoba”. A esa efigie “migrante”, (creo que hoy reposa frente al museo Caraffa), se la trajo, hace largo tiempo, para adorno del puente Antártida. Pero luego se dieron cuenta de que en la Antártida no hay osos: “Por eso sueña un témpano”, “sueña una sangrienta cacería de focas”. Hay, sin embargo, para el paradojal oso un hilo de esperanza: “Al centro de la piedra que lo guarda/ yo lo sé, / late su corazón helado y verde como el polo que lo espera/ donde algún día descansarán sus huesos”. Una bella prosopopeya define el poema, lo redondea de cierto halo feliz.

Siguiendo el mismo eje de sentido, incluyo “Estatua 11”, “El indio de las bolas grandes”. En 1937, “en la plaza de Resistencia”, Chaco, se erigió una estatua en homenaje al indio. La estatua resultó con unos genitales “escandalosamente grandes”: “fue primero castrado y después desaparecido”. Ese es el epígrafe aclaratorio que, en apariencia, informa sobre un hecho pintoresco, pero ese cuerpo mutilado y desaparecido alude a una memoria ancestral (el destino de los pueblos originarios), y a una más reciente dictadura genocida. Por un lado, el peso del poder sobre los desposeídos; pero, a su vez, la genitalidad vencedora del pueblo: “Era tan solo un indio, pero con unos huevos/ que las damas soñaron hasta que enrojecieron”; era un “indio callado” / “pero su sexo hermoso disparaba a los vientos/ la vergüenza del blanco, la canción de su sueño”.

En este punto, haría un apartado de desoladoras elegías. Comienzo este conjunto de poemas con “Estatua 7, Monumento al soldado desconocido”. Es la historia del primo Antonio que hizo la colimba en 1976. El poeta, “preso en otro mundo” en ese momento, “supo después” que su “primo campesino” fue chofer y “manejaba un camión más verde que el trigo en la noche”. Después, este ángel campesino”, sufría apariciones de ese camión “cargado de alaridos”. Tenía veinte años. No quería conducir ese camión. ¿Qué habrán visto sus ojos, que “nunca volvió a ser niño”, que “golpeaba a la mujer, los hijos”, / que “bebía hasta la locura”. Otra estatua, esculpida en el aire espeso de la memoria, de una víctima anónima de la dictadura: “quedaste más roto que los cuerpos/ que cargó tu camión”. Un soldado desconocido muerto “de horror, de borrachera/ pedacito de hombre, soldadito”.

La “Estatua 8” es el toro de la Sociedad Rural, “el animal más todo/ padre de toda la carne de la Patria”. Esa masa material, que parece venirse encima, es símbolo del poder de una clase y objeto de admiración de los visitantes ante la indiferencia de un gato: “bajo la lluvia, / sin luna y empapados contemplábamos la estatua, / debajo de su masa: un gato/ perfecto y seco/ nos miraba/ indiferente a nuestra estúpida admiración/ lamiéndose una pata/ nos miraba”.

La estatua 9 es la emocionante “Eva en el Chaco”. Para los argentinos, Eva hay una sola. Frente a su estatua los ancianos reviven la infancia y el momento fatal de su entrada en la eternidad. El poeta le habla a la estatua de Eva en segunda persona, le recuerda el momento en que pasó a ser bronce, a repetirse en “todas las plazas” con gesto de “modista buena”, con ademán de “maestra congelada”. Pero nadie se atrevió a insuflar en el metal “la furia de tu vida” / el rayo de tu sangre/ tu grito de revancha vengadora”. Es que Eva vive. “Desde la gran plaza del Chaco nos das tu bendición/ así tan sol cuesta mirarte, / así alumbrás todavía”.

En la misma serie, agrego otra estatua insurgente: la número 10. Es “La mujer de Lot”, la desobediente, la que elige no huir: “piedra blanca contra el cielo incandescente/ hasta disgregarse/ para ser polvo de palabras, / mujer sin nombre, pero, “la más sólida vergüenza/ de la lengua de Dios.”

La estatua 12 es la de Caperucita Roja en los “verdes bosques de Palermo en Argentina”. A su costado, una rutina de estatua inadvertida por todos, pero, desde otra paralaje, el mensaje secreto acerca del lobo acosador y artero: “Todo lobo es el mundo para todas las niñas/ y la lista del lobo resulta interminable”. Se desencadena, entonces, a partir de algunos casos como el de Martita, María Soledad, Ángeles, una retahíla de mujeres víctimas: ácido en la cara, ahorcada con alambre, violada entre tres, metida en una bolsa, con catorce puñadas, un tiro en la cabeza. Concluye con tres versos que son un “cros a la conciencia”: “Todo bosque la vida, / y cada treinta horas/ una Caperucita”. La crónica habitual se vuelve energía poética.

A partir de la Estatua 13, “Cristo de la catedral” las estatuas representan figuras de honda raíz cultural (al margen de creencias e ideologías). El poeta, a veces, tiene miedo que Dios exista, que se le aparezca y pregunte: “¿Qué has hecho de tu alma? La respuesta será que la “gastó viviendo”: “Pero que no se preocupe/ aún guardo un cachito/ que ha de servirme para escribir/ el poema que me debo”. ¿Sobrará algo para el Eterno Coleccionista?

“El Gran Capitán”, estatua 14, está dedicado al San Martín de la plaza central de Córdoba. ¿Qué nos señala con su dedo índice? ¿El futuro, el sol? Sobre el hombro, un hornero levantó su nido. El poeta reza: “Padre de la Patria/ ojalá pudiéramos estar sobre tus hombros”, como ese pájaro trabajador y libre, ese albañil que canta haciendo “su casa sobre el cemento de tu pecho”. No es extraño que el final de esta rogativa aluda al episodio bíblico de la crucifixión: “Padre nuestro/ muerto de olvido en el bronce de la plaza, solo una fecha para las flores. / Padre nuestro/ ¿por qué nos has abandonado?”.

