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por Jorge Torres Roggero

Alejandro Nores Martínez, poeta sin canon y excluido de su núcleo social, fue un feroz crítico de la pacatería y de la togada estulticia del poder hegemónico en Córdoba, Argentina. Tal actitud, le procuró altos costos. Lo menciono porque César Vargas usa como paratexto fundamental de su libro La Vida Quieta uno de sus epigramas. “A dos estatuas” narra con risueña sorna un viejo chiste cordobés. En efecto, en tiempos de la antigua plaza Vélez Sarsfield quedaron enfrentadas dos estatuas: la del Codificador de las Leyes, de pie, bien abrigado con su sobretodo; y la representada por indio casi desnudo con los brazos abiertos dirigidos al poniente. El pueblo decía que era la estatua de Bamba, un legendario rebelde colonial que, en realidad, era negro. La estatua del indio parecía suplicar al prócer, y celebraba, por cierto, un imposible sol naciente. Nores Martínez la pone en movimiento: “hacia el hermoso gabán/ tiende los brazos con brío/ el indio y – ¡Dalmacio mío! -/ le suplica de este modo:/ – ¡Prestame tu sobretodo/ porque me cago de frío!” Me detuve en el epígrafe porque está bien elegido como anticipador del contenido. Su razón de ser se aclarará a medida que avancemos en el libro de César Vargas. Pero antes, veamos el porqué de las “greguerías estatuarias” que se interpolan a lo largo del poemario.

El término greguería significa “lenguaje incomprensible”. Gómez de la Serna eligió ese término para denominar sus composiciones literarias que mezclaban, en un aforismo, metáforas y humor. De la Serna, hacia 1910, imaginó una larga genealogía que inicia en el algún texto grecolatino de Luciano de Samosata. Se trataba de definir lo indefinible, capturar lo pasajero. Como decían los martinfierristas argentinos era un intento de captar “el lado flamante” de las cosas, su singularidad expresada en un mínimo apotegma. Esta tradición, con diversos nombres, tiene cultores conocidos en nuestra literatura: Raúl Scalabrini Ortiz las llama “apuntes”; Oliverio Girondo, “membretes” y Antonio Porchia, “voces”.

Cesar Vargas nos ofrenda, como feliz intermedio de un discurso trágico, un imprevisto acercamiento al “lado flamante” de las estatuas mediante una regocijante retahíla de “Greguerías estatuarias”. Es el costado sonriente y luminoso del libro, el que esconde, pero sin dejar de aludirla, la entraña dolorosa del epigrama de Nores Martínez. Espigo algunas a modo de ejemplo: “La flor es la estatua del sexo”, “La chimenea es una estatua que fuma”, “La langosta es la estatua del hambre”, “La ballena es la estatua de una nube”, “El martillazo es la estatua del grito”, “El cuervo es la estatua de Poe”.

Pero la pulpa dolorosa del libro se desangra en los poemas que musitan la historia secreta de los excluidos, secuestrados, presos y asesinados. En efecto, las estatuas, en tanto monumento, son el rostro impertérrito de una clase dominante y su cultura. Veamos. La palabra estatua se relaciona con el verbo latino “statuere” que, entre otras significaciones, designa las siguientes: “colocar, exponer, establecer, fijar”, o sea, se refiere al acto de “estatuir”, de configurar lo establecido, lo que es así y “nada más”. Desde este punto de vista, una estatua es unidimensional, tiene un solo significado: el de hegemonía de un grupo social, de una clase o de una etnia que son los que mandan e imponen los sentidos a la comunidad.

Pero “statuere” viene de “stare” que significa “estar de pie”, estar no más. Es la intemperie geocultural del pueblo, el lugar tiempo en que la memoria no cesa de hablar, en que el rumor de la “vida quieta» amordazado por años, quizá siglos, pide la palabra y, entre el griterío espantoso de los abajo, se convierte en voz de los sin voz. Es en estas profundidades donde brota la más alta expresión poética. Desde esos “reprofundos” resuena la dolorosa poesía de La Vida Quieta. El poeta, traspasando la imperturbabilidad de lo “estatuido” deja hablar la historia no escrita, la de las personas y no de los personajes. Su recorrido por las estatuas, especialmente de Córdoba y Buenos Aires, es una peregrinación (en su sentido sacro) hacia el centro de nuestras contradicciones.

Las estatuas dejan de ser alegorías (sinécdoques) del pensamiento dominante para ser metáforas (“más allá de”) de la poderosa cultura popular. Por eso la estatua de Garibaldi en la plaza Italia desencadena la imaginación de la prostituta en cuya cama todos gozan de anonimato cuando hunden su soledad entre sus piernas. Por un triste pago, un “desfile de héroes y fanfarrias”. Sin embargo, en lo profundo de su intemperie, “a todos les concede una caricia secreta/ con la secreta esperanza de que sea el héroe/ que todos estamos esperando”. En lo más secreto, poetiza la fe en lo que no existe, la esperanza de lo que está por venir.

En “Estatua 2”, el poeta se presenta sumido en el abandono y la desesperanza. Está cerca de una iglesia y “la gente se persigna como lamiendo en su pulgar la virgen/ como escupiendo con vergüenza un dios que llevan dentro, / como diciendo: Ahora…/ Pero es tarde”. Al final, nos chocamos con las estatuas de la Plaza Colón que “tiritan en bloque”. El poeta despliega la ironía. Sobre esas estatuas, “las palomas de otros versos” llegan “a cagar sobre náyades neoclásicas”. Mientras, “los estudiantes del Carbó salivan la fuente”. Según los historiadores, las estatuas de Plaza Colón fueron una donación de lo que quedó del pabellón argentino en la feria internacional de París (1889). Son las diosas griegas de la ciencia, el arte, la agricultura, la abundancia, o sea, de los privilegios de letrados y terratenientes. Son las diosas muertas del “Granero del Mundo”, son depositarias del furor laxante de las palomas, de la escupida de los estudiantes y de la angustiosa soledad del poeta.

Por otra parte, la vida quieta de la estatua de Julio A. Roca, coloreada por el vitral de la catedral de Bariloche, está custodiada por la policía. Al caballo le “duele el lomo por el peso criminal/ que hace un siglo carga”. Ese bronce “relleno de codicia es insensible al frío”, a la tinta, a la sangre, “a los gritos que atraviesan el tiempo”. El general parece un viejo bueno y los turistas se fotografían en su entorno. Pero la vida sigue hablando: “Una india pide limosna a la entrada de la iglesia. / ¿Qué tenemos para darle?” Secreta, a lo mejor inconsciente, alusión a cierta alianza reciente y horrorosa: civilidad, fuerza armada, curia.

En “Estatua 4”, el poeta “esculpe en el aire su recuerdo”. La materia poética es una estatua perdida que habitaba una de las pequeñas plazoletas en Av. Vélez Sarsfield y Bv. San Juan, en Córdoba. Es una figura del tiempo. El poeta erotiza la vida quieta, pone en actividad los recuerdos: “hubiera querido tatuarle en los pezones/ el color de mis besos…”. “Le acosé el pedestal con indecencias” y “le leí poemas que hubieran enternecido/ a cualquier bruja/ pero nada.” De golpe, “llegué una tarde y ya no estaba”. La estatua, ¿se había convertido en una “desaparecida”? “Cruzó el mar de la nostalgia”, “¿o duerme y sueña/ en un depósito de la municipalidad”? ¿Una sátira municipal, o algo más late en la entraña helada de la estatua?

En “Estatua 5 – “Bustos de Córdoba”, el poeta regresa al humor de un modo insólito. Pone en hilera los bustos erigidos en Córdoba (bustos, estatuas que sólo abarcan hasta el nacimiento del pecho o medio cuerpo): son veintiséis. Se mezclan caudillos bárbaros y civilizadores impolutos, poetas y payadores, radicales y peronistas. Es el amasijo informe de la realidad vital. Tanta opulencia “estatuida”, contrasta con la experiencia individual del poeta: busto es, también, seno. Eso que luego, procaz, besó tetas. Las busca en vano en los bronces, “y esta tarde es de humo/ y esta ciudad es mierda”. El humor demuele la visión de la Córdoba azul y beata, de bucólicas campanas.

Siguiendo esa línea semántica, el humor cultiva el ab-surdo («para sordos») cuando se solidariza con la famosa estatua del “oso polar en el centro de Córdoba”. A esa efigie “migrante”, (creo que hoy reposa frente al museo Caraffa), se la trajo, hace largo tiempo, para adorno del puente Antártida. Pero luego se dieron cuenta de que en la Antártida no hay osos: “Por eso sueña un témpano”, “sueña una sangrienta cacería de focas”. Hay, sin embargo, para el paradojal oso un hilo de esperanza: “Al centro de la piedra que lo guarda/ yo lo sé, / late su corazón helado y verde como el polo que lo espera/ donde algún día descansarán sus huesos”. Una bella prosopopeya define el poema, lo redondea de cierto halo feliz.

Siguiendo el mismo eje de sentido, incluyo “Estatua 11”, “El indio de las bolas grandes”. En 1937, “en la plaza de Resistencia”, Chaco, se erigió una estatua en homenaje al indio. La estatua resultó con unos genitales “escandalosamente grandes”: “fue primero castrado y después desaparecido”. Ese es el epígrafe aclaratorio que, en apariencia, informa sobre un hecho pintoresco, pero ese cuerpo mutilado y desaparecido alude a una memoria ancestral (el destino de los pueblos originarios), y a una más reciente dictadura genocida. Por un lado, el peso del poder sobre los desposeídos; pero, a su vez, la genitalidad vencedora del pueblo: “Era tan solo un indio, pero con unos huevos/ que las damas soñaron hasta que enrojecieron”; era un “indio callado” / “pero su sexo hermoso disparaba a los vientos/ la vergüenza del blanco, la canción de su sueño”.

En este punto, haría un apartado de desoladoras elegías. Comienzo este conjunto de poemas con “Estatua 7, Monumento al soldado desconocido”. Es la historia del primo Antonio que hizo la colimba en 1976. El poeta, “preso en otro mundo” en ese momento, “supo después” que su “primo campesino” fue chofer y “manejaba un camión más verde que el trigo en la noche”. Después, este ángel campesino”, sufría apariciones de ese camión “cargado de alaridos”. Tenía veinte años. No quería conducir ese camión. ¿Qué habrán visto sus ojos, que “nunca volvió a ser niño”, que “golpeaba a la mujer, los hijos”, / que “bebía hasta la locura”. Otra estatua, esculpida en el aire espeso de la memoria, de una víctima anónima de la dictadura: “quedaste más roto que los cuerpos/ que cargó tu camión”. Un soldado desconocido muerto “de horror, de borrachera/ pedacito de hombre, soldadito”.

La “Estatua 8” es el toro de la Sociedad Rural, “el animal más todo/ padre de toda la carne de la Patria”. Esa masa material, que parece venirse encima, es símbolo del poder de una clase y objeto de admiración de los visitantes ante la indiferencia de un gato: “bajo la lluvia, / sin luna y empapados contemplábamos la estatua, / debajo de su masa: un gato/ perfecto y seco/ nos miraba/ indiferente a nuestra estúpida admiración/ lamiéndose una pata/ nos miraba”.

