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Por Jorge Torres Roggero

Alberto Díaz Bagú1.- El tercer ojo quevédico

Alberto Díaz Bagú era un típico representante de una de las líneas de la generación argentina del 40. Ambas convivían en Córdoba. Y ambas sufrieron en sus filas el revulsivo cultural que significó la presencia en la historia de otros jóvenes de la misma generación que, un día de octubre, se visibilizaron para siempre en la historia. Los intelectuales, emergentes en su mayoría de una clase media vergonzante, perdieron la brújula ante el amasijo viviente de la realidad. Por eso, no dejan de tener su costado hilarante ciertos estudios sobre la poesía y las revistas de Córdoba que aplican un cuadro sinóptico de Bourdieu et alii (organizados en base a una especificidad otra y distinta) para una deslectura de la poderosa poética emergente de una realidad viva y totalizadora. Como decía el maestro Luis Jorge Prieto, hay que darse tiempo para aprender el lenguaje del otro. Solía decir: “Ya no se discute más sobre la realidad que se estudia, sino sobre lo que ciertos autores de moda han dicho sobre el tema”. Y añadía: “Hoy se considera que es hacer una investigación, a la lectura de cincuenta libros y hacer una gran manipulación de ideas (que puede estar incluso bien hecha), pero al final se llega a conclusiones a través de libros leídos y no de una reflexión propia” Por lo tanto, lo importante no es tanto la aplicación de un esquema que siempre es una abstracción, sino más lectura y diálogo con el objeto real de estudio. Es peligroso, decía Marechal, leer “con el tercer ojo quevédico”.

Va, entonces, esta semblanza de Alberto Díaz Bagú. La escribí en febrero de 1983 y la hallé en una caja de papeles amarillentos tipografiada con mi vieja Lettera. Semblanza es un término poco usado en literatura. Se lo confunde con biografía o retrato. Lo uso para fijar algunos puntos relevantes, -desde el punto de vista de los simbolismos que cultivaba-, de la obra de Alberto Díaz Bagú: poeta, amigo, mecenas.

2.- Las señas del regreso

En una antigua tablilla babilónica se habla de un huerto donde se levantaba un misterioso árbol sagrado que habían plantado los dioses. Sus raíces eran hondas y sus ramas alcanzaban el cielo. Los espíritus guardianes lo protegían y nadie podía acercarse a él. Y en Génesis 2-8 leemos: “Entonces plantó Yaveh-Elohim un jardín en Edén, al Oriente, y allí puso al hombre que había formado”. Estos datos de una historia supra humana o suprarreal, nos hablan de un tiempo fuerte, tiempo de irrupción de lo sobrenatural en la vida, en la conciencia y en la tierra del hombre. Tiempo feliz, del paraíso.

Pero también de una nostalgia, -cada hombre la trae en su corazón-, que nos habla en secreto de un ángel de luz arrojado a la tiniebla exterior, de un Adán primordial exiliado de un jardín de delicias, de otro ángel vengador armado de espada llameante y de un árbol central cuyo fruto prohibido es la inmortalidad.

Reconstruir la historia del árbol y su fruto, enfrentarse con la presencia aterradora del misterioso querubín de “mirada mortal y halo centelleante”, y luchar en el camino con los ángeles o demonios, suele ser una misión que los hombres dejan en manos de los poetas. Poeta, según el significado antiguo, es el “intérprete de la lengua de los dioses”, el intermediario árbol central de la tribu que canaliza el “descensus Dei” y el “ascensus hominis”. “Antenas celestes”, llamaba Rubén Darío a los poetas. Quizás porque estaban investidos de poder para decir “árbol”, “ángel”, “flor”, y pronunciar con esos nombres oscuros para los demás mortales “la cifra esencial” del drama de la especie.

Estas reflexiones, y otras, me sobrevinieron cuando, leyendo la obra de Alberto Díaz Bagú, me pregunté acerca de su “cifra esencial”, y por el nombre único con que pudiera nombrarlo ante los demás hermanos hombres. Y entonces me dije: todos llevamos en nuestra mente y en nuestro corazón una incurable nostalgia: ¿podremos regresar al paraíso?

Cuando ya iba a responder con absoluta certeza acerca de una radical imposibilidad, recordé que hay algunos hombres que sí han realizado ese viaje, que han ido y han vuelto (a los que no pudieron volver los hemos recluido en asilos y manicomios, porque riesgosa y terrible es la aventura) y nos han traído un mensaje lleno de frescura primordial, un elixir capaz de alimentarnos de eternidad.