La Estatua 15, “Busto de Perón” se organiza en torno a la extraña figura de un general que siempre sonríe. Esa sonrisa suscita una serie de preguntas: ¿por qué sonríe? La respuesta reúne armoniosamente las palabras de despedida del General y el tumulto de las multitudes argentinas: “O será que sigue escuchando nuestro canto en las plazas/ la maravillosa música de la sangre en jolgorio.” / ¿Será peronista?” Claro ejemplo de una poética que armoniza la palabra política y la acción popular. Digamos, la carne viva de las contradicciones.

Transitemos ahora a la estatua de “Cristóbal Colón”. Informa sobre una “tonelada de bronce al fin de la avenida” que agradece al rey los tres barcos que darían al mundo turismo, fútbol, jazz, democracia, tango, maíz, papa, garotas, chocolate y otras delicias. Pero, “el almirante hunde su rodilla en tierra/ con cuidado apoya la punta de la espada/ como con miedo de pinchar el globo, no vaya a ser que la verdad estalle/ se derrame cubriéndonos de mugre”. Obsérvese que cada poema es una oración adversativa: la segunda parte niega la primera. Y la negación es una apertura de posibilidades.

¿Qué nos dice “La Venus de Milo”? Ella “dejó los abrazos en un siglo remoto”, “cuando los brazos se le hicieron polvo/ solo para que no pueda taparse los pechos”. Y sentirá, alguna vez, que “esa tela que le cubre el pubis” caerá y “nos aturdirá de tiempo/ de luz/ de sexo/ de belleza/ toda la humanidad la estará viendo”. Ese “algún día”, de tinte escatológico, es una seña de una esperanza jamás desechada por el poeta. Tal lo que ocurre con la estatua 18: “El Dante”. No lejos del zoológico siente el hedor de infierno de las jaulas. Desde ese pedestal no puede salvar ni condenar a nadie: ni a los que “no se decidieron a ser buenos”, ni a los que “se atrevieron a ser malos”. Sin embargo, “en los tercetos de un poeta despechado/ el rostro de una mujer promete salvación. / ¡Es el amor! Gritamos y decimos su nombre.”

Queda, antes de llegar al centro de esta peregrinación, la estatua de “La libertad iluminando el mundo”. La primera parte relata el viaje de la colosal mujer y su armado.  La “pintaron los indios” y “la limpian los negros/ que se van a la guerra con su nombre en los labios”. La pulsión adversativa, tan frecuente en el libro y casi una clave de lectura, deshoja un “pero”. En efecto: “Los pájaros la evitan/ y no por su veneno, simplemente es que saben: / la Libertad son ellos”.

Se arriba así a lo que se podría llamar un culmen emocional y estético. Más aún, el sentido profundo que La Vida Quieta epifaniza en “Estatua 20- La Madre”. El poeta memora que, en todas las plazas de barrios y pueblos, la madre es representada “con un niño en los brazos y otro de pie a su lado”: “sentada y santificada en cada barrio/ porque todos quieren una de cemento o de bronce/ de mármol o granito. / ¡Una Madre!”

Todos anhelan colgarse de sus pechos y sentir su palma en la cabeza. ¿Qué haría el Club de Leones, que dona “estatuas quietísimas/ cada una en su quieto pedestal/ quietísima en la plaza”, sin las madres? Estamos ya, lectores, llegando a los últimos renglones del libro, a su mensaje final. Nos aturde la repetición del adjetivo “quieto” del título, enfatizado dos veces con el superlativo “quietísima”.

Es que nuestras Madres han puesto en marcha un movimiento de rotación, un arte cinético que convierte pañales en pañuelos. Los jueves el miedo muerde su rastro refulgente y el pueblo se refugia en el corazón de las “locas” que hacen tiritar el mundo: “Pero los jueves: Ronda, / monumento que rueda/ arte cinético en su pañal pañuelo/ un círculo de fuego es la angélica loca/ su niño es palabra blanca/ que le ilumina la cabeza”. La vida quieta insurge siempre, los “peros” del pueblo saltan el círculo ciego de la necesidad, su “música maravillosa” no podrá ser acallada. Y la historia empieza a peregrinar. Lo dice un poeta, y a ellos les fue otorgado el don del vaticinio.

Jorge Torres Roggero

Córdoba, 20/04/23

FUENTE: Vargas, César “León”, 2020, La Vida Quieta. París-Córdoba-Buenos Aires: Argos, Babel, Reflet de lettres.

por Jorge Torres Roggero

Cierro Un hombre canta de Aldo Parfeniuk. El canto del hombre mora ahora en mis adentros. Discurro: cuando enuncia “un hombre”, seguramente, el poeta se refiere a la humanidad y es un llamado a la universalidad. Quizá por eso, el último canto del libro es el de la cantante de la “orquesta viajera”, “en el fin del sur”, “brasa ardiendo en la niebla/ faro del fin de todo/ casi Música”. En los confines, se pregunta “qué desierto y de cierto en su voz/ cuando Canta/ cuando/ sólo Ella Canta”. Está pisando “la última frontera”, el “fin de todo” en que la lengua praxiológica se desarma, desaparecen los signos de puntuación, las mayúsculas invaden el texto queriendo decir algo más. Entonces, sobreviene el silencio que anuncia el paso al otro lado. Instante en que la humanidad se ha ido “del libro de poemas/ cansada de incumplidas promesas” y sólo recoge “imágenes y aullidos/ en las webs y en los recitales”.

En Un poema no debe hablar Parfeniuk nos implicaba en el misterio de la palabra y sus tres modos de ser: habla/ silencio/ canto. Son tres facultades del hombre: el único que habla, calla y canta. Ahora bien, cuando hablamos de una poética es necesario “circular por útopos”. Por eso el poema no puede hablar. El habla se construye con convenciones que, a veces, es solo una retórica puramente instrumental todavía atada a los signos convencionales.