La estatua 9 es la emocionante “Eva en el Chaco”. Para los argentinos, Eva hay una sola. Frente a su estatua los ancianos reviven la infancia y el momento fatal de su entrada en la eternidad. El poeta le habla a la estatua de Eva en segunda persona, le recuerda el momento en que pasó a ser bronce, a repetirse en “todas las plazas” con gesto de “modista buena”, con ademán de “maestra congelada”. Pero nadie se atrevió a insuflar en el metal “la furia de tu vida” / el rayo de tu sangre/ tu grito de revancha vengadora”. Es que Eva vive. “Desde la gran plaza del Chaco nos das tu bendición/ así tan sol cuesta mirarte, / así alumbrás todavía”.

En la misma serie, agrego otra estatua insurgente: la número 10. Es “La mujer de Lot”, la desobediente, la que elige no huir: “piedra blanca contra el cielo incandescente/ hasta disgregarse/ para ser polvo de palabras, / mujer sin nombre, pero, “la más sólida vergüenza/ de la lengua de Dios.”

La estatua 12 es la de Caperucita Roja en los “verdes bosques de Palermo en Argentina”. A su costado, una rutina de estatua inadvertida por todos, pero, desde otra paralaje, el mensaje secreto acerca del lobo acosador y artero: “Todo lobo es el mundo para todas las niñas/ y la lista del lobo resulta interminable”. Se desencadena, entonces, a partir de algunos casos como el de Martita, María Soledad, Ángeles, una retahíla de mujeres víctimas: ácido en la cara, ahorcada con alambre, violada entre tres, metida en una bolsa, con catorce puñadas, un tiro en la cabeza. Concluye con tres versos que son un “cros a la conciencia”: “Todo bosque la vida, / y cada treinta horas/ una Caperucita”. La crónica habitual se vuelve energía poética.

A partir de la Estatua 13, “Cristo de la catedral” las estatuas representan figuras de honda raíz cultural (al margen de creencias e ideologías). El poeta, a veces, tiene miedo que Dios exista, que se le aparezca y pregunte: “¿Qué has hecho de tu alma? La respuesta será que la “gastó viviendo”: “Pero que no se preocupe/ aún guardo un cachito/ que ha de servirme para escribir/ el poema que me debo”. ¿Sobrará algo para el Eterno Coleccionista?

“El Gran Capitán”, estatua 14, está dedicado al San Martín de la plaza central de Córdoba. ¿Qué nos señala con su dedo índice? ¿El futuro, el sol? Sobre el hombro, un hornero levantó su nido. El poeta reza: “Padre de la Patria/ ojalá pudiéramos estar sobre tus hombros”, como ese pájaro trabajador y libre, ese albañil que canta haciendo “su casa sobre el cemento de tu pecho”. No es extraño que el final de esta rogativa aluda al episodio bíblico de la crucifixión: “Padre nuestro/ muerto de olvido en el bronce de la plaza, solo una fecha para las flores. / Padre nuestro/ ¿por qué nos has abandonado?”.

La Estatua 15, “Busto de Perón” se organiza en torno a la extraña figura de un general que siempre sonríe. Esa sonrisa suscita una serie de preguntas: ¿por qué sonríe? La respuesta reúne armoniosamente las palabras de despedida del General y el tumulto de las multitudes argentinas: “O será que sigue escuchando nuestro canto en las plazas/ la maravillosa música de la sangre en jolgorio.” / ¿Será peronista?” Claro ejemplo de una poética que armoniza la palabra política y la acción popular. Digamos, la carne viva de las contradicciones.

Transitemos ahora a la estatua de “Cristóbal Colón”. Informa sobre una “tonelada de bronce al fin de la avenida” que agradece al rey los tres barcos que darían al mundo turismo, fútbol, jazz, democracia, tango, maíz, papa, garotas, chocolate y otras delicias. Pero, “el almirante hunde su rodilla en tierra/ con cuidado apoya la punta de la espada/ como con miedo de pinchar el globo, no vaya a ser que la verdad estalle/ se derrame cubriéndonos de mugre”. Obsérvese que cada poema es una oración adversativa: la segunda parte niega la primera. Y la negación es una apertura de posibilidades.

¿Qué nos dice “La Venus de Milo”? Ella “dejó los abrazos en un siglo remoto”, “cuando los brazos se le hicieron polvo/ solo para que no pueda taparse los pechos”. Y sentirá, alguna vez, que “esa tela que le cubre el pubis” caerá y “nos aturdirá de tiempo/ de luz/ de sexo/ de belleza/ toda la humanidad la estará viendo”. Ese “algún día”, de tinte escatológico, es una seña de una esperanza jamás desechada por el poeta. Tal lo que ocurre con la estatua 18: “El Dante”. No lejos del zoológico siente el hedor de infierno de las jaulas. Desde ese pedestal no puede salvar ni condenar a nadie: ni a los que “no se decidieron a ser buenos”, ni a los que “se atrevieron a ser malos”. Sin embargo, “en los tercetos de un poeta despechado/ el rostro de una mujer promete salvación. / ¡Es el amor! Gritamos y decimos su nombre.”

Queda, antes de llegar al centro de esta peregrinación, la estatua de “La libertad iluminando el mundo”. La primera parte relata el viaje de la colosal mujer y su armado.  La “pintaron los indios” y “la limpian los negros/ que se van a la guerra con su nombre en los labios”. La pulsión adversativa, tan frecuente en el libro y casi una clave de lectura, deshoja un “pero”. En efecto: “Los pájaros la evitan/ y no por su veneno, simplemente es que saben: / la Libertad son ellos”.

Se arriba así a lo que se podría llamar un culmen emocional y estético. Más aún, el sentido profundo que La Vida Quieta epifaniza en “Estatua 20- La Madre”. El poeta memora que, en todas las plazas de barrios y pueblos, la madre es representada “con un niño en los brazos y otro de pie a su lado”: “sentada y santificada en cada barrio/ porque todos quieren una de cemento o de bronce/ de mármol o granito. / ¡Una Madre!”

Todos anhelan colgarse de sus pechos y sentir su palma en la cabeza. ¿Qué haría el Club de Leones, que dona “estatuas quietísimas/ cada una en su quieto pedestal/ quietísima en la plaza”, sin las madres? Estamos ya, lectores, llegando a los últimos renglones del libro, a su mensaje final. Nos aturde la repetición del adjetivo “quieto” del título, enfatizado dos veces con el superlativo “quietísima”.

Es que nuestras Madres han puesto en marcha un movimiento de rotación, un arte cinético que convierte pañales en pañuelos. Los jueves el miedo muerde su rastro refulgente y el pueblo se refugia en el corazón de las “locas” que hacen tiritar el mundo: “Pero los jueves: Ronda, / monumento que rueda/ arte cinético en su pañal pañuelo/ un círculo de fuego es la angélica loca/ su niño es palabra blanca/ que le ilumina la cabeza”. La vida quieta insurge siempre, los “peros” del pueblo saltan el círculo ciego de la necesidad, su “música maravillosa” no podrá ser acallada. Y la historia empieza a peregrinar. Lo dice un poeta, y a ellos les fue otorgado el don del vaticinio.

Jorge Torres Roggero

Córdoba, 20/04/23

FUENTE: Vargas, César “León”, 2020, La Vida Quieta. París-Córdoba-Buenos Aires: Argos, Babel, Reflet de lettres.

Por Jorge Torres Roggero

1.- Un extraño burócrata

Ricardo Rojas, en Los Modernos, informa que Martín Coronado “…escribió una novelita, La Bandera (premiada en un concurso)”. En mis cirujeos por los arrabales de la literatura argentina es el único dato sobre esa obra editada y reeditada sólo en ediciones populares destinadas a un público heterogéneo y de reciente alfabetización. Eran épocas sin artilugios electrónicos ni audiovisuales. Además, es una obra sin crítica, es decir, sin lectores especializados. Por lo tanto, marginada del canon literario. Aunque existe una olvidada edición de ocho tomos de las obras completas de Coronado, La Bandera resulta de mínimo interés. Fueron la poesía y las obras de teatro las que merecieron algún trato académico.

La primera edición, de 1903, se debió a un concurso “histórico literario” organizado por LA SIN BOMBO. Era una fábrica de “cigarrillos y tabacos” que tenía su propia imprenta para imprimir, no sólo sus etiquetas, sino libros de diversa índole. Había sido fundada a mediados del S.XIX y eso explica su curioso nombre. Se refiere a un modo de publicidad. Un hombre se paraba en la esquina, tocaba el bombo para atraer al público y ponderarle la calidad de los negocios de la zona. La fábrica de cigarrillos era de tal excelencia que no necesitaba la ceremonia del bombo. ¿Vendrá de allí la expresión “bombo mutuo” para referirse a las sectas artísticas?

Les cuento, entonces, que vamos a abordar una desconocida novela de un semiconocido poeta de la generación de 1880: Martín Coronado (1850-1919). Es difícil encontrar detalles sobre su vida y obra. Por García Mérou, en Recuerdos Literarios, sabemos que publicaba poesía desde 1873; y, por Ricardo Rojas, que era íntimo amigo de Rafael Obligado. Ambos cultivaban un romanticismo tardío y tradicionalista que transitaba desde el tono íntimo al “patriotismo ciudadano”. Eso sí, siempre de tono antirrosista.

Junto a R. Obligado y otros amigos, fundaron la Academia Argentina con el lema “Artes-Ciencias-Letras” con dos propósitos: 1°. – Crear un Diccionario de Argentinismos que, según García Mérou, en 1878 ya tenía 4000 voces definidas y más de dos mil en estudio. Nadie sabía a qué manos fue a dar ese manuscrito. 2°. – Crear un teatro nacional, más aún, llegar a una ópera nacional. En otras palabras, nacionalizar la literatura y el arte. Ese nativismo ya fue suficientemente estudiado.

Desde 1877 comenzaron a pensar en un teatro argentino: se proponían estrenar tres obras por año. Lo lograron, pero con suerte adversa. Interpretadas por compañías españolas, sus creaciones carecían de la mínima repercusión. Mientras tanto, los actores y autores nacionales florecían en los locales frecuentados por las clases populares: habían comenzado en el circo y, de pronto, las compañías criollas parecían multiplicarse.

Ahora bien, en 1901, se produce una feliz conjunción entre teatro gauchesco y sainete: coinciden en el Apolo Ezequiel Soria y José Podestá. Fue así que, en 1902, se produce el éxito clamoroso de La Piedra del Escándalo de Martín Coronado. La obra se había estrenado sin consentimiento del autor según cuenta García Velloso en sus Memorias. Algo nuevo sucedía. Los artistas criollos despreciados por la crítica erudita de la época por considerarlos semianalfabetos, bajo la dirección de Soria, atrajeron hacia ellos producciones de autores nacionales que hasta entonces no se habían atrevido a ofrecerles sus obras.

La Piedra del Escándalo de Martín Coronado abre posibilidades a un nuevo modo de ver y hacer teatro argentino. Aparecen nuevos tópicos: la lucha entre el sembrador y el pastor, entre el chacarero gringo y el gaucho. El tano de Coronado no es todavía el del conflicto. Es un gringo bonachón que se entiende con el criollo y sus nietos son ya argentinos. El conflicto se da entre los nietos que se quieren ir del campo atraídos por las luces de la ciudad, por el lujo y el ascenso social, y los apegados al suelo. Fue así que la obra de Coronado superó 500 representaciones con sus tres actos en verso. Más aún, el pacífico escribano, burócrata del Registro Civil, se hizo famoso por un estilo titulado también “La Piedra del Escándalo”. La letra databa de 1891 y Pablo Podestá le puso música en 1902. Fue tan popular, que se realizaron numerosas grabaciones. La más famosa fue la de Ignacio Corsini, en 1931; y, en la película “Carnaval de Antaño” (1940) fue cantada por Charlo. Así, por impensados caminos, Coronado termina aportando a la historia del arte popular y orilla los arrabales del tango.

