por Jorge Torres Roggero
Hacia 1954, Ramón Carrillo sufre los embates de la enfermedad (intensas cefaleas diarias que predicen agravamientos) y la ingratitud de quienes deberían ser sus compañeros. Por un lado, su salud se deteriora y, a pesar de su entrega total, surgen diarias imposibilidades; por el otro, la ausencia de Eva Perón, el ascenso del traidor Tessaire, dejan a Perón rodeado de adulones, arribistas e envidiosos. El Jefe sufre ahora la intemperie y soledad del poder.
A Carrillo se le hace cada vez más difícil tomar contacto personal con el general; plantearle, como siempre lo hizo, cara a cara los problemas. Esto da origen a las magníficas cartas que Carrillo dirige a Perón que son ejemplo de respeto amical, confianza y lealtad. El 16 de julio del 54 llega a decirle: “…necesito tener este desahogo en su confianza, para que sepa que este viejo amigo suyo, que jamás apareció para las buenas, que aguantó en silencio cuantos ataques injustos se le hicieron, siempre estuvo a su lado en los momentos difíciles, porque amo su obra titánica, porque la he visto nacer y crecer. Uno quiere al peronismo como se quiere a un hijo, porque sufrimos en su nacimiento y desarrollo. Es evidente que los neoperonistas, que a ahora nos corren a barrigazos por todos lados, no sentirán tanto como nosotros, los hombres de la guardia vieja. Al contrario, tratan de liquidarnos y desgraciadamente vamos quedando pocos. Tome estimado jefe y amigo, estas palabras como dictadas por el cariño y admiración que le profeso -y no por el deseo espurio de hacer méritos ante Ud.- que nunca lo hice por ser contrario a mi espíritu”.
La carta es una praxis extrema de la lealtad. Y ofrece, además, otra lectura de la realidad: Carrillo, guardia vieja, es en realidad, según hemos visto una vanguardia, una avanzada en política sanitaria. Llegó a proponer que cada fábrica debía ser un centro de salud, que la salud es una inversión con todos y cada uno participando de su financiación y sus beneficios. Además, la Cibernología y su técnica: la biopolítica.
El 16 de julio de 1954, Carrillo presenta su renuncia al Ministerio de Salud Pública de la Nación. El 15 de octubre de ese mismo año, en la cubierta del trasatlántico “Evita” de la flota del Estado, Ramón, su esposa Susana y sus cuatro hijos ven alejarse la ciudad ingrata, los rostros amados de los “cabecitas negras” con sus tonadas y sus esperanzas. Su destino es Nueva York. Nunca más podrá regresar a su patria.
Es el fin de epopeya política, su enfermedad avanza, la ingratitud de algunos, ponen a prueba su temple. Carrillo habita en los barrios más humildes de la gran ciudad de norte. Desea regresar: la oposición asedia al gobierno con ayuda de los medios y el imperialismo. Hacia 1955 comienza a enfrentar dificultades económicas. Con amargura, se entera del bombardeo del 16 de junio por aviones de la marina. A veces, la historia, vertiginosa, parece acelerarse. El 16 de setiembre estalla la subversión. La Marina no tiene otra táctica que la ley del odio: amenaza con la destrucción total. Los ingleses la han provisto, en alta mar, de las espoletas que necesitan para bombardear puertos y refinerías. Consciente de que debía ahorrar sangre de argentinos y de la perdurabilidad de su obra, Perón entrega su renuncia al Ejército y se asila en la Embajada del Paraguay. El vicepresidente, Alberto Tessaire, lloró ante las cámaras de TV y acusó a Perón de desleal, cobarde, dictador. A miles de kilómetros Carrillo se indigna ante la traición de Tessaire y, enterado de que el odio gorila quiere investigar a todos los funcionarios peronistas, gasta sus últimos centavos para enviar un telegrama a Lonardi en que pide ser investigado.
Su hermana Marta lo defiende ante la Junta Nacional de Recuperación Patrimonial justificando las dos casas que le han confiscado. Explica por qué fueron adquiridas y cómo fueron adquiridas. Era su único patrimonio junto a las obras de arte adquiridas a lo largo de su vida y su poblada biblioteca, la niña de sus ojos. Concluía la hermana: “El Dr. Carrillo que durante diez años ha manejado bienes del Estado por valor de más de cinco mil millones de pesos, está en la pobreza porque debe todo lo que aparentemente tiene. Es decir, no tiene nada”. Efectivamente, sus propiedades fueron compradas con créditos hipotecarios y corrientes, eran inferiores al margen correspondiente a su solvencia y estaban ubicados en las barriadas obreras de Villa Calzada y Adrogué. Diez años permanecieron interdictos estos bienes.