La poesía, como última palabra, rechaza las formas propuestas por la tradición, los signos anteriores a la experiencia del poeta. Por eso, el poeta verdadero es un gesticulador. Es un sujeto individual e histórico (Aldo Parfeniuk) que se universaliza (un hombre) convirtiéndose en un fabricante de tropos. Es un “tropator” (o trovador) que anda en busca de una capa de la realidad no revelada por los signos arbitrarios que carecen de una relación directa con la experiencia individual: es dejarse caer en el abismo (a-bysos= sin fondo) para restablecer otras formas de comunicación.

Lo real simula estar mudo y, por un momento, puede parecer que la poesía es una flor del silencio. Pero en sus intentos de rescatar algunos fragmentos dispersos de lo real, el poeta, más allá del hablar, descubre que el canto es un campo de fuerza liberador, fluyente, atópico. Las formas sonoras no solo son formas temporales, sino también espaciales. Según, Víctor Zuckerkandl, es un modo de ser del espacio diferente del geométrico. Por eso tres sonidos no conforman un triángulo, sino un acorde. En el espacio visual los objetos se configuran uno al lado del otro; en el acústico, se produce una interpenetración de estados dinámicos. De tal modo, en el flujo ininterrumpido de la realidad como campo de fuerza, tanto los cuerpos como los sonidos están simultáneamente en el mismo lugar. El espacio como fuerza precede al espacio como lugar. Por eso, el hombre es, a la vez, hablante y cantor. El canto reúne hombre y cosas. Se desata como una corriente incesante del pasado, a través del presente, hacia un futuro en que nada se mide ni se divide: hacia lo que solo puede ser vivido. Esa vivencia de lo real nutre toda la evolución creadora. Parfeniuk la llama: “mi acento acechante a la sombra del silencio”.

“Ese principio de vida” se manifiesta, por ejemplo, en los ojos de la amada. Ella es epifanía: “es el ángel que mira cuando miras”. Y ese ángel “canta, por tus ojos, en tan fugaces pájaros/ que torpe/ mi palabra inútilmente embosca”. La poesía, entonces, se hace presente cuando “todo se vuelve distinto/ porque lo hemos mirado juntos”.

Sucede que un sujeto individual “de silencioso café y rodeado de turistas”, “animal solo y balando en el rebaño”, cambia súbitamente de registro y salta, tropator, del habla al canto. Retorna así a la originaria unidad entre canto y habla. ¿Cuándo se separó la palabra poética de la palabra meramente designativa? Hubo un tiempo en que el canto resumía la fuerza de la palabra y el sonido. Época feliz, evocada en un conocido poema Antonio Esteban Agüero: “Digo la minga”. Cuando el trabajo se vuelve fiesta, las gentes se reúnen por la danza. El hombre es Hombre no más “que se siente hermano/ del Hombre, de las cosas, de la tierra y el cielo”, con la “frente desnuda de alfabetos”.

Ese “hombre universal”, todavía sin gramática, canta en los adentros del sujeto individual e histórico”, pero según Parfeniuk, “canta en la oscuridad”. En efecto, transitamos una edad oscura: “CIUDADES CORROMPIDAS/ GENTE INTOXICADA/ GRANDES NUBES DE ÁCIDO TAPANDO EL SOL”. Toda una estrofa escrita con mayúsculas aplastantes. El poeta canta “contra un montón de olvido”, pero, es “un hombre que canta en la montaña”. El poeta individual es un hombre que canta desde el arraigo: “Un hombre canta en la montaña/ rodeado de animales y pedazos de cielo”. Y, ¿cómo es el canto?: “Canta para nadie. / Canta para los pájaros”. La gratuidad del poema en que nada se mide ni divide. El poema no tiene nada que ofrecer, simplemente florece como la flor que se abre con toda su belleza en la cumbre de la montaña para que nadie la vea: “Nada. / Solo un canto/ como rama en el aire/ donde anidar la tarde/ y qué ojos/ llevados por los pájaros”.

La poética del habla atribuye el canto a los pájaros, pero el canto, ¿no será atributo sólo del hombre que canta? El canto es una poética de la vida, pero, para su cumplimiento, es necesario llevar “el corazón hasta la última alambrada”. Es sentir de golpe: “hoy, quiero irme/ como/ sin para qué.” Aldo Parfeniuk peregrinará, entonces, “por mis zonas, por mis pedanías/ por linderos departamentales/ de leyenda”. En efecto, del canto del hombre anda y desanda los “linderos” (salta pircas), los “paisajes perdidos”, “los mogotes callosos”, “allí donde se dividen la tierra y el aire, / la piedra y la arena/ la estrella y la luna”.

Volver al canto es volver al “cuaaanta” de los díceres populares, es decir, a un lugartiempo de la cultura inmemorial de los humildes, “errando en la inocencia de querer hallar paz/ en asar y comer, en beber y reir/ en contar sucedidos antiguos de gente de la sierra que salen a vivir/ por entre el negro vino/ por entre el humo de la leña flaca.” El habla que habla en uno se vuelve canto, rostros de amigos perdidos, se arraiga: “se nos entrañó en las venas” y “en los años” para siempre.

Es el momento de “estar aquí para ser”. Como en Kusch, se da vuelta la fórmula: “existo, luego pienso”. Hay un trecho, en la obra de Parfeniuk, en que se palpa una fuerte impronta telúrica. Sin embargo, elude con sabiduría la encerrona de un fácil folklorismo. Renuncia a una poética agreste para “ensimismarse”, arrojarse al abismo del sí mismo, o como diría Borges, a un “pensativo sentir”.