Pero, además, el poeta nos brinda otra sorpresa. En 1879 escribió un poema reivindicatorio de las Malvinas Argentinas. En ese año, se publicaron varios poemas, en general declamatorios, para recibir los restos del Gral. San Martín. El poema de Coronado se titula “La Cautiva”. Con eco echeverriano, invierte el opresor: ya no es una tribu, es un imperio. Propone recibir al héroe “con las caricias de la patria inquieta”. Sólo lamento e indignación ante la rapacidad británica: “cual víctima expiatoria/ a su cadena la amarró el pirata/ de aventurera historia/ para vengar la tempestad de gloria/ que a sus milanos desbandó del Plata”. Mientras los diarios, los políticos, los gobernantes, consienten una Argentina semicolonia inglesa, por lo menos los poetas alzaban la voz: “Pero el secreto de la mar ceñuda/ en cada oído lo dirá el poeta”. De él saldrá “perenne la canción guerrera/ como la luz a despertar la aurora, /como la chispa a reventar la hoguera”.

Ahora bien, habría que marcar la importancia del paisaje en el poema: “Allá, tras la neblina/ en que parece que a tocar sus brumas/ el cielo al mar se inclina:/ hay una tierra que nació argentina/ que en la borrasca se ciñó de espumas”. ¿No les recuerda el inicio de la “Marcha de Malvinas”? Todo se aclara si pensamos que esa letra fue escrita por Carlos Obligado, hijo de Rafael Obligado, que, desde niño, trató al gran amigo de su padre: Martín Coronado. Reminiscencias que le dicen.

2.- La novelita

Antes de paratextear, entremos en la trama de la “novelita premiada” que mentó Ricardo Rojas. La edición de 1933 que tengo ante mis ojos ya tiene una intervención paratextual del editor orientada a resaltar la figura central de una colección de su editorial: Juan Manuel de Rosas. Entonces la titula Rosas no cede y, entre paréntesis, el título que le puso el autor: La Bandera.

Ese es también el título del capítulo decimotercero y el anclaje simbólico del relato que, a su vez, cobra sentido si descubrimos que todas las acciones y todos los personajes desembocan en un centro emblemático capaz de anular odios y contradicciones. Es un hecho histórico, que, si bien suele ser escamoteado en los manuales de historia, resume nuestras luchas por la soberanía nacional: la batalla de la Vuelta de Obligado, símbolo fundante de la idea de soberanía nacional. Tampoco es casual, que tanto al comienzo como al final del texto, se exalte el pensamiento y la figura de Manuel Belgrano.

En un breve prólogo firmado por las iniciales C.C., el editor presenta a Martín Coronado como a un portavoz que “evoca un pasado de gloriosa y recordada fecha en el corazón de nuestros mayores”. Con él, “desapareció la tradición y el amor a las cosas pasadas”. En la primera edición de “La sin Bombo”, Martín Coronado había inscripto este epígrafe: “Las sombras de la historia se hacen luminosas con el tiempo”.

¿Es la “época oscura de la primera tiranía” la que muestra su faz iluminada? En efecto, llama la atención “la novelita”: si bien aparenta los modos del folletín ofrece una curiosa complejidad. Aunque el autor es un convencido antirrosista, explora un punto de anulación de la contradicción unitario/federal en un hecho histórico emblemático reforzado con un símbolo de todos.

Los personajes que nos interpelan son: 1) Una familia de peones criollos (Gregorio, Mariana y su hija Magdalena); 2) Son leales y agradecidos servidores del estanciero unitario (Don Luis) que conspira para asesinar a Rosas y se une a la escuadra francesa ayudado por los puesteros; 3) Magdalena, la bella y abnegada criollita perdidamente enamorada de Adolfo (hijo de Don Luis) que, a su vez, si bien la admira y la quiere como hermana, ama sin ser correspondido a una joven rubia de su clase; 4) Los sargentos federales Palma y Tabares. Palma, rústico, leal, respetuoso; Tabares, represor y perseguidor de unitarios. Ambos ostentan una lealtad a toda prueba a Rosas y un acendrado patriotismo frente al ataque de la flota anglo francesa. En realidad, los invasores, en la novela, siempre son franceses. 5.- Otros personajes: María, la posadera, guardadora de secretos, curandera, protectora de fugitivos. Es tía de Paulino, aculturado sobrino que ha viajado a Francia y habla un castellano fuertemente galicado. Paulino dice a su tía: “Je le parlerai como un gaucho”; y María le responde: “más te valiera el ruso o napolitano porque quien dice francés dice enemigo”.

Los federales son representados mediante la repetición de discurso de la cultura oficial que escanea siempre El Matadero y que luego se reduplicará con mayor saña en nuestros intelectuales (Sábato, Viñas, Martínez Estrada, Murena, Borges, etc.) para referirse al peronismo. Así, el sargento Palma es “hombre fornido como de 40 años; “chato de cara y de cerdosos bigotes signos reveladores de su origen indio”, “pero siente la obligación de servir con alma y vida al país”. El sargento Palma es respetuoso y ferviente enamorado de Magdalena. Aunque no correspondido, en cierto modo da la vida por ella.

El estanciero Luis, por su parte, es un “criollo liberal”, que considera a los federales “agentes del tirano”. Frente a las “iras populares”, se apoya en el extranjero, conspira, emigra. Para él, “la cuestión era concluir de una vez, matar a Rosas y matar con él la tiranía”.

Adolfo, el hijo del unitario, ha sido educado por un viejo amigo de su padre, austero, discípulo y admirador de M. Belgrano. De un “patriotismo implacable”, “forma el cuerpo y el espíritu del niño en la escuela ideal del educacionista-soldado.” Por eso Adolfo sufre un profundo cambio, cuando huyendo por el río, contempla cuando una cañonera francesa destruye una barcaza federal: “Una oleada de ternura y de entusiasmo lo arrebató a pesar suyo hacia aquellos hombres; todos sus pasados enconos se borraron y estalló en él de improviso, como una llama oprimida, el fuego del patriotismo exaltado que había encendido en su corazón el austero profesor, amigo de su padre, que lo educó en la escuela y el culto de Belgrano”. Ahí se convence de que, cuando amenaza el enemigo extranjero no hay ni debe haber unitarios y federales”.

Al final, Don Luis, que ha desembarcado con los franceses, al ver ultrajada la bandera que envuelve a su hijo muerto, siente “como si el pálido sol de la bandera cautiva derramara una luz misteriosa en su pensamiento oscurecido, veía y comprendía al fin”. Y se lanza también a la muerte. Unos al grito de ¡Viva Rosas!; otros, al de ¡Viva la libertad!, dan su vida por la patria abrazados a la bandera. ¿Un intento de sellar la vieja “grieta argentina”, de superar la “ley del odio” que describió Joaquín V. González? Coronado promovía un “patriotismo ciudadano” y un incipiente asomarse al “otro”.

Párrafo aparte merecerían las magistrales descripciones y observaciones de Coronado sobre el ámbito natural convertido en escenario épico. Todo ocurre en San Pedro, su puerto, su laguna y el paisaje de las barrancas del Paraná con sus escondrijos secretos. La naturaleza es un personaje vivo, la tierra patria cobra un relieve protagónico y merecería un detenido estudio: el paisaje como significante esencial de la soberanía.

3.- Paratexteando

Simplificando, llamemos paratexto a todo lo que rodea o acompaña al texto. Generalmente, lo produce el autor y funciona como instructivo y guía de lectura. Los paratextos incluyen ilustraciones, prólogos, gráficos, títulos de la obra o de capítulos, epígrafes, índices. Se podrían nombrar otras formas, pero lo que aquí interesa es lo que llamaremos: invasión del editor. Algunos los llaman peritextos. Los redacta el editor, rodean el texto principal, pero se encuentran en el interior del libro. Sería como una necesidad de la industria cultural. Su despliegue tiende a movilizar un ámbito peculiar, un público en que la cultura popular es un vector de sentido. Con fuerte inserción en lo cotidiano y sus modos de lectura, arman en los alrededores del texto un collage de códigos populares.

No bien abrimos La Bandera, nos encontramos con la portada avisándote que se trata de un tomo de la Colección La Tradición Argentina de J. Rovira, editor, que aparece los viernes, que es el tomo XXV, del Año II, N°25 del 3 de febrero de 1933. Ni la fecha de edición es casual: ese día de febrero es el aniversario de la batalla de Caseros.

Yendo a la retiración de tapa, nos sale al paso la publicidad de dos colecciones: 1) Colección Misterio. Aparece todos los martes, cuesta 30 centavos y lleva 111 títulos de diversos autores. Entre ellos: Edgar Wallace, Van Dine, J.S. Fletcher, Rufus King, Edgar Rice Burrough, Sax Rohmer. Pero a mitad de página, nos asalta otra colección: 2) Biblioteca Mi Novela que aparece todos los miércoles y lleva 76 entregas a 30 centavos. Se pueden hallar en ella novelas de Pérez Galdós, Bazin, P. Loti, Bourguet, Theuriet y muchos más de gran circulación en esos días.

En la retiración de contratapa la publicidad se refiere a Revista Mi Novela, “la revista de los libros para toda la semana que ya lleva 86 entregas siendo la última Ramuncho de Pierre Loti.” Esta publicidad es intensificada en la que sería la última página donde se pregunta con letras mayúsculas: “¿SEÑORITA O SEÑORA?” y, en un recuadro inferior: “Ud., sólo podrá saberlo si lee esta admirable, sugestiva e intensa novela de WILKI COLLINS que publicaremos en el próximo número de REVISTA MI NOVELA. 20 centavos el ejemplar.”

La Biblioteca La Tradición Argentina ofrece libros sobre el pasado argentino con “relatos de palpitante emoción y colorido, en los cuales se evidencia la fuerza y la altivez de una raza”. Presenta 22 títulos que van desde Eduardo Gutiérrez y sus truculentos folletines sobre la mazorca, pasando por D.F. Sarmiento, M. Cané, Fray Mocho, José Mármol, César Duayen. Es una serie literaria que refuerza el relato organizador de la Argentina oligárquica, pero que los sectores populares parecen “leer al revés”: se privilegian textos en que se exalta la rebeldía y lo que llaman “altivez de la raza”. Veamos. A partir de la p.129 (sobre 158) la publicidad (paratextos del editor) ocupa una carilla. Ofrece un título: Camila O’Gorman. Se lo presenta como el crimen del cual Rosas se arrepintió. Se alude al personaje como la “dulce, la tierna, la enamorada mujer que había escuchado la voz del amor”. Habla de intervención vana de Manuelita Rosas y presenta a Rosas, en su destierro, lamentándose de ese solo acto.

La Biblioteca La Tradición Argentina es presentada como “la mejor, la más moderna y la más completa de las ediciones de obras de escritores argentinos que se dedicaron a escribir la historia y su leyenda, su epopeya y la de sus nobles hijos, los valientes y los ya casi desaparecidos gauchos”. Se intenta intensificar el pasado mediante el “libro típicamente argentino que deben leer todos los argentinos”.

