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por Jorge Torres Roggero

carrillo sanadorHacia 1954, Ramón Carrillo sufre los embates de la enfermedad (intensas cefaleas diarias que predicen agravamientos) y la ingratitud de quienes deberían ser sus compañeros. Por un lado, su salud se deteriora y, a pesar de su entrega total, surgen diarias imposibilidades; por el otro, la ausencia de Eva Perón, el ascenso del traidor Tessaire, dejan a Perón rodeado de adulones, arribistas e envidiosos. El Jefe sufre ahora la intemperie y soledad del poder.

A Carrillo se le hace cada vez más difícil tomar contacto personal con el general; plantearle, como siempre lo hizo, cara a cara los problemas. Esto da origen a las magníficas cartas que Carrillo dirige a Perón que son ejemplo de respeto amical, confianza y lealtad. El 16 de julio del 54 llega a decirle: “…necesito tener este desahogo en su confianza, para que sepa que este viejo amigo suyo, que jamás apareció para las buenas, que aguantó en silencio cuantos ataques injustos se le hicieron, siempre estuvo a su lado en los momentos difíciles, porque amo su obra titánica, porque la he visto nacer y crecer. Uno quiere al peronismo como se quiere a un hijo, porque sufrimos en su nacimiento y desarrollo. Es evidente que los neoperonistas, que a ahora nos corren a barrigazos por todos lados, no sentirán tanto como nosotros, los hombres de la guardia vieja. Al contrario, tratan de liquidarnos y desgraciadamente vamos quedando pocos. Tome estimado jefe y amigo, estas palabras como dictadas por el cariño y admiración que le profeso -y no por el deseo espurio de hacer méritos ante Ud.- que nunca lo hice por ser contrario a mi espíritu”.

La carta es una praxis extrema de la lealtad. Y ofrece, además, otra lectura de la realidad: Carrillo, guardia vieja, es en realidad, según hemos visto una vanguardia, una avanzada en política sanitaria. Llegó a proponer que cada fábrica debía ser un centro de salud, que la salud es una inversión con todos y cada uno participando de su financiación y sus beneficios. Además, la Cibernología y su técnica: la biopolítica.

El 16 de julio de 1954, Carrillo presenta su renuncia al Ministerio de Salud Pública de la Nación. El 15 de octubre de ese mismo año, en la cubierta del trasatlántico “Evita” de la flota del Estado, Ramón, su esposa Susana y sus cuatro hijos ven alejarse la ciudad ingrata, los rostros amados de los “cabecitas negras” con sus tonadas y sus esperanzas. Su destino es Nueva York. Nunca más podrá regresar a su patria.

Es el fin de epopeya política, su enfermedad avanza, la ingratitud de algunos, ponen a prueba su temple. Carrillo habita en los barrios más humildes de la gran ciudad de norte. Desea regresar: la oposición asedia al gobierno con ayuda de los medios y el imperialismo. Hacia 1955 comienza a enfrentar dificultades económicas. Con amargura, se entera del bombardeo del 16 de junio por aviones de la marina. A veces, la historia, vertiginosa, parece acelerarse. El 16 de setiembre estalla la subversión. La Marina no tiene otra táctica que la ley del odio: amenaza con la destrucción total. Los ingleses la han provisto, en alta mar, de las espoletas que necesitan para bombardear puertos y refinerías. Consciente de que debía ahorrar sangre de argentinos y de la perdurabilidad de su obra, Perón entrega su renuncia al Ejército y se asila en la Embajada del Paraguay. El vicepresidente, Alberto Tessaire, lloró ante las cámaras de TV y acusó a Perón de desleal, cobarde, dictador. A miles de kilómetros Carrillo se indigna ante la traición de Tessaire y, enterado de que el odio gorila quiere investigar a todos los funcionarios peronistas, gasta sus últimos centavos para enviar un telegrama a Lonardi en que pide ser investigado.

