por Jorge Torres Roggero
La pulsión hacia un “mundo nuevo” es un tópico de raigambre irigoyenista. O mejor, una mediatización irigoyenista del krausismo. Se nos ocurre que el mejor libro para pensar el irigoyenismo como un fenómeno de intelección vital, en que el drama personal y la crisis social confluyen hacia “el gran día” escatológico, es este de Ricardo Mosquera: Yrigoyen y el Mundo Nuevo (1951).Mosquera, al analizar El Telegrama de H. Yrigoyen, señala la concepción de América como matriz histórica, como foco desde donde ha de eclosionar “el más allá” humano. La revolución americana implicaba una misión de universalidad.
Situada así, como La reparación, como la vuelta al momento en que Argentina se había insertado en la marcha fatal de la humanidad a una plenitud de “espíritu y obra” en esta “tierra como templo vivo de Dios” (Krause), la política se transmuta en acto poético. Mosquera plantea la cuestión de este modo:
“Poesía es creación. Si la razón poética es facultad que desde los abismos de la inconsciencia trae al plano inteligible verdades más profundas que las sometidas a una simple mecánica silogística, los elementos persistentes de la acción política estarán sometidos entonces a esa razón. En tal dimensión, la política ingresa en el campo de la creación artística y la historia misma se determina por fuerzas poéticas, productos del inconsciente personal y colectivo.De ese abismo que no es el caos, lugar informe de los elementos en confusión, sino el Océano, profundo y complejo, surge en símbolo humano la figura de Afrodita iluminada por su propia estrella”.
Mosquera alude en el texto citado al fuerte contenido poético/profético de El Telegrama. En sus parágrafos, Yrigoyen imagina “la barca de lo humano” arrastrada por la “eterna corriente de los destinos de la vida”, “flotando sobre el misterio insondable”, a la deriva “hacia la aurora”.
Yrigoyen, durante la guerra de 1914, sostiene a la Argentina en una situación de “neutralidad activa” (Ley 12839). Era la aplicación al plano internacional del concepto de “abstención” definido como “suprema protesta”, “recogimiento absoluto” y “total alejamiento de los poderes oficiales”. En otras palabras, lo que corresponde al pueblo dentro de las Naciones, corresponde a las Naciones dentro de la humanidad: preservar su paz, ejercitar sus derechos. Su política no era la neutralidad, era la paz.
El telegrama, pasible de disímiles versiones, transcribe los intercambios y disentimientos entre Alvear e Yrigoyen con ocasión de la Asamblea de Ginebra de 1920. Yrigoyen acepta la formación de la Sociedad de las Naciones bajo la condición de que no distinga entre beligerantes y neutrales; y de que la Asamblea admita a todos los Estados soberanos tanto vencedores como vencidos.
La disidencia con Alvear desencadena los telegramas reproducidos innumerables veces, ya sea en forma fragmentaria, ya con variantes, incluso con el rótulo de Página Inmortal. Lo cierto es que constituyó en la década del 30 el texto más difundido, el catecismo cívico de la U.C.R. irigoyenista. La versión más famosa es la publicada en La Época (13/04/1921) con glosas del escritor brasileño Paulo Osorio. Yrigoyen hizo publicar una gacetilla aprobando la versión, a la que llamaba “exacta publicación honrada”. (Mosquera, 94-98).
Desde ese testamento hablaban los jóvenes irigoyenistas de FORJA; de entre esa serie semántica habían escogido su lema: “Todo taller de forja parece un mundo que se derrumba”. A partir de la poética de El Telegrama se despliega el “pensamiento nacional y popular”, de tan vasta influencia en el peronismo y la generación literaria de los años 60.
La potencia de la palabra jauretcheana fundada en el “difícil arte de escribir fácil” nace de la raíz escatológico-profética de Hipólito Yrigoyen. Sabemos que el término escatología se refiere a la doctrina de los fines últimos e implica un cuerpo de creencias relativas al destino último del hombre y del universo. La escatología versa sobre las “últimas cosas”, anuncia el acontecimiento final y la plenitud de los tiempos. Dicho culmen de la historia se configura con el advenimiento de un “tiempo nuevo” (novissima tempora).
En la concepción de Jauretche la visión escatológica concierne, en realidad, al destino último de la comunidad histórica en que el yo se disuelve en el nosotros. No es, por tanto, una salvación individual. Un aspecto importante es la fe en la historia no sólo como una sucesión sino también un destino. Se conjugan, por lo tanto, la espera psíquica y la fisiológica, la emoción y la percepción, el movimiento y la participación del cuerpo condicionado por el estado social. En esta espera, ni el cuerpo, ni el espíritu, ni el ambiente social pueden ser desagregados. Ahora bien, manifestación religiosa de la espera, es la esperanza. Y el profeta es el hombre de la espera y la esperanza.