Desde “El chelco”, primer poema de La Quirca,1976, evoca en la figura del pequeño saurio, cargado de díceres y leyendas, la presencia real de su estirpe milenaria, de su antepasado de piedra que “muerde el tiempo/ sin apuro/ se come/ un siglo más”. Aunque el verde en las sierras amadas anuncia vida: “Pero no; todavía no es tiempo. / No prende el Valle; no trepa el cerro, / ni pinta el valle” (…) ¿quién sale de sol y de setiembre/ a decir que ya está, a mentir que ha vuelto?” En estos primeros textos proliferan las alusiones. Sabemos que alusión es una figura literaria basada en la polisemia del lenguaje que permite que ciertos lectores con los cuales se comulga accedan a un sentido y condena a otros a quedar “en ayunas”.

Consigno esta aparente minucia retórica porque los primeros libros de Parfeniuk fueron publicados en tiempos peligrosos, en época de derelicción y muerte y, por lo tanto, no es casual que recurra a la figura típica de la alusión. El lector avisado empatizaba en sus reprofundos enmudecidos, por ejemplo, con este título: “Habitante del miedo”. Es esa zona en que el canto se vuelve un nudo en la garganta. Zona a la que: “Unos antes antes/ otros más tarde/ van llegando”. Es el lindero desvalido de la intemperie, del estar no más aquí: “Pero yo/ desde siempre/ estuve aquí”. En el poeta resuena y se amplifica el canto secreto del pueblo por eso se ofrece como recinto de resonancia para que se digan las cosas: “Vengan/  a decir en mí/ la parte/ que les toca”.

Fusilado de penas, de nostalgias, el poeta busca refugio en la infancia, se convierte en “contrabandista de perlas de llanto”. Además, inicia una serie de epitafios. El epitafio es uno de los géneros más antiguos. Aún persisten esos restos de escritura en lápidas e inscripciones de alfareros. Son recuerdos de vida que se vivieron: “todas las vidas/ propias y ajenas”. Imagina a cada ser querido como alguien que “murió/ tantas veces/ y de tantas muertes/ como los dioses.” Por otra parte, no es casual que el “Epitafio I” vindique a un poeta perseguidor de una música imposible “que jamás escucharemos”: “Ahora/ descansa aquí. / ya no habla más.” En efecto, el aquí y ahora de ese indeterminado poeta es el silencio. Es un silenciado. Y un ausente. Porque la ausencia también es “duro silencio:/ diapasón de la muerte”. A pesar de que el gentío es grande, de que el ruido aturde, “el silencio es más grande”. Alusiones, sin duda, para que el que quiera oir, oiga.

La humanidad ha sido herida en el sujeto individual e histórico que canta. ¿Cómo sobrellevar “esta herida manera/ de ser hombre? ¿Cómo soportar las diarias falsificaciones si “no pedí estar en este mundo”? Se procura entonces una sanación para “esta enfermedad/ de triturar en la boca/ palabras”: las altas montañas, las hierbas rubias, las semillas robadas y el “hueso duro/ pero piadoso del olvido”. Es el retorno a la tribu. Es un irse al paisaje y volver “otro”. Pero no es una ida a lo pintoresco, a la piedra torturada por el turista que siempre será un intruso en este libro. Por lo contrario, el paisaje es cultura, es la casa del hombre que canta.

El “homo viator” quiere ser aquí, “entre páginas de pálidas palabras”. El regreso a la infancia es también un regreso a la casa (“oikos”): “uno vuelve a su casa/ -a su pan a su ropa- / a que le zurzan la confianza” / (…) “y le remienden el amor/ en los ojos/ y en silencio le digan/ aquí, donde se come y se duerme/ y se sueña y se ama”.

Ahora bien, en mi sentir, llega un culmen en el libro en que se produce un corte. El poeta quiromántico ha descubierto un soporte material para el canto, un destino cierto: “siente a veces/ que el destino regresa/ a las líneas de las manos”. Su voz amplifica la turbulenta “travesía de los días”. Ciertamente, es el tiempo de los “ecopoemas” que comprenden al hombre como totalidad primordial y ¿no es que el canto precedió al habla?

Parfeniuk se inicia como habitante de una zona aún desconocida y a ella nos quiere guiar mediante el “encantamiento del canto”. Rumbea hacia un espacio-tiempo, un topo supraindividual, en que el sujeto histórico se convierte en hierofante y nos avisa acerca del misterio del hilo de las generaciones, de la sabiduría de las leyendas, de las virtudes de las flores silvestres, del cielo y las montañas, de los cerros del oeste que suben a los cielos, del río que no pasa, de la magia de Romilio y la mueblería de los trabajos y los días, de la Villa y el Faro del Fin del Mundo. Es el ascenso a la montaña, es el rescate del canto. El canto por que sí. Simplemente porque los “entrecerrados ojos del corazón/ ven llegar las imágenes”, ¿desde qué mundo arriban esas imágenes a nosotros argentinos de los confines, seres multígenos, llamados a la universalidad porque portamos los genes originarios y de todos los migrantes de la historia? ¿En qué cueva escondida se refugian los nidos “más cargados de trinos, / cantando/ todavía cantando”?

Una petición de brevedad me inhibe. Podría “hablar” eternamente sobre alusiones al cielo y al infierno, a la soledad y el encuentro, que se interpenetran armoniosamente en Un hombre canta de Aldo Parfeniuk. Por ahora, habrá que considerar “sus silencios” como parte esencial de la partitura del canto: porque el poema no habla, canta. En la cumbre del Champaquí o en el “faro del fin de todo / casi Música”.

Jorge Torres Roggero

04/04/23

FUENTE:

PARFENIUK, ALDO, 2921, Un hombre canta (antología personal). Córdoba. Ed. Nudista

por Jorge Torres Roggero

            Ahora que concluye el verano, vuelvo inevitablemente a tu libro Las cuatro estaciones (Alabanza del paisaje de Córdoba). De la mano de «ese viejo buscador de oro del Otoño» desando sus hojas con avidez de hormiga.