Su hermana Marta lo defiende ante la Junta Nacional de Recuperación Patrimonial justificando las dos casas que le han confiscado. Explica por qué fueron adquiridas y cómo fueron adquiridas. Era su único patrimonio junto a las obras de arte adquiridas a lo largo de su vida y su poblada biblioteca, la niña de sus ojos. Concluía la hermana: “El Dr. Carrillo que durante diez años ha manejado bienes del Estado por valor de más de cinco mil millones de pesos, está en la pobreza porque debe todo lo que aparentemente tiene. Es decir, no tiene nada”. Efectivamente, sus propiedades fueron compradas con créditos hipotecarios y corrientes, eran inferiores al margen correspondiente a su solvencia y estaban ubicados en las barriadas obreras de Villa Calzada y Adrogué. Diez años permanecieron interdictos estos bienes.

Más dolorosa aún le debe haber resultado la confiscación de los bienes de su esposa, Isabel Susana Pomar. Los había heredado de su padre José Pomar. Hombre de mediana posición, la había alcanzado con un negocio de farmacia en la localidad de Castelar. Téngase en cuenta que Isabel Susana Pomar se había casado con Ramón Carrillo en 1946 y su padre falleció en 1947. Como verán, la ley del odio no piensa: ¿de qué modo los bienes provenientes de esa sucesión pueden ser sospechados de enriquecimiento ilícito? Peor aún, también permanecieron diez años interdictos.

A Carrillo se le hizo imposible sostenerse en Nueva York. En su afanosa busca de empleo, logra que una empresa minera norteamericana, “Hanna Mineralization and Company” , lo contrate para una explotación a 150 kilómetros de Belem Do Pará, Brasil.

Fue el primer médico que vieron los obreros, indios caboclos, que vivían en condiciones infrahumanas y sometidos a una brutal explotación.

En el hospital de la ciudad no había servicio de neurología. El director trata de desalentarlo: no hay servicio especializado, no hay partida. Pero para Carrillo “no hay enfermedades, hay enfermos” y le responde que no le interesa cobrar sueldo. Al fin le dan el hueco de una escalera, una mesa y una silla. Poco a poco los jóvenes médicos se fueron acercando al “silencioso” médico argentino. Averiguaron su currículo y empezó a ser invitado a los ateneos científicos. Informados de su real identidad, comenzó a dar clases en el hospital. En el nosocomio de la fuerza aérea entrenó al personal en neurología, Cibernología y administración hospitalaria.

En 1956, su futuro parecía aclararse, pero sobrevino la muerte. Sufrió un derrame cerebral con parálisis de la mitad izquierda del cuerpo. Veinte días luchó con la muerte en el hospital de Belém. Falleció el 20 de diciembre a los cincuenta años de edad.

Pero la persecución de la ley del odio insistió hasta su último instante. Como Ramón, con ayuda de dos amigos, logró que le enviaran su medicación por avión desde Río de Janeiro, el embajador de la Revolución Libertadora (es difícil decir argentino), presentó una protesta ante la cancillería brasileña: ¿cómo, argüía, se proveían cuidados especiales y por vía oficial a un delincuente prófugo como Carrillo?

Su hermano Santiago, en carta a otra hermana, Carmen Antonia, le narra los avatares para la entrega y traslado del cuerpo de Ramón. Sus restos no pueden regresar a la Argentina. Allí quedará, en Belém de Pará, hasta que puedan volver a la patria. Es un modesto nicho municipal con una lápida de mármol negro con su firma grabada. Se buscó lo mejor y más aproximado a las costumbres argentina. En esa zona de Brasil era distinto. “Con decirles, prosigue Santiago, que aquí los ataúdes se alquilan. El fondo de los mismos se abre, girando sobre bisagras, como una trampera. Cuando se realiza un entierro, el cajón se ubica sobre la fosa y se abre el fondo, dejando caer el cadáver, al cual se lo cubre directamente con tierra. Por eso, cuando buscamos el cajón para Ramón nos encontramos con esa desgraciada novedad, que como se imaginarán, contribuyó enormemente a nuestro estado de ánimo”. En consecuencia, hubo que mandar a hacer el cajón de madera y la caja metálica. Y procuraron ponerlo en el lugar más alto para preservarlo de la humedad. Curiosamente, la ley del odio no puede barrer contra el viento de la historia. Los restos de Ramón Carrillo, el Ángel Sanador, fueron repatriados el 20 de diciembre de 1972. Estaba muerto, pero condenado al exilio, porque su cadáver atemorizaba a la oligarquía, aniquilaba el odio. Los héroes de la patria son la semilla viviente del pueblo. Y el pueblo nunca muere; y, siempre vence.