El Telegrama de Hipólito Yrigoyen es un ejemplo palpitante de una poética escatológica que se dirige a trazar el destino no sólo histórico sino universal de la patria. Acude para ello a algunos de los símbolos fundamentales de la ciencia sagrada de todos los tiempos. La vida del pueblo y de los hombres es figurada como una peregrinación de la “barca de lo humano” por el “mar tenebroso”, a la deriva, entre el tumulto, “hacia la aurora que, día a día, despunta gloriosa en el corazón profundo del hombre”. En esa balsa, arrastrada por la “eterna corriente de los destinos de la vida”, los humanos nos devoramos por “oro de un reflejo” que no es vida real y avanzamos empujados por la alucinación colectiva del “espejismo” de la hora.
Como sabemos, el océano es uno de los simbolismos de mayor riqueza polisémica. Es considerado sustancia primordial de la vida universal, seno profundo de Dios. Su travesía es una peregrinación hacia el reencuentro de la unidad original. El viaje, la navegación, representan el esfuerzo de superación y ampliación de la conciencia. Pero también las oscuridades del inconsciente social del cual surge el sol del espíritu. Por otro lado, suele considerarse origen de toda generación y conjunto de todas las posibilidades. Por supuesto, en su lado oculto, es un dinamismo contradictorio relacionado con el agua salada y la esterilidad. Como mar tempestuoso, guarda analogía con la imagen poética, el sueño y el magma confuso del inconsciente.
En El Telegrama, Yrigoyen presenta un viaje nocturno. La Patria está emergiendo de una edad oscura. Como el sol (símbolo argentino fundamental) atraviesa los abismos inferiores y ha experimentado una muerte y una resurrección. Aunque en modo fugaz, el texto alude a la “canastilla de mimbre”, o cesto de los iniciados eleusinos, como figura del seno materno. Durante el viaje están encerrados, amenazados por diversos peligros como Jasón y los argonautas. Algunos apresurados creen haber arribado a las Islas Bienaventuradas, lugar donde se realiza la esperanza terrestre, lugar al que eran transportados algunos favoritos de los dioses. Es importante, porque el texto lo señala, saber que para llegar a ellas había que bogar siempre hacia occidente, hacia la puerta de todos los soles.
No deja ser curioso el hecho de que Yrigoyen fuera quien dispusiera la celebración del 12 de octubre como día de la raza. Para entender el significado de esta medida habría que incursionar en la profundidad simbólica y la tendencia al vaticinio del modernismo literario en sus más altos cultores, en especial, Rubén Darío y Martí. Para ellos, Argentina, América, eran la “región de la Aurora”. En nuestra comarca se realizaría la plenitud del milenio profetizado en el Apocalipsis. En tanto extremo occidental, era la tierra de promisión, el traspaso a América de un mito ancestral. Cristóbal Colón (1991), en el Libro de las profecías, imaginaba que había encontrado el Paraíso y que se había cumplido, por lo tanto, en América “el más allá” (plus ultra) implícito en todo el ciclo occidental. Queda claro, entonces, que el gran día, el almo día, de que hablan los profetas es, en Yrigoyen, una constante de la mística universal.
Yrigoyen espera en las “indomables rebeliones” del “sursum humano” el “almo día”. Sabe que la “razón inmanente” esclarecerá los juicios de pastores y rebaños. Imposible forzar el secreto de las islas bienaventuradas si se han dejado “apagar los fuegos del faro de la creencia”. El radicalismo vive un momento de victoria como movimiento revolucionario. Sin embargo, es la hora más difícil, es la “hora del timonel”. Vencido el régimen, se derrumba el orden espontáneo de las jerarquías del orden viejo y hay que “ordenar de nuevo la falange sobre escalas de valores desconocidas”. Es hora de fe sin vacilaciones: “Si aquellos mismos que siempre han llevado la bolsa del buen grano de las mieses futuras, vacilan hoy, ¿quién sembrará mañana el campo de las multitudes?”
Yrigoyen se siente responsable de lo que cada argentino pueda descifrar en su corazón en un momento, postfacio de la Gran Guerra, en que se materializa “un trágico empuje” del “mal infiniforme” en las entrañas de la especie: “Somos…los que van hacia la estrella en su ensueño esforzado”; somos, dice, los responsables del rebaño que remolinea en la sombra en medio de “los aullidos de los que pretenden acampar antes de la hora eterna y de las albas del gran día”. En consecuencia, es momento de evocar “los nuestros”. Debemos fundarnos en los libertadores. No debemos pactar el “supremo querer de liberación humana”.