            Primera condición: desandar, volver. ¿De dónde vuelvo? Vuelvo de los helados conceptos, me digo, desando el «universalismo», regreso de la objetividad abstracta y me relaciono directamente con el olvidado paisaje. ¿Y qué es el paisaje? Me preguntará algún hosco epistemólogo, algún semiólogo de censores inalámbricos.

Y les digo: según Pancho, mi amigo, que palpita las noticias hora a hora en su cubículo telemático, sería algo así como la especificidad de la región, su originalidad. Entonces me pregunto cuál es el signo de lo entrañable e inequívoco de nosotros mismos en tu libro. La respuesta no admite dudas: aquí no se trata ya tan sólo de una provincia, sino de una región y de una región de luz. Pero claro, como ya lo había descubierto Lugones, la luz se relaciona con la música y la música con cierta vibración o tacto impalpable y también con un sabor sapiente, digamos, con  un goce de los sentidos y del «sentido», con una fiesta. ¿Y qué es, entonces, el paisaje en tu libro?

            Es, palpitamos, una extensión (un lugar de estar) y también una puerta o pasaje a la dimensión arquetípica. Despreciar el paisaje, también en literatura, es como destruirlo, es demoler la casa (oikos/logía/nomía), es no habitar, es sólo instalarse. E instalarse (algunos aseguran que proviene de «in-stábulum») es una vuelta a la animalidad, o peor aún, a la cosificación: hoy en día las cosas mecánicas se «instalan».

            Pero nosotros, gracias vos, todavía habitamos, Pancho, la casa del paisaje y participamos con sus criaturas de los ritmos del universo. En todas partes se cumplen puntualmente los ciclos, pero en cada lugar tienen un modo singular de manifestarse. Sin paisaje, nos quedamos sin patria; sin el lugar donde «la Madre» y «el Padre» (debo releer esos poemas tuyos)[1] tejieron con sus actos cotidianos, siempre iguales y eternos, nuestra historia, o nuestra trama, si como dice Borges somos los signos de una escritura secreta.

            Claro, ahora que nuestros poetas se pelean por las túnicas prestadas, es bueno que los viejos escenarios pasen a un primer plano como exigiendo que se cumpla en ellos un destino. Alegra el alma ver cómo súbitamente las hormigas y los brotes cobran dimensiones hasta ahora desconocidas por nosotros que somos árboles con las raíces al viento, ambiguos desperdicios de la escuela y de los medios de comunicación. De golpe, aparece lo nuestro, lo que nuestros ojos se niegan a ver, lo que el corazón insiste en reconocer como suyo. Y esa redundancia, esa minucia cotidiana y eterna, es el ritmo que gobierna la vida y que fluye de tu libro con el sabor siempre nuevo de las mieles de Hesíodo.

            Sí, Pancho, la Primavera es una Edad de Oro y su reino es la luz que canta: «nueva edad de oro para la hormiga», leo; y el invierno es una edad de hierro, región de abajo, infierno, lugar donde parece morir la luz, donde «la hormiga trabaja en su casamata como un operario gris en un taller industrial, donde todo es oscuro, lejano a la alegría de los ojos»× ¡Qué bien conocemos, hermano, dóciles hormigas cibernéticas, esos ámbitos donde la luz es un simulacro y la noche más negra entinta la rotativa de los días!

            Pero el ritmo nos salva, la procesión de las cuatro estaciones renace en el juego y en el rito. En la joven Primavera coronada de flores que descubres de golpe: «Asoma el rostro, silenciosamente, en las ramas flexibles del sauce». Y como un viejo flautista griego, pueblas el aire de epifanías, porque también: «La mañana en enaguas y descalza con una ramita de poleo en la boca» se ha aparecido para recordarnos músicas olvidadas: ¿otra vez «el verde saúco» que acogió a Tejeda cuando lo sagrado irrumpía junto a nuestro río que «entre dientes siempre habla»?[2] Algo de eso nos recuerdan tus alusiones a la fecundidad luminosa de las Bodas de Canaán, o la inocencia del Ave María Purísima de los días antiguos.

            Y por ese camino no es raro que, con tanto acercamiento amoroso al paisaje, necesariamente, arribe a nosotros el signo por excelencia de nuestra cultura en este campo semántico: San Francisco de Asís, tu patrono y a quien llamas «anticipador de la ecología». Por cierto, no faltará en este punto algún crítico de ojo lacrimoso que pruebe con extensa bibliografía que ese símbolo es más de una cultura invasora que nuestro. Creo que le podríamos contestar que no sólo está legitimado por nuestra cultura popular, sino que está intensificado por nuestra tradición regional de San Francisco Solano cuyas leyendas recogió el común y recordado amigo Julio Viggiano Esain.[3] Esas estructuras culturales subyacentes hablan sin cesar y van entramando el texto (o tejido) cuyas hebras nos envuelven, nos atan y nos desatan. Y he aquí que de pronto pendemos del hilo de un discurso incandescente todavía de ecos lugonianos: Lugones, amador de la luz, buscador, también, del oro otoñal y hormiga derrotada al fin. ¿Y ese nudo ardiente del «hermano luminoso», José Pedroni?[4] ¿Y ese fleco orgiástico, tan cercano a nosotros, Osvaldo Guevara, de «garganta rural y poligámica?[5]