En la p.142 se publicita Pecado Mortal de Andrés Theuriet. En rebelión contra “religión, moralistas, padres ¡todos!” el autor sostiene que: “No hay pecado mortal donde hay amor (…) enloquecedor arrebato del espíritu, de los sentidos”. La novela es presentada como “intensa”, con palpitaciones de “placer y dolor”. Pertenece a la Biblioteca Mi Novela y se incita al lector: “exíjala y hágala reservar con tiempo”. Como siempre, se ponderan presentación y precio.

En la p.153 se ofrece “lucha…pasión…intriga” en una novela de la Colección Misterio titulada Tarzán y los piratas: una sucesión “de aventuras escalofriantes” en “un lugar de pesadilla”. Por último, en la página 159 ofrece para “el próximo jueves”, a 20 centavos, bajo el título de Sexton Blake, “dos originales aventuras de emoción”, con “siniestras maquinaciones”, “una ingeniosa estafa” y “un vuelo en aeroplano” que confirma al detective en “sus descabelladas teorías”.

Llegamos a la contratapa que presenta la Biblioteca Sexton Blake: “hermosos libritos de cien páginas en formato 8” y tapas atractivas en color, conteniendo cada uno una misteriosa historia de aventura.

Se conforma así un plan de lecturas que se distribuye a lo largo de cada día de la semana. Se apela al misterio, a realidades suprarracionales, a la acción y a la aventura. Los lunes la Revista Mi Novela induce a los laberintos del pecado, el amor, los sentidos. Los títulos, con prevalencia de la palabra “mujer”, parecen dirigirse a un público preferentemente femenino. Los martes, se apela al misterio y su costado suprarracional; el miércoles, la Biblioteca Mi Novela profundiza algunos temas de la revista del mismo título y ofrece novelas en que se acentúan las complejidades del amor, de la relación hombre/mujer; el jueves, se ofrecen las aventuras de Sexton Blake y el viernes: a cultivar la fibra patriótica con los libros de la Biblioteca La Tradición Argentina. Habría, sin dudas, mucha tela para cortar si nos detuviéramos en el análisis de estos paratextos. No es mi intención en este momento y, como ando “cirujeando”, me conformo con unos hilitos para quedar “prendido” en la “gran trama” de ¿nuestra literatura?

4.- Sexton Blake

Voy a tirar de un hilito suelto: veamos la contratapa de La Bandera con su publicidad de  146 libritos de cien páginas a 20 centavos: Biblioteca Sexton Blake. Sexton Blake, personaje de ficción, detective protagonista de tiras cómicas, novelas, obras teatrales. Abarca más de 4000 historias de unos 200 autores diferentes. Aparecieron en una amplia gama de publicaciones británicas e internacionales desde 1893 hasta 1978. Entre 1915-1948 tuvo su propia revista: La Biblioteca Sexton Blake (Sexton Blake Library). Advertimos, entonces, que la publicidad se refiere a una traducción y las traducciones se hacían en España. Según se afirma, de esa conjunción provienen esas extrañas muletillas que adornan las novelas de Roberto Arlt y chispeaban en la lengua coloquial de otras épocas.

A medida que pasaban los años, el personaje fue mutando. En sus comienzos, Sexton Blake fue creado según el modelo de los detectives del S.XIX. Después de 1919 se volvió mucho más entregado a la acción que Holmes y enfrentó enemigos memorables. Con el tiempo, la Biblioteca Sexton Blake logra inmensa popularidad con historias más actuales influenciadas por la ficción pulp estadounidense.

Dentro de la misma línea, en Argentina, habría que considerar a la revista Tit-bits. Fue publicada desde 1919 hasta los años cincuenta. Tenía mayor tamaño que los pulp, que eran libritos como los de editorial Rovira (La Bandera) y utilizaba el mismo tipo de papel tanto adentro como en la colorida tapa. El subtítulo decía: “Revista argentina ilustrada de todo lo más interesante, útil y ameno de los libros, periódicos y colaboradores del mundo”. Tit-Bits también publicaba aventuras de Sexton Blake junto adaptaciones de grandes obras de la literatura universal. Era una lectura de mi niñez. Por supuesto, no sabía nada de literatura, de clásicos, de grandes escritores de occidente, pero, de algún modo, los leía. Claro, de segunda mano. La lectura, ¿era una forma popular de ocio en tiempos en que todavía no reinaban ni la radio, ni la televisión, ni las redes?

La temática de las ediciones populares era extraordinariamente amplia: basta considerar el menú semanal del editor de La Bandera. A veces, aumentaban la tirada tocando temas pocos frecuentes, incluso tabúes, como el sexo. En los relatos hay de todo. Pensemos que en TitBits, Aventuras, o El alma que canta, publicaron, para ganarse el pan Vicente Barbieri, Conrado Nalé Roxlo, Dardo Cúneo. En los pulps no es raro encontrar, junto a textos descartables, joyas de Paul Anderson, Ray Bradbury, Raymond Chandler, Robert Howard o H.P. Lovecraft.

El signo de nuestra cultura es el mestizaje, y es un hecho que las influencias y modas extrañas son producto de cruzas culturales que se entreveran en el hervidero nacional haciendo de cada texto -aun el más selecto- un vocerío.

Es así como a través de un desechado librito amarillento y astroso, con papel de mala calidad y con tapa de colores vivos, con una contratapa dedicada a la copiosa Biblioteca Sexton Blake, con su publicidad en páginas interiores, surfeando paratextos y peritextos arribé a un libro póstumo de Leónidas Lamborghini: Los últimos días de Sexton y Blake.

5.- Sobre los pluri y los uni

Leónidas Lamborghini retoma la figura del multifacético Sexton Blake de los “libritos”. Pero ahora el detective de “descabelladas teorías” se desdobla o se auto percibe como dos personajes o fantasmas que se entregan a las más estrafalarias aventuras. ¿Suceden o son agobiantes delirios, alocadas fabulaciones? ¿Es uno solo que, echado en el camastro, no cesa de imaginar o es un dúo explorando “el otro lado”?

Todo comienza cuando Sexton Blake padece un despertar agitado. Frente al espejo, descubre que ya no es Sexton Blake sino Sexton y Blake: “Blake, al lado de Sexton en el camastro, le hablaba al oído: trata de convencerlo, una vez más, de volverse loco como él…”

Este desdoblamiento del personaje ya común a tantas ficciones (¿Sexton cuerdo, Blake loco?) nos arroja, existencialmente, a un territorio en que lo fantástico es elevado a una segunda potencia. Es el aspecto farsesco y trágico, a la vez, de un estado desaforado del ser (“un fuera de sí”) y poblado de “fasmas”. Por supuesto, no es la primera vez que ocurre este tópico en la literatura: uno que es dos al mismo tiempo. Pero, en este caso, el que se desdobla ya es, literalmente, un personaje de ficción.

Sexton y Blake se sentían acosados por “eso” a lo que llaman el “galgo”. Estaban convencidos que ellos eran la “dificultad”. Tal asedio, los llevó a la idea de suicidio. Rechazaron las prescripciones de los psiquiatras y eligieron como catarsis “un inventado ajedrez suicida y el giro en círculos”. Dudo, el perrito que habían recogido de la calle “paraba la oreja cuando escuchaba la palabra “galgo”.

El ajedrez inventado los ponía eufóricos. Otras veces, era el turno de la otra catarsis: el trote en círculo. Mientras giraban sobre sí mismos en el cuartucho “saltaban y gritaban (…) se tapaban los oídos (¿qué escuchaban?). Batían palmas. Flatuleaban (…) como ebrios rodaban por el piso (…) Después dormían tranquilos, profundamente, como si supieran lo que hacían”. Pero el galgo siempre aguardaba despierto.

En una especie de psicoanálisis, recuerdan, a retazos el “altar de la infancia” que contiene una pelota, un balero, canicas de colores, una rueda de bicicleta y un triciclo. La disposición gráfica del texto intensifica la introspección. Sexton y Blake, de rodillas en el piso y en actitud de total recogimiento: “A la caída de la tarde dos niños septuagenarios musitando a dúo la palabra/ vereda”. ¿Por qué septuagenarios? Porque, cuando Lamborghini trajina con sus fantasmas, el personaje de historieta ya ha cumplido 70 años. Lo terrible es que, sobre el asiento del triciclo, “todavía estaba el cuchillito con que destripaban las orugas para ver como sufrían”.

Sexton y Blake a veces salían del tabuco a la madrugada. Convertidos en fantasmas, asustaban a los vecinos. Gracias a la pesada broma, no faltó quien “se arrojó al vacío estrellándose contra la vereda”. Sexton y Blake, fantasmas, se escabullían entre las sombras. Luego juraban que nada habían hecho: “¡Jamás los hemos hecho! ¡Podríamos jurarlo!”.

Los dos amigos eran “lectores ávidos de libros de aventuras”. Tras leer Moby Dick, salieron del tabuco convertidos en cazadores de ballenas. Afuera, debieron afrontar las furias de una tormenta. Se imaginaban náufragos, en un bote salvavidas, en alta mar. Así pasaron la mañana, y la tarde. A la noche, regresaron al tabuco y “encendieron el primus primitivo; al calor empezaron a secarse las ropas, tomaron unos tragos de alcohol…y después volvieron a apoyar, otra vez, el oído en el libro”. Una maravillosa metáfora de cómo la lectura nos “desafora” y nos “destiempa”, nos traslada a un mundo lleno de sonidos turbulentos y voces tormentosas.

Sexton y Blake, con la herida sin cerrar de tantos dislates cometidos, buscan resarcirse con algún logro que superara sus posibilidades. En esos días de búsqueda, descubren un posible camino en la geometría. Cuentan con un manual, robado en una librería de viejo, y “se dedican a la geometría”. El libro les plantea el problema de la cuadratura del círculo. En sus frustrados intentos disfrutan, de a ratos, “el lampo de luz; esa recortada claridad”. Buscan “la solución de la no solución”. Sopla un eco de metafísica marechaliana en ese amarrarse “a la voluntad del centro mismo”, a la perfección que “permanece en su paz geométrica”: “Noche. Cerraron el volumen, no la herida”.

Otro enigma que se les plantea es la aparición de una “huella” en el tabuco: “el talón, la planta y los cinco dedos”. La huella de un pie humano que no era la de los suyos. No se atreven a borrarla. Nada la explica, pero está a la vista. La huella dentro del ropero, debajo del camastro. Miran, inspeccionan: “Nada. Nadie”. Conclusión: “Esa huella está equivocada”. Es de “otro lugar”. “Entonces se atrevieron a borrarla”. Por supuesto, queda pendiente el análisis de los símbolos latentes en el episodio de la “huella”.

En capítulo “Taller de poesía” los personajes intentan expresar “en unos pocos versos, su situación de septuagenarios a la espera del final”. Después de una laboriosa y disparatada discusión, llena de sentidos latentes, logran construir una cuarteta. La expresión: “el misterio afonde”, con una palabra inexistente, los lleva a recordar a Almafuerte, a Baudelaire (“au fond de l’inconnu”): “una vacilación entre sonido y sentido”. Por fin, admiradores de Discépolo, determinaron que “afonde” aportaba un “toque cómico e irónico”. La cuarteta quedó así: “Somos como ruinas, / que fatal caminan, / hacia el hoyo donde/ el misterio afonde”. Sexton y Blake saltaron de alegría.