Más dolorosa aún le debe haber resultado la confiscación de los bienes de su esposa, Isabel Susana Pomar. Los había heredado de su padre José Pomar. Hombre de mediana posición, la había alcanzado con un negocio de farmacia en la localidad de Castelar. Téngase en cuenta que Isabel Susana Pomar se había casado con Ramón Carrillo en 1946 y su padre falleció en 1947. Como verán, la ley del odio no piensa: ¿de qué modo los bienes provenientes de esa sucesión pueden ser sospechados de enriquecimiento ilícito? Peor aún, también permanecieron diez años interdictos.
A Carrillo se le hizo imposible sostenerse en Nueva York. En su afanosa busca de empleo, logra que una empresa minera norteamericana, “Hanna Mineralization and Company” , lo contrate para una explotación a 150 kilómetros de Belem Do Pará, Brasil.
Fue el primer médico que vieron los obreros, indios caboclos, que vivían en condiciones infrahumanas y sometidos a una brutal explotación.
En el hospital de la ciudad no había servicio de neurología. El director trata de desalentarlo: no hay servicio especializado, no hay partida. Pero para Carrillo “no hay enfermedades, hay enfermos” y le responde que no le interesa cobrar sueldo. Al fin le dan el hueco de una escalera, una mesa y una silla. Poco a poco los jóvenes médicos se fueron acercando al “silencioso” médico argentino. Averiguaron su currículo y empezó a ser invitado a los ateneos científicos. Informados de su real identidad, comenzó a dar clases en el hospital. En el nosocomio de la fuerza aérea entrenó al personal en neurología, Cibernología y administración hospitalaria.
En 1956, su futuro parecía aclararse, pero sobrevino la muerte. Sufrió un derrame cerebral con parálisis de la mitad izquierda del cuerpo. Veinte días luchó con la muerte en el hospital de Belém. Falleció el 20 de diciembre a los cincuenta años de edad.
Pero la persecución de la ley del odio insistió hasta su último instante. Como Ramón, con ayuda de dos amigos, logró que le enviaran su medicación por avión desde Río de Janeiro, el embajador de la Revolución Libertadora (es difícil decir argentino), presentó una protesta ante la cancillería brasileña: ¿cómo, argüía, se proveían cuidados especiales y por vía oficial a un delincuente prófugo como Carrillo?
Su hermano Santiago, en carta a otra hermana, Carmen Antonia, le narra los avatares para la entrega y traslado del cuerpo de Ramón. Sus restos no pueden regresar a la Argentina. Allí quedará, en Belém de Pará, hasta que puedan volver a la patria. Es un modesto nicho municipal con una lápida de mármol negro con su firma grabada. Se buscó lo mejor y más aproximado a las costumbres argentina. En esa zona de Brasil era distinto. “Con decirles, prosigue Santiago, que aquí los ataúdes se alquilan. El fondo de los mismos se abre, girando sobre bisagras, como una trampera. Cuando se realiza un entierro, el cajón se ubica sobre la fosa y se abre el fondo, dejando caer el cadáver, al cual se lo cubre directamente con tierra. Por eso, cuando buscamos el cajón para Ramón nos encontramos con esa desgraciada novedad, que como se imaginarán, contribuyó enormemente a nuestro estado de ánimo”. En consecuencia, hubo que mandar a hacer el cajón de madera y la caja metálica. Y procuraron ponerlo en el lugar más alto para preservarlo de la humedad. Curiosamente, la ley del odio no puede barrer contra el viento de la historia. Los restos de Ramón Carrillo, el Ángel Sanador, fueron repatriados el 20 de diciembre de 1972. Estaba muerto, pero condenado al exilio, porque su cadáver atemorizaba a la oligarquía, aniquilaba el odio. Los héroes de la patria son la semilla viviente del pueblo. Y el pueblo nunca muere; y, siempre vence.
2.- En busca del soplo divino
Ramón carrillo era un justo, un creyente. Veía venir la muerte. En cartas a su hermana “Chata” y a su amigo Segundo Ponzio Godoy, se palpa el sufrimiento que padecía al saberse injustamente investigado, con captura recomendada. Predice, entonces, que “las injusticias tremendas y sangrientas como en mi caso, originarán las desgracias futuras de la República”. Esta carta a Ponzio Godoy es una expresión, como el poema del bíblico Job, del justo sufriente, del hombre sin odios que buscó siempre “el lado bueno” de los humanos con la secreta esperanza de llegar al “rincón en que cada uno de nosotros alberga el soplo divino”.