            Los ritmos y los ritos, Pancho, de la pampa gringa en la luz de tu verano y de tu primavera; y los ocres de la ciudad, con sus barrancas y sus gredas de Argüello, Los Carolinos y Villa Warcalde. Ya ves, hermano, tu texto entretejido en esa lengua de cultura real, concreta, que nos complica, polifónica, en sus múltiples lenguas – ¡salud abuela Penélope, tejedora fiel y redundante del mismo y siempre nuevo tejido con el mismo y siempre nuevo hilo! -. Ese telar complejo y participante nos arraiga y nos da sentido porque nos ofrece la posibilidad de activar los significados que día a día reprimimos y amordazamos en pos de la subsistencia, el éxito o la figuración. En tu libro, Pancho, el paisaje se sujeta al ritmo forjador (poeta) de formas de las estaciones y los cielos, de los árboles y las aves, del huevo y el vuelo. De Botticelli a Cézanne, nos dices, (esfera, cubo, cilindro o cono) él es la estructura o arboladura de la luz. Y la luz calza su cristal en el pie cotidiano y mínimo de esas cenicientas que salen a recibirnos desde tus páginas: la flor de romero, los geranios, los duraznos, la morera, la dalia, la rosa, la espiga, la mazorca, la gramilla, la espina, el perejil, el pozo de agua, el viento, el tordo, el benteveo, la araña, el grillo. El ámbito vital de la pampa gringa, seno oloroso, cálido, sabroso (uso tus adjetivos), única tierra santa de una posible hierofanía nuestra, lugar de encuentro y fiesta. Nos zambullimos, pues, en el agua bautismal de tus páginas para descubrir que, a veces, recuperar los nombres de las cosas ya es cargar con un plus de significado nuestra arritmia urbana.

            Como dice W. Blake en tu epígrafe: «El mundo en un grano de arena y en una flor, todo el cielo», o más claro aún: «…y todo el cielo», como decía nuestro Homero, o sea, Manzi.

            Y ahora, algo sobre las ilustraciones de Molina Rosa. Yo no soy crítico de arte, pero cómo me acuerdo de lo que dices en «El Verano»:«Vuelvo a preguntarme, ­¿cómo es que, de un solo elemento, la tierra, se obtengan una infinidad de matices pictóricos?».

            Por último, un saludo cordial para J.C. Maldonado, que cuidó la edición y que ya se ha ganado un lugar en el cielo de los que amasan fortunas de amigos cargando con el costo de las esperanzas ajenas. ¿No será Alción el único milagro cordobés en estos tiempos de «argentinos finales» -como diría Marechal- y cuyo tiempo verdadero está paradójicamente en cierto «espacio primordial» que nos has enseñado a buscar?

III. Coda

            Hasta aquí la carta. Hay en ella guiños, alusiones, citas escondidas. Hay un goce, un gusto. Hay la dicha de leer y escribir.

            Ahora la arrojo como una entraña. El can multicéfalo, Cancerbero, puede comenzar su autopsia. No hace falta corazón, sólo muchas cabezas, aunque sean ajenas.


 

2-Tejeda, Luis de: Libro de varios tratados y noticias, Municipalidad de Córdoba, Córdoba, l980, pp.24 y 77

3. _Viggiano Esain, Julio, Leyendas cordobesas, Dirección General de Historia, Letras y Ciencia de Córdoba,Córdoba,l970.

4Referencia al libro Gratia plena de J. Pedroni, a quien Lugones llamó en un artículo famoso, el «hermano luminoso».

5Guevara, Osvaldo, Garganta en verde claro, 1964, Río Cuarto,

por Jorge Torres Roggero

1.- Suelo y cielo natal

En la provincia de Córdoba, desde mi punto de vista, contamos con dos poetas mayores en la segunda mitad de S. XX. Ambos son nativos de Río Cuarto. Uno es Julio Requena (sobre quien pienso escribir pronto); el otro, Osvaldo Guevara. Esto pienso mientras vuelvo a hojear Los zapatos de asfalto de 1967. Es el cuarto libro de Guevara. El primero fue el incomparable Oda al sapo y cuatro sonetos de 1960.

Ver entrada

Los zapatos de asfalto fue editado e impreso en la ciudad natal del poeta. La portada es de Víctor Macció y las ilustraciones son xilografías impresas en taco original de Franklin Arregui Cano. Como toda empresa cultural de los 60, es una obra comunitaria, es cooperación con los de “ahí nomás”. El pequeño tomo lleva una dedicatoria marcada a fuego por el “genius loci”, el arraigo, sustrato natural de toda geocultura. Declara: “A la ciudad de Río Cuarto -suelo y cielo natal- que aún cree en los poetas”.

Es un paratexto indicativo. Ahora sabemos que la ciudad es un sujeto poético que estará de cuerpo presente en cada poema, ya sea entre compañías cotidianas, ya sea como fuerza interior que subyuga y apremia. De allí que en la “tabla” final (bautiza tabla al índice) se aclara mediante nota al pie que “los poemas de Los zapatos de asfalto -salvo el soneto “Frustración” pág. 25), oriundo de Almafuerte, prov. de Córdoba- han sido escritos en Río Cuarto”.

Concluimos así que Río Cuarto es, en cierto modo, una especie de ombligo del mundo, el centro de un “alrededor” o “imago mundi” que comprende, también, un paisaje rural y aldeano como refugio bucólico y recinto de la ternura de la amada campesina: “Está lloviendo, amada campesina, / y en este cuarto cómplice y urbano, / mientras tu blusa enciende su verano, / te repartes en mí, como una harina”. El poeta intuye un vuelo “hacia un aldeano/ paisaje donde el agua aroma y trina”. Mientras, evoca “la lluvia riéndose, descalza y fina, / lo mismo que antes tú, sobre las parvas”.

2.- Deriva urbana

El primer poema se titula “A la deriva”. Lo da como escrito en “El Mogote”, Río Cuarto; y, presenta la escena de la perpetua fluctuación de la existencia humana. Por un lado, la presencia del río desde el que “suben voces de antiguos dioses solos”, “vagabundos aromas”. El poeta, parte viva de la naturaleza, se siente a un paso del “salto al cielo”; pero, a la vez, es presa de un extraño aturdimiento: “En la arena mis pies se aturden como peces. / Desde la tierra al cielo no hay más que un salto de ave.”