Los personajes caen por fin en “la gran ilusión”. Vagabundeando, se convierten en discípulos de Samarella, autor de la “Teología de la Distorsión” que postulaba que, para vencer al Mal, había que combatirlo con el Mal. La expresión algebraica resultaba: “Mal x Mal = Bien.” Desde jóvenes, Sexton y Blake eran parte de la “Secta de Samarella” que había reemplazado las tres virtudes teologales (Fe, Esperanza y Caridad) por “salud, dinero y amor”. Samarella excomulgado, la secta perseguida y dispersa. ¿Cómo podrían seguir viviendo Sexton y Blake después de la gran ilusión perdida?

De a poco, nos vamos acercando al final. Sexton y Blake “dejaron las filas del “unilateralismo” para enrolarse en el “multilateralismo”. Referentes de la militancia “uni”, su conversión en “multis” provoca conmoción en todos los medios. Los “unis” los tratan de traidores; los “multis”, sospechan. Los dos amigos, sacándose las máscaras, no cesaban de reir. Esta era la disputa:

“Para los “uni”, la realidad tenía un solo costado o lado; para los “multi”, muchos.

Para lo “uni”, la realidad era un lado, el lado de la realidad; para los “multi”, los lados de la realidad sumados eran la realidad misma.

Los “uni” no abrigaban dudas acerca de que la realidad mostraba un solo lado, que era su lado, pero no conocían cuál era ese lado, aunque estaban empeñados en descubrirlo. A su vez, los “multi”, fijas sus mentes en la idea de la multiplicidad de esos lados, no terminaban de acertar sumarlos a todos para obtener como resultado, la buscada realidad con el mismo ahínco que los “uni”.

Sexton y Blake vertían enunciados sobre la realidad acudiendo a la lógica del disparate. Cuando una comisión de Ambos Plenarios (“multis”, “unis”) allanó el tabuco, los amigos estaban jugando al “juego del ventilador de techo” que habían inventado. Consistía en atribuirle al ventilador la facultad de hablar. Cuando irrumpieron las comisiones, las palabras elegidas eran “unis” /tontos—“multis” /tontos”.

Por más que explicaron que su inocente divertimento era para encontrar “puntos comunes en la percepción de la realidad de las dos facciones”, fueron condenados a prisión y exilio.

Siguiendo la lógica de los locos, los dos amigos recorren en harapos Europa, llegan al Tíbet, hasta que un monje, al “encontrarlos se reencontró con él mismo” y los invitó al monasterio.

En un mundo fantástico y desaforado, los agonistas, desdoblamiento de un personaje ficticio, reaparecen: “Rapados, vistiendo parduscos hábitos sacerdotales, se los podía ver leyendo siempre Titbits, libro sagrado de los tibetanos”. El monje, en el postrer suspiro, les reveló que, si descifraban el sentido de unas líneas allí escritas, alcanzarían la santidad.

No las descifraron. Al final: “Regresaron. Ni rastros del tabuco. Ni rastros de los “uni” y de los “multi”. Estaban solos en una ciudad -la que habían dejado obligados- de calles desiertas. Levantaron la vista. Habían llegado al final del camino: del otro lado de esa realidad nada había.” Lamborghini, transitando vías propias de nuestra historia literaria, entre la farsa marechaliana y el grotesco discepoleano, nos expulsa de la vida ordinaria. El popular Titbits cobra categoría de libro sagrado y sus versículos ocultan un secreto de santidad que ni Sexton, ni Blake, logran descifrar. Paratexteando hemos arribado “al otro lado”: ¿“no hay nada” como sostiene Lamborghini o hay rastros del “dedo divino” como asegura Kusch?

Yapando hilos de colores, hasta aquí llegué. Quedan pendientes de consideración los profundos posibles abiertos por Lamborghini. Sólo quería relatar cómo partiendo de los paratextos de la “novelita” de Martín Coronado, en su edición de 30 centavos, 1933, recalé en la multifacética revista Titbits de mi infancia, la profusa Biblioteca Sexton Blake y arribé, sin esperarlo, al luminoso libro de Leónidas Lamborghini. Pero, todavía Últimos días de Sexton y Blake nos ofrece otra sorpresa. La edición pulcramente editada nos convida con una impresionante serie de paratextos. No son del autor, tampoco del editor, son extraordinarias ilustraciones de Adriana Yoel que se acoplan e intensifican el texto con collages de tapas de Titbits y Sexton Blake Library. Paratextear, cirujear, yapar hilos secretos de un gran tejido que nos envuelve. Vacilantes, “apoyamos los oídos, otra vez, en el libro”.

Jorge Torres Roggero

Profesor Emérito Universidad Nacional de Córdoba

FUENTES:

Coronado, Martín, 1933. Rosas no cede (La Bandera). Buenos Aires: J.C. Rivera Editor

García Merou, Martín, 1915. Recuerdos Literarios. Buenos Aires: La cultura argentina.

García Velloso, Enrique, 1942. Memorias de un hombre de teatro. Buenos Aires: Ed. Guillermo Kraft.

Lamborghini, Leónidas, 2011. Últimos días de Sexton y Blake. Ilustración Adriana Yoel. Buenos Aires: Paradiso Poesía

Oyuela, Calixto, 1950. Poetas Hispanoamericanos, tomo II. Buenos Aires: Academia Argentina de Letras.

Rojas, Ricardo, 1948. Historia de la Literatura Argentina. Los Modernos II. Buenos Aires: Editorial Losada

Torres Roggero, Jorge, 2005. Dones del canto. Córdoba: Ediciones del Copista

La patria1.- Lastimarse la mano

Iniciamos estas reflexiones con una primera sospecha: bajo su aspecto de chatarra, el hombre Robot, una de las prosopopeyas recurrentes en la obra de Leopoldo Marechal, esconde cierto «lustre de metales alquímicos». Tal conjetura, nos inclina a considerar dos modos de conocer imprescindibles para acceder a un “pensar total”: el símbolo y la alegoría. En los textos que vamos repasar, ambos se entrecruzan y dialogan.

Según G. Durand[1], la alegoría funciona como una traducción concreta de una idea difícil de captar o de expresar en forma simple. Por ejemplo, cuando representamos a la justicia como una persona que castiga o absuelve, estamos configurando una alegoría. Si esa persona está rodeada por ciertos objetos o usa de ellos (espada, tablas de la ley), compone un emblema. Por último, si se recurre a una narración como ejemplo de un hecho justo, real o alegórico, se trataría de un apólogo. Los signos alegóricos, postula, remiten a una realidad significada difícil de presentar..

Ahora bien, si el significado es imposible de representar, entramos de lleno en la imaginación simbólica. El signo, en tal caso, no sólo denota un significado, sino que, a la vez, se orienta a un sentido. No se trata de una abstracción o noción generalizante, diferente de sí misma, sino de la idea misma hecha sensible, encadenada, fuera de un programa conceptual: «El símbolo, como la alegoría, conduce lo sensible de lo representado a lo significado, pero, además, por la naturaleza misma del significado inaccesible, es epifanía, es decir, aparición de lo inefable por el significado y en él».[2]

El dominio predilecto del simbolismo es, entonces, lo no-sensible bajo sus más variadas formas: inconsciente, metafísica, surreal, sobrenatural. Cosas ausentes, imperceptibles. Lo epifánico prefigura la   emergencia de un sentido latente, instruye sobre la aparición de algo misterioso o, por lo menos, extraño. Tales, en resumen, algunas conclusiones de G. Durand.

En Leopoldo Marechal, si bien aparecen alegorías, recurso retórico peticionado por la didáctica en su carácter de metalenguaje básico dirigido sobre todo a la fijación de la figura del seudogogo o propalador de la palabra falsa, todas las imágenes se resuelven mediante lo que él denomina «energía viviente del símbolo».

Destacar su importancia, nos arroja sin más a un sistema de configuraciones que funciona como un laberinto.[3] Imaginemos, por ejemplo, un   conjunto de alegorías, que leído como una totalidad genérica (novela, poema, cuento), concluye por fraguar un símbolo como forma operativa de intelección y representación de lo decible pero no dicho.

En consecuencia, rastrear símbolos en la obra de Leopoldo Marechal puede constituirse en un viaje infinito. Interminables itinerarios entrelazan una red numerosa y dialogante: la doble batalla, la teatralidad, Gog y Magog, la Cuesta del Agua, la alquimia, la cruz, la vestimenta, el viaje, la guerra, el laberinto y tantas otras que podrían agregarse a esta nómina inconclusa. A veces parte de una alegoría como figura inicial. Por ejemplo, el banquete es una elección muy racional y cargada de lastre filosófico, pero constituye el umbral para una entrada a diversas vías de aproximación simbólica (bíblicas, alquímicas, míticas). Baste memorar estos dos caminos iniciales de la figura inmemorial del convivio y su primera bifurcación: por un lado, es deipmon (comida), alimento del cuerpo; y, por otro, potos, (conversación), presencia del espíritu. ¿Qué mensaje estaba depositando Marechal en el humus fértil del corazón del pueblo cuando hablaba de dos batallas? ¿Qué tienen que ver la batalla terrestre y la batalla celeste con el destino individual y social del sujeto histórico concreto? ¿Qué pito toca el argentino de carne y hueso?

 La obra de Leopoldo Marechal es tan amplia que resulta, sin duda, difícil tratar de definir cuál es el mensaje que nos deja en relación a la patria y su historia, al mundo y su futuro en el milenio. Citaría, para comenzar, una estrofa suya que nos habla acerca de lo que le secreteó el surubí al camalote: “No me dejo llevar por la inercia del agua/ y remonto el furor de la corriente/ para encontrar la infancia de mi río”. El que retrocede avanza y el que avanza retrocede. Quizás en este camino del surubí esté diseñado el camino que Marechal nos trazaba para una posible lectura de sus obras y también para rastrear el sentido que daba a la literatura. Pensemos en el surubí: un pez que navega contra la corriente en busca de la infancia del río, es decir, de un centro primordial, de una fuente de agua viva, de un lugar de alegría: la palabra primera.

Por eso, lo que me interesa destacar ahora es su abordaje del sentido profundo (pienso en Bajtín) y su tratamiento del símbolo. No el símbolo literario, sino el símbolo como una energía viviente, como soporte para el salto metafísico. Marechal lo repite constantemente: consideraba al símbolo en el sentido epifánico del Evangelio. Repetía con frecuencia la frase de la escritura que dice: “La letra mata y el espíritu vivifica”.

Seguía, en consecuencia, una tradición que arranca en lo más profundo de la cultura occidental y, en esa búsqueda, estaba pronunciando a sabiendas una epifanía sobre el destino de América. En sentido guenoniano, rastreaba el lado interno del Verbo, sede de la universalización de nuestras esencias. Denunciaba todo lo que había de profanatorio “en la utilización meramente literal de los mitos y de las literaturas tradicionales”. Cuando eso se da, la consecuencia es terrible: la letra matando al espíritu es un suicidio riguroso. Y las modas que se reducen a una mera literalidad carecen, para Marechal, de todo futuro posible.

Desde su perspectiva, la literatura tiene un valor terapéutico. Por eso hablaba de “la energía viviente de los símbolos”. Se trata de un “arte de vivir” no apto para pseudogogos, es decir, para los profesionales de la letra muerta. Los pseudogogos son aquellos que enseñan desde la letra muerta, los prisioneros de cierta literalidad mutilante que conlleva el degüello de la alegría y la belleza.

Toda la obra de Marechal exige una lectura en clave simbólica: simbolismo del viaje en Adán Buenosayres; simbolismo escatológico de un final de finales en El Banquete de Severo Arcángelo que es el libro que, a lo mejor, hoy tenemos que leer para desentrañar el misterio del milenio; pero, además, ese Megafón que, escrito en horas cruciales de la patria, despliega el simbolismo de la guerra.