2.- En busca del soplo divino

Ramón carrillo era un justo, un creyente. Veía venir la muerte. En cartas a su hermana “Chata” y a su amigo Segundo Ponzio Godoy, se palpa el sufrimiento que padecía al saberse injustamente investigado, con captura recomendada. Predice, entonces, que “las injusticias tremendas y sangrientas como en mi caso, originarán las desgracias futuras de la República”. Esta carta a Ponzio Godoy es una expresión, como el poema del bíblico Job, del justo sufriente, del hombre sin odios que buscó siempre “el lado bueno” de los humanos con la secreta esperanza de llegar al “rincón en que cada uno de nosotros alberga el soplo divino”.

6 de septiembre de 1956

Querido Ponzio:

“Yo no sé cuánto tiempo más voy a vivir, posiblemente poco, salvo un milagro. También puedo quedar inutilizado y sólo vivir algo más. Ahora estoy con todas mis facultades mentales claras y lúcidas. Quiero que no dudes de mi honradez, pues puedes poner las manos en el fuego por mí.

He vivido galgueando y si examinas mi declaración de bienes y mi presentación a la comisión  investigadora encontrarás la clave en muchas cosas. Por pudor siempre oculté mis angustias económicas, pero nunca recurrí a ningún procedimiento ilícito, que estaban a mi alcance y no lo hice por congénita configuración moral y mental.

Eran cosas que mi espíritu no podía superar. Ahora vivo en la mayor pobreza, mayor de la que nadie pueda imaginar, y sobrevivo gracias a la caridad de un amigo. Por orgullo no puedo exhibir mi miseria a nadie, ni a mi familia, pero sí a un hermano como vos.

No tengo la certeza de que algún día alcance a defenderme solo, pero, en todo caso, si yo desparezco, queda mi obra y queda la verdad sobre mi gigantesco esfuerzo, donde dejé mi vida.

Esa obra debe ser reconocida; yo no puedo pasar a la historia como un malversador y ladrón de nafta. Mis ex colaboradores conocen la verdad y la severidad con que manejé las cosas dentro de un tremendo mundo de angustias e infamias. Ellos pueden ayudarte.

Mi capacidad de trabajo está muy reducida, vivo como médico rural en una aldea. Ahora vuelvo a quedarme sin puesto pues la Compañía donde actuaba, levantó el campamento.

A mí poco a poco, se me han cerrado las puertas y no pasa un día que no reciba un golpe. He aceptado todo con la resignación que me es característica. No tengo odios y he juzgado y tratado a los hombres siempre por su lado bueno, buscando el rincón que en cada uno de nosotros alberga el soplo divino.

El tiempo y solo el implacable tiempo, dirá si tuve razón o no al escribirte esta carta, ya que en el horizonte de mis afectos no veo a nadie más capaz que vos de tomar esta tarea cuando llegue el momento, que llegará, cuando las pasiones encuentren su justo nivel. (Ramón Carrillo)

3.- Ramón Carrillo habla de salud pública. Salud y justicia social

“Últimamente hemos tenido una comprobación muy curiosa que ratifica en gran parte lo que hemos dicho en varias oportunidades: la política de salarios y de vivienda, que desarrolló el general Perón desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, ha hecho más por la salud de la población necesitada que todo lo que pudimos haber hecho los médicos en muchos años. Por ejemplo: observamos un descenso en la mortalidad infantil en el norte, que no sabíamos a qué atribuir. Como esto coincidió con la “dedetización” de la zona, pensamos que habría sido consecuencia de la desaparición de las moscas.

Pero un análisis más detenido nos convenció de que se debía primordialmente a que el obrero rural gana más, y a que los niños andan más abrigados y limpios, se alimentan mejor y viven en excelentes condiciones de higiene.

Con buenos jornales en el norte, desaparecerán poco a poco los niños flacos, desnutridos y fisiológicamente miserables. La salud pública debe completar esa obra natural de la política social.