6 de septiembre de 1956
Querido Ponzio:
“Yo no sé cuánto tiempo más voy a vivir, posiblemente poco, salvo un milagro. También puedo quedar inutilizado y sólo vivir algo más. Ahora estoy con todas mis facultades mentales claras y lúcidas. Quiero que no dudes de mi honradez, pues puedes poner las manos en el fuego por mí.
He vivido galgueando y si examinas mi declaración de bienes y mi presentación a la comisión investigadora encontrarás la clave en muchas cosas. Por pudor siempre oculté mis angustias económicas, pero nunca recurrí a ningún procedimiento ilícito, que estaban a mi alcance y no lo hice por congénita configuración moral y mental.
Eran cosas que mi espíritu no podía superar. Ahora vivo en la mayor pobreza, mayor de la que nadie pueda imaginar, y sobrevivo gracias a la caridad de un amigo. Por orgullo no puedo exhibir mi miseria a nadie, ni a mi familia, pero sí a un hermano como vos.
No tengo la certeza de que algún día alcance a defenderme solo, pero, en todo caso, si yo desparezco, queda mi obra y queda la verdad sobre mi gigantesco esfuerzo, donde dejé mi vida.
Esa obra debe ser reconocida; yo no puedo pasar a la historia como un malversador y ladrón de nafta. Mis ex colaboradores conocen la verdad y la severidad con que manejé las cosas dentro de un tremendo mundo de angustias e infamias. Ellos pueden ayudarte.
Mi capacidad de trabajo está muy reducida, vivo como médico rural en una aldea. Ahora vuelvo a quedarme sin puesto pues la Compañía donde actuaba, levantó el campamento.
A mí poco a poco, se me han cerrado las puertas y no pasa un día que no reciba un golpe. He aceptado todo con la resignación que me es característica. No tengo odios y he juzgado y tratado a los hombres siempre por su lado bueno, buscando el rincón que en cada uno de nosotros alberga el soplo divino.
El tiempo y solo el implacable tiempo, dirá si tuve razón o no al escribirte esta carta, ya que en el horizonte de mis afectos no veo a nadie más capaz que vos de tomar esta tarea cuando llegue el momento, que llegará, cuando las pasiones encuentren su justo nivel. (Ramón Carrillo)
3.- Ramón Carrillo habla de salud pública. Salud y justicia social
“Últimamente hemos tenido una comprobación muy curiosa que ratifica en gran parte lo que hemos dicho en varias oportunidades: la política de salarios y de vivienda, que desarrolló el general Perón desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, ha hecho más por la salud de la población necesitada que todo lo que pudimos haber hecho los médicos en muchos años. Por ejemplo: observamos un descenso en la mortalidad infantil en el norte, que no sabíamos a qué atribuir. Como esto coincidió con la “dedetización” de la zona, pensamos que habría sido consecuencia de la desaparición de las moscas.
Pero un análisis más detenido nos convenció de que se debía primordialmente a que el obrero rural gana más, y a que los niños andan más abrigados y limpios, se alimentan mejor y viven en excelentes condiciones de higiene.
Con buenos jornales en el norte, desaparecerán poco a poco los niños flacos, desnutridos y fisiológicamente miserables. La salud pública debe completar esa obra natural de la política social.
El aspecto actual de los niños del norte no es ni la sombra de las sombras que fueron hasta hace tres años aproximadamente, pero nadie discute que falta mucho por hacer y que apenas estamos en el comienzo de una obra efectiva, concreta y orgánica.
He hablado de política “sanitaria”, pero en realidad la palabra sanitaria está mal empleada, a menos que se la tome como sinónimo de salud pública. Deberíamos decir “política médico-social” o “política Argentina de salud pública”, términos que serían mucho más precisos. Pero empleamos la palabra “sanitaria” un poco por hábito y otro poco por extensión (…).
¿Por qué decimos “Argentina”? Porque toda política sanitaria o de salud pública tiene que ser nacional por distintos motivos. Las condiciones geográficas, las condiciones de vida, las costumbres, los factores epidemiológicos y sociales y una serie de circunstancias, son específicas de cada país, por lo cual su política sanitaria debe ser distinta. No obstante ser nacional, la política sanitaria no puede dejar de ser universal en cuanto a las ideas y principios en que se inspira, e internacional en cuanto a los problemas comunes de los países, especialmente entre los vecinos con dificultades lógicamente similares. Esto tiene la ventaja de que nutriéndose la acción en principios universales se evitan los sectarismos, la lucha de escuelas y las orientaciones. (Ramón Carrillo)