Cualesquiera sean sus símbolos (el viaje, la guerra o el tiempo final) la obra de Marechal se refiere siempre a aconteceres del hombre, de la cultura y del cosmos. Es muy importante tener en cuenta esto para entender qué es lo que dice cuando habla de patria celeste o de patria terrestre, de lo contingente y de lo absoluto. Es necesario distinguir entre una historia que podríamos llamar profana, o sea, lo que para Marechal es el aspecto inferior del mero acontecer, y la historia sagrada. El simbolismo es, entonces, la vía de conocimiento que Marechal elige en una edad sombría en que predomina el racionalismo reductivista. En ese sentido, es interesante el uso del simbolismo solar y el simbolismo lunar. El sol, símbolo del corazón, del intelecto amoroso; y la luna, con su luz prestada, símbolo de la razón refleja. “Reflexionar”, “especular”, son palabras que se pueden relacionar con reflejo y con espejo, con la luz lunar, luz penumbrosa de la edad sombría.

Marechal, hablando del descenso y ascenso del alma por la belleza, postula que la razón busca poseer una esencia viva, pero sólo logra un concepto helado; la razón dice, opera como el espejo que sólo toma y devuelve una imagen del objeto enfrentado con él y no el objeto mismo que sólo puede ser aprehendido por el intelecto amoroso.

Es apasionante, también, la aplicación a nuestra realidad nacional de los grandes simbolismos tradicionales. A través de esos símbolos universales, que están en todas las culturas, logra una síntesis, une las mitades dispersas: la de la pertenencia a una tierra, a un destino peculiar, individual, singular, y la de la participación en una humanidad y un cosmos. Por eso es bueno recordar el simbolismo que despliega en Megafón: el de la figura inmemorial de la víbora, en que la verdad más alegre, la verdad del pueblo, refulge victoriosa. Como la víbora, el pueblo rompe siempre la peladura de los viejos figurones, y deja ver, en el momento exacto, su piel brillante, su verdad incontrastable.

Por último, respecto al tema de los simbolismos, quizás es bueno acordarse de un fragmento de Marechal referido al extraordinario poder del lenguaje simbólico. Nos habla de que cómo los símbolos que parecen muertos, alguna vez resucitan; de cómo, este camino de la búsqueda y construcción de la patria terrestre de acuerdo al plano eterno de la patria celeste, es un camino que implica toda nuestra vida y que la lectura de los símbolos es una lectura que supone un compromiso.

Quizás lo más hermoso que se haya escrito sobre los símbolos, sobre su valor y sobre su energía, sea este conjuro de El Banquete de Severo Arcángelo[4]: “Hay símbolos que ríen y símbolos que lloran, hay símbolos que muerden como perros furiosos y símbolos que se abren como frutas y destilan leche y miel; hay símbolos que aguardan como bombas de tiempo junto a las que pasa uno sin desconfiar y que revientan de súbito pero a su hora exacta; hay  símbolos que se nos ofrecen como trampolines flexibles para el salto del alma voladora y símbolos que nos atraen con cebo de trampa y que se cierran de pronto si uno los toca y mutilan entonces o encarcelan, y hay símbolos que nos rechazan con su barrera de espinas y que nos rinden al fin su higo maduro, si uno se resuelve a lastimarse la mano”.

 2.- El toro por las guampas

Resucitar símbolos mediante una poética, puede configurarse como una tarea revolucionaria. Megafón[5], la gran voz militante, organiza operativos incruentos para desnudar la traición de la oligarquía. Ayer, como hoy, su supervivencia depende de que el imperialismo la sostenga de las agallas. En su “horizonte mental” no cabe una noción de Patria, tampoco la rapsodia de sus destinos posibles.

Lo que pasa es que un horizonte es un círculo cerrado, y la Patria es “un animal viviente” que se desenrosca en expansión y en exaltación: “Usted habló recién de un pueblo “sumergido”, y yo diría que la verdad es más alegre. Cierto es que la vieja peladura lo ciñe y ahoga exteriormente; pero la Víbora ya construyó debajo su otra piel. De modo tal que ahora, mientras los figurones externos consuman la muerte de una dignidad y la putrefacción de un estilo, la piel externa de la Víbora quiere salir a la superficie y mostrar al sol sus escamas brillantes. “- Y quién es la Víbora?” – inquirí en mi falso desconsuelo. “- La Patria” – dijo Megafón”.

En un país en que el coraje militar, después de haber sido ejercitado contra el propio pueblo, se ha reducido “a una mera costumbre administrativa”, deja de ser “una fuerza o esfuerzo del corazón”. Ya “no hay soldados”, apenas si tenemos “fuerzas armadas”.

El pueblo, entretanto, sumido en los trabajos y los días del país real, se entrega a sus propias virtualidades y construye para sí mismo, en cierta “viviente anarquía”, abierto a todos los posibles, la gran aventura de la revolución: “Una revolución no vale tanto por su doctrina, cuanto por las aberturas que ofrece a lo posible”. Cuando el enemigo de la Patria parece haber privatizado hasta el idioma, bien de todos, el pueblo raspa en el fondo de la olla tiznada de sus jornadas de hambre total, “la vieja sustancia del héroe”: “recoge todas las botellas tiradas al mar”.

El pueblo es una gran memoria y la memoria siempre está en movimiento. Con su movilidad, derrota al espacio y al tiempo. Como la golondrina tiene dos primaveras. Por eso, si un régimen de “anarquía ordenada gobierna misteriosamente un país real, sus habitantes deben vivir en estado de asamblea, día y noche, sin dejarse agarrar por los fantasmas de turno; y cualquier happening es una útil asamblea de ciudadanos”.

Pero todo combatiente del alba del Gran Día sabe que, en la víspera de la gran batalla, se produce el vacío. Como profiere Megafón: “lo malo es que soy un hombre de anteayer y un hombre de pasado mañana”. Sabe que está “entre dos noches: la de atrás con un sol muerto y la del frente con un sol que no asoma todavía”. Sabe que, en toda lucha, aflora el problema entre sus vanguardias y sus retaguardias. Sabe que, como le reveló un brujo de Atamisqui, “la última vanguardia es útil cuando se relaciona con la primera vanguardia”.

Y la primera vanguardia, la primordial, es la fuente del sentido, la que hace que valga la pena vivir y morir en la guerrilla sin término por rescatar a la Patria de los que la ultrajan y malvenden. En la “batalla celeste” está el germen de todas las victorias del pueblo que es el guardián del secreto de los símbolos que ocultan su destino. Megafón, “con los dientes rotos de morder simbolismos” de “dura la cáscara y jugo difícil”, piensa que ha llegado la hora de desatar los furores que relampaguean en los adentros del pueblo: “¡Quiero agarrar el toro por las guampas!”

En el centro del tenebroso lupanar del Tigre donde el héroe va en busca de Lucía Febrero, se respira el aliento de la Bestia: “un neuma sin neuma sopla donde quiere Tifonéades el griego, un palurdo que se agita en la más triste literalidad. ¡hermanos, el simbolismo es para quienes usan algo más que los ojos faciales y un tercero en el culo visto quevédicamente!”

Mediante el humor, Marechal construye un pasaje que transita desde la profanación de los símbolos a su gozosa epifanía. Porque Lucía Febrero, la novia olvidada, no es una bestia cornuda, es la fuente de las energías vivientes del pueblo: “toda ella es un canto a la libertad, y una risa de libertad y una danza caliente de la libertad, como si la integrara una bandada inmensa de palomas en vuelo”.

Megafón, preso, torturado, desaparecido, descuartizado, “ha triunfado, recibe de la novia primero la “mirada”, en seguida el “saludo” y finalmente “la voz”. Eso es lo mismo que recobrar la “teoría”, la “salud” o alegría de pueblo, y la “palabra”.

Hebe Bonafini, la Gran Madre, suele convocar, con la lucidez, el ejemplo y la voz cantante que la caracterizan, a combatir con alegría y con una presencia constante que rebalse en calles y plazas. Según Marechal, las vicisitudes exteriores de las dos batallas guardan, por lo menos, cierta contradicción militante. Su fondo secreto es asediado por dos organismos iniciáticos: uno, está consagrado a estudiar las distintas aristas de la doctrina megafoniana; otro, más dado a la acción que a la meditación, trabajaría en una praxis “capaz de hacer polvo” el esquema gris “de Buenos Aires y el país entero”.

El mensaje del Megafón marechaliano nos convoca, por un lado, a vivir día y noche en estado de asamblea; por el otro, a la invencible esperanza: “Sea como fuere, todo aquí está en movimiento y como en agitaciones de parto. ¡Entonces, dignos compatriotas, recomencemos otra vez!”

Jorge Torres Roggero

[1] Durand, Gilbert, 1971, La imaginación simbólica, Buenos Aires, Amorrortu

[2] Durand, Gilbert, cit.: 14.

[3] Marechal, tras el rechazo de lo externo y literal, se lanza al rescate del «valor originario de la palabra»: «todos los gestos han perdido su energía ritual y su fuerza mágica». (Marechal, Leopoldo, 1965, El Banquete de Severo Arcángelo, Bs. As., Sudamericana, 149 y ss., 258 y ss.

[4] Marechal, Leopoldo, 1965, El banquete de Severo Arcángelo, Buenos Aires, Editorial Sudamericana

[5] Marechal, Leopoldo, 1970, Megafón, o la guerra, Buenos Aires, Editorial Sudamericana. Las citas son tomadas de esta edición.

“Todo taller de forja parece un mundo que se derrumba.”(Hipólito Yrigoyen)

Imagen libro jauretcheSegún J. J. Hernández Arregui, Jauretche “realizó en Buenos Aires diversas tareas y unió la característica rapidez mental del porteño (…) con aferradas raíces provincianas, que impregnan sus escritos de una gracia sencilla e inconfundible. Es uno de los periodistas polémicos (subrayamos) argentinos más eficaces, dotado de una intuición certera para comprender los problemas y organizarlos en la idea central que ha ocupado su vida: el país argentino. Su acción política, literaria y humana, cubre con su personalidad abundosa la literatura de FORJA y le da esa tónica profundamente nacional que ubica al movimiento en un lugar único dentro de las ideas políticas en la Argentina. Desde el punto de vista popular, FORJA fue Arturo Jauretche, creador de slogans y propulsor de tumultos juveniles. A él se deben los vocablos incorporados al pensar nacional directo, como ‘cipayos’, ‘vendepatrias’, ‘el estatuto legal del coloniaje’, etcétera.”

Era nuestra intención obviar el recuerdo de FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina), nos parecía redundante. Sin embargo, tres razones nos mueven a perfilar los caracteres de este fecundo movimiento juvenil que sentó escuela en nuestra historia política al inculcar (las doctrinas se inculcan, no se enseñan) su apotegma básico e inicial: “Sentir y obrar como argentinos”.

1) Es el mismo Jauretche quien nos induce a ser redundantes cuando en la introducción del Manual de zonceras argentinas (1974) asegura que “redundar es necesario, porque el que escribe a ‘contra corriente’ de las zonceras no debe olvidar que lo que se publica o se dice está destinado a ocultar o deformar su naturaleza de tales. Así, al rato no más de leer lo que aquí se dice, el mismo lector será abrumado por la reiteración de los que las utilizan como verdades inconcusas”.