El aspecto actual de los niños del norte no es ni la sombra de las sombras que fueron hasta hace tres años aproximadamente, pero nadie discute que falta mucho por hacer y que apenas estamos en el comienzo de una obra efectiva, concreta y orgánica.

He hablado de política “sanitaria”, pero en realidad la palabra sanitaria está mal empleada, a menos que se la tome como sinónimo de salud pública. Deberíamos decir “política médico-social” o “política Argentina de salud pública”, términos que serían mucho más precisos. Pero empleamos la palabra “sanitaria” un poco por hábito y otro poco por extensión (…).

¿Por qué decimos “Argentina”? Porque toda política sanitaria o de salud pública tiene que ser nacional por distintos motivos. Las condiciones geográficas, las condiciones de vida, las costumbres, los factores epidemiológicos y sociales y una serie de circunstancias, son específicas de cada país, por lo cual su política sanitaria debe ser distinta. No obstante ser nacional, la política sanitaria no puede dejar de ser universal en cuanto a las ideas y principios en que se inspira, e internacional en cuanto a los problemas comunes de los países, especialmente entre los vecinos con dificultades lógicamente similares. Esto tiene la ventaja de que nutriéndose la acción en principios universales se evitan los sectarismos, la lucha de escuelas y las orientaciones. (Ramón Carrillo)

“Todo taller de forja parece un mundo que se derrumba.”(Hipólito Yrigoyen)

Imagen libro jauretcheSegún J. J. Hernández Arregui, Jauretche “realizó en Buenos Aires diversas tareas y unió la característica rapidez mental del porteño (…) con aferradas raíces provincianas, que impregnan sus escritos de una gracia sencilla e inconfundible. Es uno de los periodistas polémicos (subrayamos) argentinos más eficaces, dotado de una intuición certera para comprender los problemas y organizarlos en la idea central que ha ocupado su vida: el país argentino. Su acción política, literaria y humana, cubre con su personalidad abundosa la literatura de FORJA y le da esa tónica profundamente nacional que ubica al movimiento en un lugar único dentro de las ideas políticas en la Argentina. Desde el punto de vista popular, FORJA fue Arturo Jauretche, creador de slogans y propulsor de tumultos juveniles. A él se deben los vocablos incorporados al pensar nacional directo, como ‘cipayos’, ‘vendepatrias’, ‘el estatuto legal del coloniaje’, etcétera.”

Era nuestra intención obviar el recuerdo de FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina), nos parecía redundante. Sin embargo, tres razones nos mueven a perfilar los caracteres de este fecundo movimiento juvenil que sentó escuela en nuestra historia política al inculcar (las doctrinas se inculcan, no se enseñan) su apotegma básico e inicial: “Sentir y obrar como argentinos”.

1) Es el mismo Jauretche quien nos induce a ser redundantes cuando en la introducción del Manual de zonceras argentinas (1974) asegura que “redundar es necesario, porque el que escribe a ‘contra corriente’ de las zonceras no debe olvidar que lo que se publica o se dice está destinado a ocultar o deformar su naturaleza de tales. Así, al rato no más de leer lo que aquí se dice, el mismo lector será abrumado por la reiteración de los que las utilizan como verdades inconcusas”.

2) Si como dice León Bloy (1975) todo hombre es “simbólico y en la medida de su símbolo es que resulta un viviente” y la historia es como un inmenso texto litúrgico “donde las notas y los puntos valen tanto como versículos y capítulos enteros”, recién cuando se cumple una vida o un destino, podemos saber “qué ha venido a hacer a este mundo”. Hoy podemos afirmar que FORJA fue el acontecimiento nuclear del destino que debía realizar Jauretche. En lenguaje de L. Bloy, FORJA fue su acto libre y necesario, a la vez, de lo que resulta una “armonía incomprensible entre el libre albedrío y la presencia”.

Según Hernández Arregui, Jauretche junto con Scalabrini Ortíz, representaban el ala de “acción proselitista popular” y la “proyección en las masas del esclarecimiento nacional”. Era, además, el fundador de un lenguaje cuyo principal exponente expresivo estaba constituido por el tan vilipendiado “slogan” que pasaremos a llamar “apotegma”. El apotegma, en efecto, puede ser un instrumento de propaganda bastarda. Pero también ha sido siempre, en todos los pueblos, el discurso vivo de las doctrinas; en ese sentido, es adoctrinamiento tomando la palabra, para usar un término marechaliano, en sentido “mejorativo”.