Esos hombres suelen estar entre nosotros. Tal es el caso de Alberto Díaz Bagú. Como él, se ocupan en enseñar literatura, historia y filosofía en nuestros institutos secundarios y profesorados. A veces, son llamados a ocupar funciones técnicas o de dirección en nuestros organismos culturales. Esta es la parte de solidaridad con el prójimo copartícipe de la contingencia y la nostalgia. Son los que siempre están. ¿Hay que iniciar a jóvenes desorientados en la aventura central de ser hombre? Entonces Díaz Bagú creará movimientos juveniles de inspiración humanista y cristiana. O junta a otros “intranautas”, navegantes a contracorriente, buscadores de la fuente de agua viva al pie del árbol central (nombro algunos de estos tripulantes de la gran nave de locos de la poesía: J. Vocos Lescano, Alberto Arbonés, Enrique Nores Martínez, Malvina Rosa Quiroga, María Sylvia Mayorga, Jacoba D’Enerval), y funda, en los años 40, la revista filosófica y literaria Cristal, o los cuadernos literarios Presencia, o dirige, ya en la década del 60, la revista de cultura Lugones de difusión internacional.

3.- Vivencias

No hay obra sin lucha, y, por lo tanto, sin triunfo o corona. Antiguamente al poeta, al artista, al vencedor, se lo coronaba con una guirnalda de laurel. Era una representación exterior de una victoria contra las fuerzas negativas y disolventes de lo interior. Nuestro poeta identificó también su lucha con el laurel, pero no con uno de hojas fáciles de marchitarse ante el smog violento de la envidia o el falso brillo exterior, sino un árbol fecundo, capaz de ofrecer nido a esos pájaros del cielo que son los poetas. Y así nace, a finales de los 50, un editor e impresor que construye una revista, Laurel, como quien compone un poema: armonizando bajo su sombra a jóvenes y a viejos, a la voz tonante y al musitador de escondidos secretos.

La revista Laurel que es definida como “necesidad vital” de nuestros poetas “ante la ausencia casi absoluta de expresiones de idéntica naturaleza”, se convirtió en oportunidad para la difusión del poeta joven que “no publica porque no es conocido y no es conocido porque no publica”. Por eso pretende divulgar, exigir, estimular, sin paternalismos y sin padrinazgos. Recuerdo algunos nombres centrales de la revista: José B. Caribaux, Gustavo García Saraví, Rodolfo A. Godino, Osvaldo Guevara, Alberto Enrique Mazzocchi, Alcira Mensaque de Zarza, Alejandro Nicotra, Lila Perrén de Velasco, José Alberto Santiago, Jorge Torres Roggero, Carolina Vocos, Jorge Vocos Lescano.

De tal modo, Laurel (obra en la que algunos poetas jóvenes del interior se reúnen en torno a Alberto Díaz Bagú) es hoy un hito dentro de la literatura argentina. Como la poesía misma, nos habla de una posibilidad de resurrección ya que, tras veinte años de silencio, ha sido capaz de alzar de nuevo su voz en una época de oscuridad y penuria para recordar a sus compatriotas que hay un árbol central en que se anulan las contradicciones y que puede abrirse otra vez la flor de una manifestación nueva e inédita de nosotros mismos, que el ángel de la tarde es también ángel de luz. Corresponde, por lo tanto, celebrar una segunda época de Laurel iniciada casi con la década de 1980 y su abierta convocatoria a poetas de antes y de ahora. La nueva etapa incorpora una novedad: el género ensayístico.

Pero si buscamos los motivos y la finalidad última de esta victoria o laurel, debemos volver al tema inicial que nos arroja de lleno en la obra poética de Alberto Díaz Bagú. Todo hombre es un símbolo -decía León Bloy- y sólo al final de su vida se conocerá su verdadero significado. Sin embargo, el poeta nos va dejando a lo largo de la obra el rastro de oro hacia la cifra esencial.

Trazar, en tan exiguo espacio, una visión exhaustiva de la obra poética de A.D.B., sería una tarea imposible ya que se trata de una obra vasta, que incluye muchos títulos tanto en su porción édita como inédita. Nos limitaremos, por lo tanto, a mencionar sus tres libros fundamentales: El Ángel de la Tarde, Pulso del Destierro y Fábula de Octubre. La tríada entera, junto a gran parte de la obra de A.D.B. podría llevar el título general de Elegías.

La elegía es el duelo por una pérdida. Esa pérdida, en la obra que nos ocupa, puede ser la amistad, la mujer, la juventud, los descuajamientos habituales que todo hombre sobrelleva en su existencia. Pero, en definitiva, estos motivos son símbolos de una separación esencial. Entonces, la mujer perdida será íntimo símbolo del ánima y el poema un intento de reconstrucción del andrógino primordial y edénico; la juventud, el gran tiempo o estado de eternidad; y la amistad, la armonía principial con el cosmos, los ángeles, Dios.