2) Si como dice León Bloy (1975) todo hombre es “simbólico y en la medida de su símbolo es que resulta un viviente” y la historia es como un inmenso texto litúrgico “donde las notas y los puntos valen tanto como versículos y capítulos enteros”, recién cuando se cumple una vida o un destino, podemos saber “qué ha venido a hacer a este mundo”. Hoy podemos afirmar que FORJA fue el acontecimiento nuclear del destino que debía realizar Jauretche. En lenguaje de L. Bloy, FORJA fue su acto libre y necesario, a la vez, de lo que resulta una “armonía incomprensible entre el libre albedrío y la presencia”.

Según Hernández Arregui, Jauretche junto con Scalabrini Ortíz, representaban el ala de “acción proselitista popular” y la “proyección en las masas del esclarecimiento nacional”. Era, además, el fundador de un lenguaje cuyo principal exponente expresivo estaba constituido por el tan vilipendiado “slogan” que pasaremos a llamar “apotegma”. El apotegma, en efecto, puede ser un instrumento de propaganda bastarda. Pero también ha sido siempre, en todos los pueblos, el discurso vivo de las doctrinas; en ese sentido, es adoctrinamiento tomando la palabra, para usar un término marechaliano, en sentido “mejorativo”.

¿Por qué, nos podrían preguntar, el apotegma es el discurso de las doctrinas? Respondemos:

porque “las doctrinas, básicamente, no son cosas susceptibles sólo de enseñar, porque el saber una doctrina no representa gran avance sobre el no saberla. Lo importante en las doctrinas es inculcarlas, vale decir, que no es suficiente conocer la doctrina: lo fundamental es sentirla, y lo más importante, amarla.” (Perón, 1971)

Una doctrina implica, por lo tanto, conocimiento, sentimiento y mística y está relacionada con la acción, porque ella surge del ejemplo.

Los que tienen bien claras las síntesis doctrinarias enarbolan, según Perón, una sólida verdad o creencia que da como resultado la “unidad de concepción”. Por eso “marchan unidos a los que sienten y obran como él y se conduce a sí mismo”, es decir, “lleva en su mochila el bastón de mariscal”. Con esto queremos decir que FORJA (cuya conducción asume Jauretche en 1940) constituye el acontecimiento nuclear de su vida, y por lo tanto, un contexto básico capaz de marcar todos los signos con que a lo largo de su existencia tratará de aprehender el duro sentido del acontecer histórico argentino. En FORJA halla una causa por la cual luchar, por la cual vivir y morir, porque toda causa está siempre en el comienzo, en el proceso y en el significado final de un destino, ya se manifieste en un plano personal, grupal, nacional o ecuménico. Recordemos que también Yrigoyen predicaba la “unidad de concepto” como base de la militancia radical. Para él, el radicalismo era un Movimiento histórico que vuelve a las bases espirituales y sentimentales de la Nación y no sólo una simple parcialidad política. Más aún, es la “concepción política como mística humana y no como simple partido”, es la “religión civil de la Nación, una fraternidad de profesos, un planteamiento anterior y superior a la simple parcialidad” (Del Mazo, 1951; Yrigoyen, 1984).

3) La tercera razón que nos mueve a resumir las aspiraciones básicas de FORJA es que constituye, en la historia argentina moderna, el único ejemplo de regeneración política del movimiento nacional (al menos hasta ahora).

A través de FORJA se descubre el hilo conductor que une la cultura criolla ancestral con los dos grandes movimientos de nuestra historia en el S.XX: el yrigoyenismo y el peronismo. Ellos significan, en conjunto, la manifestación de nuestras posibilidades creativas, el atisbo de la potencia que germina en la oscura y denostada entraña de la chusma y el aluvión zoológico.

¿Qué era FORJA? Hernández Arregui señala algunos de sus rasgos típicos.

1) Volver a colocar como centro de la vida personal, social, económica y política, a la Nación. Se unía así a las tradiciones federalistas de la Argentina criolla de antes de 1852.

2) Retorno al contenido originario de los postulados de la Reforma Universitaria de 1918 entre cuyas exigencias había una que rezaba de la siguiente manera: “En adelante, sólo podrán ser maestros en la futura república universitaria los verdaderos constructores de almas, los creadores de verdad, de belleza y de bien.”  (Manifiesto de Córdoba, 1918)

Ciertamente, la trilogía precedente no parece expresión de un materialismo reductivista, Funciona, más bien, como engarce con respecto a una vieja cultura que no se funda en el interés, la competencia o la producción como fin. Los jóvenes reformistas mezclaban el culto de los maestros griegos con la pasión anarquista. Saúl Taborda (1918), uno de los ideólogos de la reforma, postulaba, en Reflexiones sobre el ideal político de América, que los únicos maestros dignos de tal nombre eran Platón y Kropotkin. Taborda denunciaba, asimismo, la “plebocracia” irigoyenista. Es una contradicción que explayaremos más adelante: la Reforma Universitaria era inconcebible sin las masas plebeyas del irigoyenismo, pero los estudiantes se opusieron, conspiraron y festejaron la derrota de los gobiernos populares tanto de Yrigoyen como, posteriormente, de Perón.

3) Un importante rasgo de FORJA es su carencia de influencias europeas inmediatas (rasgo que no comparten nuestros nacionalismos) puesto que sus raíces se hunden en el doctrinarismo de Yrigoyen. Es decir, en aquello que no fue enseñado sino inculcado con la palabra y el ejemplo del primer conductor del S. XX.

4) Usando una expresión de Jauretche, podríamos asegurar que no eran “novios asépticos de la revolución”, sino que cifraban las esperanzas de una Nueva Argentina en la acción de las masas populares. En otras palabras, venían a mostrarnos que la realidad efectiva es más amplia que nuestros esquemas que más de una vez se han paralizado de horror ante un descamisado porque no figuraba en ningún texto europeo ni capitalista ni marxista. Jauretche pensaba que la revolución no es como una casa nueva recién pintada y con jardín al frente. Por lo contrario, todo está en construcción y por terminarse. Por eso “el viejo revolucionario debe resignarse a ser un espectador donde creyó ser actor de primera fila” (1984).

“Su actitud en ese momento es la prueba de fuego; ella nos dice si el luchador estaba en lo profundo de los acontecimientos que reclamaba o sólo en la superficial, pues debe resignarse al drama del silencio, tironeado entre lo que anda mal y el mal que hará al proceso que ayudó a crear si lo combate pues pronto es arrastrado a la posición de sus adversarios irreductibles”.

Ese es, sin duda, un error irreparable, porque “una cosa son las críticas a las imperfecciones del proceso y otra el plan revanchista de los vencidos por la historia”. Ese es un momento de sumo riesgo. Si se niega a sí mismo, puede convertirse en instrumento de la revolución antinacional.

6) Por su enfoque nacional y latinoamericano era natural en los forjistas una posición antiimperialista frente a la hegemonía británica y las pretensiones norteamericanas. Su enfrentamiento era frontal y totalizante: comprendía una confrontación cultural.

En síntesis, resulta imposible hablar de descolonización del pensamiento en Argentina sin hablar de FORJA que fue el último bastión del radicalismo ya entregado al pensamiento colonial y a la oligarquía. FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina) fue fundada en 1935. Su proclama postulaba que:

 “…el proceso histórico argentino en particular y el americano en general revelan la existencia de una lucha permanente del pueblo en procura de su soberanía para la realización de los fines emancipadores de la Revolución Americana, contra las oligarquías como agentes de los imperialismos en penetración económica, política y cultural, que se oponen al total cumplimiento de los destinos de América” (CALGARO: 1976).

Reconocen que la Unión Cívica Radical fue desde sus orígenes la fuerza destinada a realizar la soberanía popular y los fines emancipadores; que, en ese momento, a raíz del golpe oligárquico de 1930, han recrudecido los obstáculos para el ejercicio de la voluntad popular y por lo tanto se ha agudizado “la realidad colonial, económica y cultural del país”. Por ello es necesario precisar “las causas y los causantes” del enfeudamiento argentino al privilegio de los monopolios extranjeros, proponer los modos de reivindicación y adoptar una “táctica de lucha” de acuerdo a la naturaleza de los obstáculos. Desde esos principios y de acuerdo a esos fines, los jóvenes radicales se dirigen a todos los argentinos “que aspiran a invertir sus esfuerzos en la construcción de la Argentina grande y libre soñada por Hipólito Yrigoyen”. De tal modo, FORJA canceló la concepción abstracta de unidad y emancipación nacional y la desplazó hacia los hechos concretos.

En esa línea, Jauretche se distingue como el propulsor del carácter netamente popular de FORJA. Fue creador de “eslóganes” y protagonista de tumultos juveniles. A él se debe una retórica basada en la realidad e incorpora expresiones que luego serán bandera de lucha de las jóvenes generaciones: “cipayos”, “vendepatria”, “estatuto legal del coloniaje”, entre otras.

Los muchachos de FORJA colocan como centro de la vida personal, social, económica y política a la nación mediante la puesta en movimiento de la democracia federal de las montoneras del S.XIX. Retoman los postulados americanistas de la Reforma Universitaria de 1918, simpatizan con las posturas del APRA, apoyan la campaña continental de Manuel Ugarte e influyen en MNR boliviano (Paz Estensoro). Su apego a la realidad desnuda destruye sin compasión los esquemas de intelectuales, políticos y grupos minoritarios que todavía se paralizaban horrorizados ante los chusmas, los chinos, los guasitos del campo, los gringuitos de la chacra. Germinaban todavía en el subsuelo los descamisados, cabecitas y grasas. En 1945, los forjistas les darían una bienvenida alborozada. Es que, a pesar de ser universitarios, ponían especial énfasis en la “universidad de la vida”.

Los críticos suelen asegurar que FORJA carece de ideología y no les falta razón. Los forjistas postulan la primacía del debate y de la acción política. Ellos abrazan una causa, la viven y la formulan como un balbuceo. Pero ese balbuceo es el inicio de un pensar propio, de una razón ajena al racionalismo impuesto. Producen, por lo tanto, una ruptura del discurso alienado para dejar que se manifieste la lengua viva del pueblo. Jauretche practicará el “difícil arte de hablar fácil”.

            De tal modo sus enunciados devienen signos de inmediatez. Sus palabras son una resonancia del amasijo informe de la realidad y, a la vez, la multiplicidad deforme de la imagen que devuelve el espejo resquebrajado de la patria. Parten de una realidad que “pronuncian” y al pronunciarla, afrontan acusaciones de pesimismo. Ponen de manifiesto que los medios de comunicación y transporte, las empresas monopolizadoras del comercio exterior, la mayor parte de las empresas de servicios públicos, las más grandes estancias, las mejores tierras de la Patagonia, todas las grandes tiendas, todas las empresas que tienen ganancias y están protegidas por el Gobierno Argentino, los directores del Banco Central que manejan la moneda y el crédito y las Islas Malvinas son inglesas. Pero también la educación, los grandes medios periodísticos, las instituciones culturales, las sociedades de escritores, han sido tomados por el pensamiento colonial. Porque el sometimiento ocurre primero en las mentes. Por eso el dominio colonial no necesitó en Argentina un ejército de ocupación: la oligarquía se ocupó de organizar las instituciones y las leyes para favorecer el dominio extranjero y reprimió con saña todo intento popular de rebelión. El intelectual ejerció con eficiencia, a cambio de prestigio y prebendas, su principal función en el aparato legal del coloniaje: oficiar de policía epistemológica sobre la mente de los argentinos. Así fue cómo se consumó la ominosa separación entre lo que se piensa y lo que se vive. Mientras, los “radicales fuertes” resistían la política de Marcelo T. de Alvear y denunciaban la convivencia de los falsos dirigentes con las fuerzas imperialistas: “…desde el 6 de septiembre, el país llegó a ser desembozadamente la factoría de los trusts que habían pagado el alzamiento”.