¿Por qué, nos podrían preguntar, el apotegma es el discurso de las doctrinas? Respondemos:

porque “las doctrinas, básicamente, no son cosas susceptibles sólo de enseñar, porque el saber una doctrina no representa gran avance sobre el no saberla. Lo importante en las doctrinas es inculcarlas, vale decir, que no es suficiente conocer la doctrina: lo fundamental es sentirla, y lo más importante, amarla.” (Perón, 1971)

Una doctrina implica, por lo tanto, conocimiento, sentimiento y mística y está relacionada con la acción, porque ella surge del ejemplo.

Los que tienen bien claras las síntesis doctrinarias enarbolan, según Perón, una sólida verdad o creencia que da como resultado la “unidad de concepción”. Por eso “marchan unidos a los que sienten y obran como él y se conduce a sí mismo”, es decir, “lleva en su mochila el bastón de mariscal”. Con esto queremos decir que FORJA (cuya conducción asume Jauretche en 1940) constituye el acontecimiento nuclear de su vida, y por lo tanto, un contexto básico capaz de marcar todos los signos con que a lo largo de su existencia tratará de aprehender el duro sentido del acontecer histórico argentino. En FORJA halla una causa por la cual luchar, por la cual vivir y morir, porque toda causa está siempre en el comienzo, en el proceso y en el significado final de un destino, ya se manifieste en un plano personal, grupal, nacional o ecuménico. Recordemos que también Yrigoyen predicaba la “unidad de concepto” como base de la militancia radical. Para él, el radicalismo era un Movimiento histórico que vuelve a las bases espirituales y sentimentales de la Nación y no sólo una simple parcialidad política. Más aún, es la “concepción política como mística humana y no como simple partido”, es la “religión civil de la Nación, una fraternidad de profesos, un planteamiento anterior y superior a la simple parcialidad” (Del Mazo, 1951; Yrigoyen, 1984).

3) La tercera razón que nos mueve a resumir las aspiraciones básicas de FORJA es que constituye, en la historia argentina moderna, el único ejemplo de regeneración política del movimiento nacional (al menos hasta ahora).

A través de FORJA se descubre el hilo conductor que une la cultura criolla ancestral con los dos grandes movimientos de nuestra historia en el S.XX: el yrigoyenismo y el peronismo. Ellos significan, en conjunto, la manifestación de nuestras posibilidades creativas, el atisbo de la potencia que germina en la oscura y denostada entraña de la chusma y el aluvión zoológico.

¿Qué era FORJA? Hernández Arregui señala algunos de sus rasgos típicos.

1) Volver a colocar como centro de la vida personal, social, económica y política, a la Nación. Se unía así a las tradiciones federalistas de la Argentina criolla de antes de 1852.

2) Retorno al contenido originario de los postulados de la Reforma Universitaria de 1918 entre cuyas exigencias había una que rezaba de la siguiente manera: “En adelante, sólo podrán ser maestros en la futura república universitaria los verdaderos constructores de almas, los creadores de verdad, de belleza y de bien.”  (Manifiesto de Córdoba, 1918)

Ciertamente, la trilogía precedente no parece expresión de un materialismo reductivista, Funciona, más bien, como engarce con respecto a una vieja cultura que no se funda en el interés, la competencia o la producción como fin. Los jóvenes reformistas mezclaban el culto de los maestros griegos con la pasión anarquista. Saúl Taborda (1918), uno de los ideólogos de la reforma, postulaba, en Reflexiones sobre el ideal político de América, que los únicos maestros dignos de tal nombre eran Platón y Kropotkin. Taborda denunciaba, asimismo, la “plebocracia” irigoyenista. Es una contradicción que explayaremos más adelante: la Reforma Universitaria era inconcebible sin las masas plebeyas del irigoyenismo, pero los estudiantes se opusieron, conspiraron y festejaron la derrota de los gobiernos populares tanto de Yrigoyen como, posteriormente, de Perón.