Frente a este mundo lleno de puertas de escape, la ciudad: cárcel tumultuosa, implacable trampa: “Allá turbando el puente musculoso y esclavo/ un insondable tránsito retumba y se deshace. / La ciudad llega aquí tan solo en mi silbido”. El río invita a irse, a huir; la ciudad, allí cerca, llama al círculo ciego de una absurda pista de baile: “Sabe la noche huidas que comienzo y desisto. / Irse. Seguir el río. Mirar atrás. Pararse. / Una bandada de astros pasa sembrando rumbos. / La ciudad gira, próxima, con música bailable”.

¿Cuáles son los rumbos que siembran las estrellas? En “El polizón” aparecen modos de huir de la deriva que lo balancea entre la ciudad y su cintura arcádica. El poeta se plantea la presencia de “otro ser, silencioso, flotante”. ¿Ese otro ser es el “Sí mismo” atrapado en un dilema sin alma? Entonces, insurge un plan de evasión, un modo de “pisar viajes”. Nos vamos a transportar a una instancia de tres movimientos. A cada uno corresponde un medio de transporte distinto. Dos medios son reales y posibles, pero una vía es irreal e imposible en la materialidad geográfica de Río Cuarto.

El primer llamado al movimiento es el canto urgente del tren. “Sol naciente”, “claro viento” y “canta un tren lejanías por el campo”. El tren llama hacia la lejanía, hacia el campo abierto, pero el poeta deberá estar a las 8 en la oficina. Sólo le es dado viajar en el ómnibus urbano al centro. El colectivo, ciertamente, no lo podrá evadir de la ciudad: “Un tren. A las ocho abre la oficina. / Un tren. El sol. Viajar despacio. / En ómnibus yo al centro”. El tren es horizonte: “Ir con el tren. A dónde. Adonde sea.” El ómnibus, en cambio, lo mete en el centro de la ciudad a ese yo errante y disconforme. Y, de pronto, aparece el tercer medio: un barco. Comienza siendo el término de una comparación: “Un tren pitando azul es casi un barco”. Es el término irreal, es un “casi”; pero ese cambio de registro discursivo convierte al poeta en el polizón de un barco fantasma: “Voy bien: las ocho menos cuarto. / Casi un barco aquel tren. Cierro los ojos. / Casi un tren. Casi un barco. / Vaivén. De barco y tren. Vaivén eterno. / No me pueden bajar. ¡Esto es un barco! / Esto es un tren. / Esto es un barco. / Esto es un barco. / Ah, un barco.” ¿Puede ser un bamboleante barco la vía de escape del “vaivén” eterno? ¿O el poeta es solo un polizón suspirante (Ah…) de un “barco ebrio” que está encallado en la rutina y la alienación?: “La oficina. La agenda. La birome”.

3.- Una nostalgia gorda y turbia

La “tabla” final nos informa que el poemario consta de cuatro partes: “La ciudad”, “El amor”, “Los nombres”, “El canto”. La ciudad es el cuarto de hotel, la oficina, el sometimiento al patrón, los imposibles planes de evasión: “El gerente untuoso me vigila con ojillos de lagarto (…) Dos ventas se han perdido por mi culpa”, dice el poema en prosa “El grillo”. La ciudad encarna, además, la caminata nocturna y solitaria: “Triste/ tristísimo, / camino/ contra los altos paredones de la sombra / cruzándome/ con ebrios/ con vagabundos de ojos oblicuos, / con policías pálidos, / con grises prostitutas de medias color carne, / con guitarristas flacos, / con gatos fugitivos”.

La ciudad le escuece la garganta, le pesa en la voz de las “bocinas transpiradas”. Es un lugar de lucha y vértigo, un horizonte entre rejas. Pero, sobre todo, es el lugar de la injusticia social, de las “descalzas dulzuras pedigüeñas” y los vencidos. En otras palabras, de poemas vivos sin evasión.  Añora el campo, “el aire/ para estos pulmones/ que un ángel sin tarifa/ los desholline a fondo/ con un plumero azul”. Sin embargo, es empujado a regresar, a pasear su nostalgia “gorda y turbia” entre barrenderos anónimos y actores de radioteatro. Le es necesario aceptar las consecuencias de vivir al lado del explotado para acusar junto con él, para luchar juntos. Decidido, proclama: “Debo volver (…) a su “sol indiferente/ su justicia/ y al hombre oscuro y claro/ que me lustra/ los zapatos sin luz/ cuya pierna de palo/ tan/ cansada/ cuando él se sienta/ manso a trabajar/ apunta silenciosa/ a los burgueses.”

Este lustrabotas “pata de palo” reaparece con nombre y apellido en la sección “Los nombres”. El poema se titula “Canto a Don Chávez, lustrador”. Lleva una dedicatoria que resume la temática del libro y, a la vez, justifica el título: “Para Gregorio Chávez, riocuartense que concilia zapatos y cielo”. A Don Chávez le canta con “entera voz” y “en medio de la calle/ entre la gente/ que pasa con la frente en el bolsillo.” El lustrabotas representa, en su pobreza, la dignidad humana: “por sus ojos seguros/ por su pierna de palo florecido/ su alma fresca/ su sonrisa temprana.” Entre bocinas, naftas y tenderos, Don Chávez mueve “sus manos únicas” “para que el hombre alce los pies del polvo/ y los ponga en el día sueltamente.”

Celebra sus manos de pianista tibio “que tocan dulcemente sobre el mundo”. Hay que acercarse a él para que nos haga ver “esa luz que uno pierde entre las cosas”: “Lo celebro/ Don Chávez/ bajo el brillante viento luchador/ que le embandera como una asta triunfal/ la pierna inmóvil/ y al que usted/ entrega/ alados combatientes/ los tercos pies del hombre/ para que echen a andar/ (…)/ pero sin barro ciego/ hondos/ sobre la tierra/ los altos pies del hombre/ pero sin tierra/ como usted/ Don/ Chávez”.