            Los forjistas se reunían en un sótano para discutir la realidad nacional, elaboraban sus panfletos y luego realizaban actos relámpagos en las esquinas. La policía los disolvía, a veces metía presos a algunos, pero volvían a reagruparse en una especie de guerrilla epistemológica destinada a denunciar el imperialismo, el fraude, la explotación y la colonización cultural. Algunos historiadores dicen que, en realidad, nadie los escuchaba y que su influencia fue mínima en el accionar posterior de las masas populares. Tendríamos, sin embargo, que reivindicar en ellos una actitud poco frecuente en los intelectuales por más des-coloniales que parezcan: la humildad que les permitió, en su momento, perderse en un codo con codo en la inmensa marea de la muchedumbre del 17 de octubre de 1945. No se consideraron artífices de revolución alguna, no tomaron ninguna pose de iniciadores de nada, no reclamaron méritos ni reconocimientos. Como alguna vez reconoció Jauretche, la cuestión se resolvía de un modo simple: “¡Humildad, humildad, y menos cientificismo y mejor conocimiento de la realidad!” (Jauretche, 1984)”. En realidad, el postulado forjista predica que la supuesta carencia teórica no excluye el desarrollo de una doctrina nacional y aun de carácter general. Pero la condición es que nazca de la naturaleza misma de la nación y se proponga fines acordes con la misma: “Promover un modo nacional de ver las cosas como punto de partida previo a toda doctrina política del país, precisamente lo inverso de lo que hacían los partidos de doctrina”.

Los intelectuales coloniales, según Jauretche, consideraban al hombre una entelequia, una abstracción y no se reconocían en el hombre de carne y hueso que está a su lado. Derramaban lágrimas y discurseaban encendidas protestas por todas las muertes violentas que se producían en el mundo. Sin embargo, en 1955, cuando fusilaban obreros ante sus propios ojos, las palabras más injuriosas y los calificativos más denigrantes para los masacrados insurgieron desde el campo intelectual. De ahí que, en tren de caracterizar algunos rasgos perdurables de los forjistas, Jauretche sostiene que los que han actuado en FORJA, cualquiera sea la línea política que hayan seguido, siempre lo hicieron dentro de la línea nacional. Los forjistas renunciaron a toda posibilidad de preeminencia personal. Se dedicaron a la docencia cívica en un momento en que todas las perspectivas nacionales estaban clausuradas por la traición del radicalismo. Lo mismo que los movimientos federales del S.XIX, carecen de doctrina explícita y de programa, de definiciones formales. Predominan las soluciones intuitivas dictadas por los acontecimientos (historia real) y las aspiraciones nacionales (populares). Son una pequeña minoría que intentó recuperar el radicalismo para su función histórica y no lo logró. Tampoco pudieron confirmarse como una fuerza política de sustitución. Fracasaron. En ningún intento tuvieron éxito material. Pero, dice Jauretche, comprendieron, por fin, que su aporte al pensamiento argentino consistía en practicar un método y un modo de conocer la realidad y de señalar el rumbo cierto de una política nacional. Como los mestizos, indios y mujeres de la independencia, vencen con sus derrotas. Mantienen viva la brasa invisible en las cenizas, auscultan el corazón de la Argentina latente. Convencidos de que los hechos unifican y las abstracciones dividen, esperan confiados los vientos de octubre. En las dictaduras, al desaparecer el pueblo del Estado, por genocidio o por escarmiento, el país real es sepultado. Entonces aparecen aquellos que llaman saldo exportable a los faltantes del consumo popular. Proclaman una divisa fuerte para un pueblo débil; y reducen el poder de compra para que el mercado interno no interfiera en el precio de las exportaciones:

 “Los estancieros argentinos tiraban manteca al techo en cabarets de París, tal vez la manteca que faltaba en los hogares argentinos. Y 1910 es su momento cumbre, la euforia de la granja constituida como nación” (1984).

Ya en 1956, durante otro golpe militar, ocurrió el primer genocidio del siglo XX en Argentina. Pero, confiesa Jauretche, ningún intelectual del mundo movió una tecla para protestar. Claro, eran “cabecitas negras”, “descamisados”, “malevos peronistas” y para el saber colonial no entraban en ninguna de sus “categorías modelizadoras”. Por eso Jorge Luis Borges se negó a firmar un petitorio a favor de Ernesto Sábato, que, a pesar de no ser peronista, había renunciado a la dirección de Mundo Argentino tras denunciar las torturas aplicadas a los obreros peronistas y estas fueron sus razones: “Después la gente se pone sentimental porque fusilan a unos malevos” (29/06/1956, Bioy Casares, 2006).

 Las palabras de Borges, sacadas de su contexto burlesco, obedecen a la misma matriz intelectual que el decreto 4161 del 5 de mayo de 1956. En él se dispone la prohibición del pensamiento peronista cualquiera fuere su soporte: «imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, doctrina, artículos y obras artísticas que pretendan tal carácter o pudieran ser tenidas por alguien como tales».

Américo Ghioldi, líder del Partido Socialista, ante la resistencia de los obreros peronistas, justificó las masacres de León Suárez, de Lanús, de Berisso, de tantos otros lugares y los quince mil presos, con la sentencia: “La letra con sangre entra” y, demostrando que había leído Macbeth, incitó a la represión indiscriminada con una adaptación “lácteo-sangrienta”, dice Jauretche, del odio de la señora inglesa: “Se acabó la leche de la clemencia”.  He ahí un terreno fértil para los intelectuales que, desde los campus del norte, especulan sobre los avatares de la descoloniedad. ¿Por qué no hablar del odio al pueblo como matriz colonial del poder y por qué no llamar por su nombre a los “profetas del odio”?  Patalear en el suelo de la historia viva es “actualizarse” porque es en ella cuando se sabe si uno es colonial o descolonial. Postular la teoría cuando ya todo pasó, no tiene gracia. Según Jauretche, en 1945, los socialistas, que siempre habían hablado de la “blusa obrera”, se horrorizaron cuando vieron por fin las masas revolucionarias porque venían “descamisadas”; y los comunistas, novios eternos de la revolución, le exigieron “certificado pre-nupcial”. Por eso para arrebatar la cultura de manos de los coloniales hay que decir las cosas como se dicen en el café, en la casa, en el trabajo. Así se podrá salir de la trampa.

            El pensamiento colonialista, postula Jauretche, intenta adaptar los hechos nacionales a los “cuadros sinópticos” confeccionados con lo que pasa afuera. Habrá que bucear testimonios directos o aviesamente ocultos porque su “rumor no se ha apagado para quien se recuesta, con el oído pegado a la tierra en que nació, y oye el pulso de la historia como un galope a la distancia” (1967).

            En un país colonial se enseña a ver la historia fuera del espacio y del tiempo. Se pierde de este modo conexión con la realidad y, con ella, la noción de la continuidad e “inmediatez del país presente con el de ayer”. Aunque, por supuesto, “saber cómo fueron las cosas no implica olvidar que lo pasado pasó” (1967).

             La colonialidad del saber consiste, de acuerdo a este criterio, en llamar intelectual, no al que ejercita la inteligencia, sino al ilustrado en cosas nuevas. Son los que aclaran a cada rato su “actualización”: “los estudios actuales”, “en la actualidad”, “la crítica actual”. Jauretche propugna que para llamar a las cosas por su nombre será necesario desaprender y como decía Scalabrini Ortiz: “perforar las olas de lo contingible, resistir la compresión, soportar el ahogo y discernir en la profundidad” (1973,26):

“La incapacidad para ver el mundo desde nosotros mismos ha sido sistemáticamente cultivada en nuestro país. No pretendo desdeñar los factores lógicos que hacen gravitar lo universal, sino señalar cómo se ha evitado la compensación natural con lo propio y la síntesis equilibrada en la expresión de nuestra personalidad. De aquí que el iletrado se desoriente mucho menos que el             culto cuando trata nuestros    problemas “in-concreto”. No lo digo en elogio del analfabetismo, como apuntará maliciosamente alguno,       pero sí en demérito de la mala ilustración.” (JAURETCHE: 1967)

Jauretche postula que la cultura, la civilización, los derechos del hombre se refieren en la mentalidad del poder colonial, en lo íntimo de su pensamiento y hasta en su subconsciente a una humanidad de muy estrechos límites. Hay metrópolis, hay centros de poder, hay imperialismo internacional del dinero, hay etnocidio electrónico ejercido con violencia sobre aquellos que pertenecemos a “un suburbio de su ciudad humana”. Por eso Jauretche piensa que los ignaros, los humildes, que se regulan por las normas vivenciales de la proximidad histórica, económica, geográfica, cultural, aciertan con más eficacia que los “chicago boys” y toda la caterva de “boys”, en nuestros problemas porque su “método se parece más al método de la ciencia”. La Libertad es su libertad. Su economía es el efecto que percibe y “perciben los de su gremio, su clase, su ciudad, su provincia, su nación”.

FORJA nació de una semilla echada en la oscuridad de la cárcel, después de la fracasada revolución de Paso de los Libres. Nace en 1935, crece y fructifica a lo largo de diez años, hasta que en octubre de 1945 vuelve a la tierra de donde salió y se pierde en ella: la muchedumbre innúmera cuerpo grandioso y comunitario, según Scalabrini Ortiz, del Espíritu de la Tierra.

Los forjistas abrazan una causa, la viven, y la formulan con un balbuceo. Ese balbuceo es un germen de luz de futuras proyecciones, es el comienzo de un pensar propio, de una razón que no será racionalismo impuesto.

Como decía Oliverio Girondo (1968): “la tartamudez es preferible al plagio”. La palabra FORJA supone también una fe: la fe en la palabra que emana del acontecer específico e irreductible de nuestra Patria.

En el momento en que Europa comenzaba a manifestar las evidencias de la declinación de su proyecto histórico, estos jóvenes venían a proclamar la fe en el destino argentino, a destruir la distancia entre el dicho y el hecho.

¿Por qué era una fe? Porque como decía Scalabrini, sus palabras:

“podrían haber sido embellecidas, adecuándolas a técnicas comprobadas de retórica, pero así se hubiera desvirtuado su fealdad primitiva de germen. El germen no se talla sin riesgo de destruir el tiempo venidero que la vitalidad de su misteriosa estructura contiene. He preferido el germen vivo a la perfecta talla inerte.”

FORJA es, entonces, la ruptura de un discurso enajenado para dejar que se manifieste la lengua viva de la Patria. Por eso se proyectan más allá de los golpes de Estado y las dictaduras, como la palabra latente del pueblo.

En una época en que los marxistas llamaban fascismo a toda tentativa social que enarbolara como divisa la bandera argentina y en que los nacionalistas denominaban marxismo a todo intento de descifrar el enigma de la invisible cadena económica que nos uncía, los hombres de FORJA se comprometieron con los perdedores, con los ayunos de poder, de dinero y cultura, para ganar el alma y el corazón de la Nación, la imagen sin sombras de la Patria.

Jorge Torres Roggero (Cap. V, del libro Jauretche, profeta de la esperanza)