4.- Los símbolos

De ahí la frecuencia, en Díaz Bagú, de los símbolos del ala y del ángel como mediadores nostálgicos de lo Alto con una “tierra de tierra siempre nueva”. Prevalecen, entonces, los símbolos axiales o de centro: el árbol, la flor (generalmente la rosa o el lirio) y la espada no como instrumento de muerte, sino como figura de la palabra y la verticalidad espiritual: “rosa en la mano/ espada en la cintura” (…) “Y yo que desde niño/ fui armado de la rosa caballero”. Son formas de asedio que el poeta despliega, siempre dispuesto al asalto y merodeador del paraíso perdido que un Serafín defiende de los “no-cualificados”. Hombre fronterizo, habitante de los entresijos de la luz, espera al ángel mediador que no es otro que el Ángel de la Tarde (o muerte): “Y el ángel que en la tarde me despierta/ para cruzar unidos la frontera”.

La unidad perdida o árbol total tiene una sola puerta de acceso (¿la evangélica puerta estrecha?) que es, a la vez, una salida. Comprender esta verdad más alta significa: “que para ser árbol total me falta/ dar en la muerte plenitud de fruto”. En efecto, el árbol, -según los antiguos-, era una representación de la totalidad. Habitante de los tres mundos (material, síquico, espiritual), hunde sus raíces en el suelo (materia) y su copa en el cielo (espíritu). Por él ascienden las aspiraciones hacia lo alto y bajan los influjos celestes al mundo inferior. Pero también solían figurar al árbol con las raíces en el cielo (unidad primordial) y con la copa colgando en la multiplicidad del gran follaje de la manifestación universal. Esta inversión del símbolo quizás nos explique mejor que nada la poesía de Díaz Bagú. ¿Cuál es la clave de su elegía fundamental? Ciertas palabras apareadas (“casales” de sentido) como recuerdo/olvido, evocación/presencia, fugacidad/beatitud son frecuentísimas a lo largo de la obra. Y como habrán advertido, forman pares de opuestos y complementarios. Nostalgia, ¿de qué?; espera, ¿de qué? Si el árbol hunde su raíz en el cielo, nostalgia; pero si la hunde en la tierra, espera. Nostalgia de la “beatitud de la rosa en holocausto”; espera “del vivir doloroso y transitivo”.

Pero toda nostalgia es esperanza de un regreso, y toda esperanza, es nostalgia de un tiempo venidero. El Ángel de la Tarde es el reconocimiento de la voz central que llama, y el poeta se convierte en un merodeador del paraíso y la elegía es el duelo por la pérdida.

Por su parte, Pulso del Destierro, que lleva el epígrafe del Génesis “y desterró Dios al hombre”, es, como el pulso del título lo sugiere, la vivencia profunda de la pérdida, la certeza de que el único camino de regreso a la raíz celeste del árbol es la muerte real o ritual que nos permita el ascenso. Misteriosa necesidad de tránsito, de fatigar lo transitivo en esta “dulce tierra donde vivo”.

5.- Los signos de la multiplicidad

Fábula de Octubre es la aceptación de la fugacidad del mundo y su transitoriedad. Es el árbol con las raíces en la tierra. Representado por el ave, el ángel es un mensajero de arriba. Aceptar la realidad del peregrinaje, de la precariedad del mundo manifestado, es reconocer la solidaridad amorosa con los demás sin olvidar el destino primordial. Observemos estas relaciones: 1) canto/ ave/ ángel; 2) amor/ savia/ flor.

De tal modo, “el instante” es totalidad viviente, pero símbolo de la eternidad que es un eterno presente. Curiosamente, en el poema “Ave”, al que el poeta lo señala como su autobiografía, nos muestra cómo a pesar del tono elegíaco es fundamentalmente (y quizás inconscientemente) fiel a la esperanza. En efecto, presenta a la muerte como exilio o paso (“musical suicidio”), y resultado de una exaltación, de una vida vivida con todo, como drama. Drama como acción ritual que “abre balcones a su afán divino”. Palabra y mujer se confunden ahora en tanto mediadoras con lo alto. No es casual que la última producción de Alberto Díaz Bagú se haya centrado sobre todo en excelentes obras teatrales.

Nada mejor, entonces, que un poema para resumir vida y obra del poeta. Vida entregada al ritmo sordo y contradictorio de lo contingente con tal intensidad, que la nostalgia es al fin esperanza y consubstanciación con el Adán primero: “Así, contradictorio, florezco y me desgarro/ entre el cielo y la tierra, desfallecida el ala. / A los que me preguntan les digo: Soy de barro. / Soy lo que soy, y queda, esencia buena o mala. / Y cuando finalmente comience mi descanso;/ grabad esta leyenda sobre la piedra dura;/ Adán aquí reposa, en sueño de remanso, / y le hace compañía su amante la ternura”.

Jorge Torres Roggero

Febrero de 1983