Los problemas de ayer eran consecuencia de la transformación del templo en un mercado en que cada uno se ofrecía al mejor postor:
“Eran tiempos de oprobio en que gobernar resultaba el mejor de los negocios y en que se jugaba a los dados la fortuna y el honor de la Nación misma. Debíamos, pues, ante todo, desinfectar la morada profanada por todas las heces de la fiesta crápula y obligar a la sabandija a sumergirse bajo tierra”.
La cuestión era volver a creer y de nuevo ponerse en marcha “hacia su porvenir infinito”. Pero ahora alborea una nueva etapa. Nuestra historia nos ha marcado con el “sello de eternidad de las razas liberatrices”. Nuestro querer redentor se distingue en medio de un mundo que “enloquece en un dédalo de violencia instintiva y se derrumba en un caos universal”. En medio de la tormenta “apocalíptica de la guerra social ignominiosa” (revolución rusa), toca a los argentinos un papel histórico supremo: “somos los únicos en vivir actualmente la fe creadora de nuestros abuelos en voluntad de humanas resurrecciones”. El mensaje de Yrigoyen tiende a afirmar “el ideal viviente de nuestros padres” que será la única estrella capaz de reconquistar el alma occidental. Es necesario “un sursum indomable” para persistir en la vía de la “salvación colectiva”. Ahora bien, todos esos propósitos sólo serán realizables con las más “absoluta unidad de concepto”. El conductor incita a sumergirse en las aguas más profundas, en aquellas en que ya no repercuten las tempestades de las corrientes superficiales.
“¿No sentís, exclama, que en corazón de la Nación abismos de abyección se despiertan a la luz y ya claman a los cielos su querer de redención? ¡En verdad cosas han muerto que nunca más han de resucitar y cosas han resucitado que habrán de vivir eternas!”.
Es en este fragmento cuando Yrigoyen estampa la famosa frase que será el lema de los forjistas. En realidad, postula, nada importa que brame la tormenta porque “todo taller de forja parece un mundo que se derrumba”. El Telegrama concluye con un canto de esperanza. En plena noche, en el mar tenebroso, su corazón exulta, aunque con un dejo de melancolía. Porta el estigma de las discrepancias que tiene con su amado discípulo Alvear ya entregado a las presiones colonialistas, y proclive a ceder ante los vencedores de la guerra. Por eso ruega a la Divina Providencia que los ilumine puesto que ambos profesan aspiraciones comunes hacia la patria. Sin embargo, espera seguro el advenimiento del Espíritu, la llegada del Reino de la fraternidad:
“En plena noche, vivo esta aurora que despunta actualmente entre nosotros y contemplo desde ya en mi corazón las glorias del mediodía. Iré…ya las montañas me serán montículos…Voy en la claridad alegre de todas las certidumbres”.
Quedan algunas cuestiones en claro: para Yrigoyen, el pueblo argentino es figura de un pueblo único, universal. Es un pueblo que sufre, lucha, cae y se levanta, pero no para de avanzar. El camino es áspero y está empapado con su sangre, pero nuestro pueblo, pueblo multígeno como lo define Scalabrini Ortiz según vemos en otro capítulo, es todos los hombres, todos hermanos. Está claro que, en la escatología irigoyenista, el fin (destino) no se interpreta como fatum sino como liberación.
Yrigoyen concibe al radicalismo como un Movimiento que vuelve a las “bases espirituales y sentimentales de la nacionalidad, a sus verdaderos soportes humanos”. Es guiado por la “unidad de concepto”. Más aún, el radicalismo es una “religión civil de la Nación, una fraternidad de profesos”. Su planteamiento, anterior a toda parcialidad, es el grito de ultratumba de nuestros mayores que piden cuenta de un “sagrado testamento”.
Es evidente, por último, que el radicalismo se manifiesta como una poética basada en una “reciprocidad de pensamiento y sentimiento ético-lírico”. Roca había suprimido los indios del desierto y los ciudadanos en las ciudades. El radicalismo tomó como misión cuidar que no se desvirtúe el espíritu nacional de sus esencias emocionales y éticas para desplegar todas las posibilidades creadoras mediante una concepción de la política “como mística humana y no como partido”. (Del Mazo, 1951; Yrigoyen, 1984).