La rebeldía insinuada no impide que el poeta, en la ciudad, se someta “gris/ como una piedra” porque la voz, la palabra, se le ha caído “como un anillo en una boca de tormenta”. Por eso, sus poemas de amor son, en realidad, formas sonoras del desamor. El agua cantarina de Garganta en verde claro (1964) ha mutado en una lluvia nocturna, ácida y urbana: “Esta cálida noche de lluvia no puedo ir contigo”. “Esta lloviendo”, le comenta a su amada, “en este cuarto cómplice y urbano”. Pero lo habitual, es el padecimiento de un amor ausente, perdido: “Si estuvieras no sé qué te diría, / pero creo que no me importaría/ tanta lluvia en la noche tan desierta”. Deseo ardiente de “verla”, pero siempre sumido en soledad. Su desamparo lo iguala a un perro abandonado: “Y cuando llueve como ahora, y cierro/ estos ojos sin fe, soy como un perro/ esperando que pase la perrera”.

Es el desamparo de estar caído en el suelo, un sumirse en la intemperie reducido a cierto precario “sólo estar”, ayuno de objetos y comunidad. Tal desamparo ya era llamativo en su inicial Oda al sapo y cuatro sonetos: “Mi corazón de sapo cruza mi ser gritando. / Zumbo un fervor de sapo. Soy horrible. ¡Soy único!

La vida como un aguardo sin objeto: “el que espera desespera”, recita el dicho popular. El poeta, en verdad, es un ser en espera y, además, siempre en una situación límite. Espera el “nombre”, aguarda la palabra perdida que lo impulse a traspasar el círculo ciego de la necesidad, el apego sin conciencia.

La figura del perro ya había sobrevenido en Oda al sapo…Ocurre en un soneto escrito en versos alejandrinos titulado “Aquel perro”. En cierta esquina, se cruza con un perro de la calle: “me miraste sin prisa como un hueso roído”. Cohibido, el perro se va apartando. Ya se marchaba, lento. Pero el poeta estaba tan solo que lo “chistó suavemente”. Por fin, se van juntos, poeta y perro. Seres sin espera, sin horizonte. ¿Cuál es el desenlace? “Mi espera…aquella espera dura y desorientada. / Nos fuimos juntos. Te iba pensando un nombre (: ¿Nada?). / Y distraídamente te alargué un cigarrillo”.

4.- Sólo sonetos

Cesa, aquí, nuestro recorrido por Los zapatos de asfalto y sus adyacencias. Pero me voy a dar el lujo de convidarlos con dos sonetos. Osvaldo Guevara es autor de extraordinarios sonetos. Por eso es bueno que les recuerde que recopiló gran parte de su producción de estos preciosos y enigmáticos amuletos poéticos (especie de místicas medallitas de oro, de fórmulas mágicas) en un libro titulado Sólo sonetos (1991) en que me honra con una sección que dio en llamar “Sonetos para Jorge”. Recuerda algunas de nuestras andanzas juveniles. Entre ellas, la costumbre de escribirnos “en sonetos”: “En 1960 regresé a Río Cuarto, mi cuna. La amistad con Torres Roggero prosiguió por correspondencia. Nuestras cartas eran complementadas por sonetos tipeados a vuela-máquina, en una misma línea de desparpajo epistolar. (…) En carta del 23 de abril de 1990, Jorge me remitió, a mi pedido, aquellos sonetos de nuestra época epistolar. (…) Y decía en esa carta: “…siguen frescos y llenos de sabrosa savia a pesar de su circunstancialidad; creo que su rigurosa forma pudo captar un momento intenso, aunque aparentemente pasajero y cotidiano; los volví a disfrutar como entonces”.

Aunque en Los zapatos de asfalto los sonetos son escasos, he elegido estos dos para ustedes:

SONETO NOCTÁMBULO[1]

Deambular. Sin horario. Sin destino.

Atravesar, silbando, el largo puente.

Seguir a esa muchacha indiferente.

Detenerse, de pronto, a tomar vino.

No saber del amor ni el desatino.

No pasarse la mano por la frente.

Ser lento porque sí. Ser un ausente.

Caminar sin volver. Ser el camino.

Y nada más. Y todo. Y lo que espera

en la sombra que no nos ensombrece.

Y otra vez, calle adentro, calle afuera.

Y pasar. Sin que conste. Sin que pese.

Pensar que llegará la primavera.

Y alguna vez mirar cómo amanece.

ROSA[2]

Y anda otra vez la lluvia por el techo

con su ternura náufraga y ruidosa,

y el frío de la ausencia, el frío, Rosa,

se me viene a las sábanas y el pecho.

Sin tu voz todo está como deshecho,

sin tu mano es un hueco cada cosa,

sin tu pisada duele esta baldosa

y es otro mueble sin tu olor el lecho.

Llueve. Pienso en la sombra. El cuarto es grande.

La soledad como un hollín, se expande

por este aire de cal y ropa muerta.

Si estuvieras, no sé qué te diría,

pero creo que no me importaría

tanta lluvia en la noche tan desierta.


[1] El “Soneto noctámbulo” fue musicalizado por el poeta y cantautor cordobés Roberto Maldonado Costa.

[2] Sobre “Rosa”, el poeta, editor y crítico Julio Castellanos, que tenía el propósito de publicar una antología de sonetos cordobeses, escribió a Guevara: “En principio ya me tengo reservado su soneto “Rosa”, que a mi parecer es uno de los más bellos que alguna vez se escribieron por estos pagos de Córdoba”.

Jorge Torres Roggero

Córdoba, 14/3/2021