3) Un importante rasgo de FORJA es su carencia de influencias europeas inmediatas (rasgo que no comparten nuestros nacionalismos) puesto que sus raíces se hunden en el doctrinarismo de Yrigoyen. Es decir, en aquello que no fue enseñado sino inculcado con la palabra y el ejemplo del primer conductor del S. XX.

4) Usando una expresión de Jauretche, podríamos asegurar que no eran “novios asépticos de la revolución”, sino que cifraban las esperanzas de una Nueva Argentina en la acción de las masas populares. En otras palabras, venían a mostrarnos que la realidad efectiva es más amplia que nuestros esquemas que más de una vez se han paralizado de horror ante un descamisado porque no figuraba en ningún texto europeo ni capitalista ni marxista. Jauretche pensaba que la revolución no es como una casa nueva recién pintada y con jardín al frente. Por lo contrario, todo está en construcción y por terminarse. Por eso “el viejo revolucionario debe resignarse a ser un espectador donde creyó ser actor de primera fila” (1984).

“Su actitud en ese momento es la prueba de fuego; ella nos dice si el luchador estaba en lo profundo de los acontecimientos que reclamaba o sólo en la superficial, pues debe resignarse al drama del silencio, tironeado entre lo que anda mal y el mal que hará al proceso que ayudó a crear si lo combate pues pronto es arrastrado a la posición de sus adversarios irreductibles”.

Ese es, sin duda, un error irreparable, porque “una cosa son las críticas a las imperfecciones del proceso y otra el plan revanchista de los vencidos por la historia”. Ese es un momento de sumo riesgo. Si se niega a sí mismo, puede convertirse en instrumento de la revolución antinacional.

6) Por su enfoque nacional y latinoamericano era natural en los forjistas una posición antiimperialista frente a la hegemonía británica y las pretensiones norteamericanas. Su enfrentamiento era frontal y totalizante: comprendía una confrontación cultural.

En síntesis, resulta imposible hablar de descolonización del pensamiento en Argentina sin hablar de FORJA que fue el último bastión del radicalismo ya entregado al pensamiento colonial y a la oligarquía. FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina) fue fundada en 1935. Su proclama postulaba que:

 “…el proceso histórico argentino en particular y el americano en general revelan la existencia de una lucha permanente del pueblo en procura de su soberanía para la realización de los fines emancipadores de la Revolución Americana, contra las oligarquías como agentes de los imperialismos en penetración económica, política y cultural, que se oponen al total cumplimiento de los destinos de América” (CALGARO: 1976).

Reconocen que la Unión Cívica Radical fue desde sus orígenes la fuerza destinada a realizar la soberanía popular y los fines emancipadores; que, en ese momento, a raíz del golpe oligárquico de 1930, han recrudecido los obstáculos para el ejercicio de la voluntad popular y por lo tanto se ha agudizado “la realidad colonial, económica y cultural del país”. Por ello es necesario precisar “las causas y los causantes” del enfeudamiento argentino al privilegio de los monopolios extranjeros, proponer los modos de reivindicación y adoptar una “táctica de lucha” de acuerdo a la naturaleza de los obstáculos. Desde esos principios y de acuerdo a esos fines, los jóvenes radicales se dirigen a todos los argentinos “que aspiran a invertir sus esfuerzos en la construcción de la Argentina grande y libre soñada por Hipólito Yrigoyen”. De tal modo, FORJA canceló la concepción abstracta de unidad y emancipación nacional y la desplazó hacia los hechos concretos.

En esa línea, Jauretche se distingue como el propulsor del carácter netamente popular de FORJA. Fue creador de “eslóganes” y protagonista de tumultos juveniles. A él se debe una retórica basada en la realidad e incorpora expresiones que luego serán bandera de lucha de las jóvenes generaciones: “cipayos”, “vendepatria”, “estatuto legal del coloniaje”, entre otras.

Los muchachos de FORJA colocan como centro de la vida personal, social, económica y política a la nación mediante la puesta en movimiento de la democracia federal de las montoneras del S.XIX. Retoman los postulados americanistas de la Reforma Universitaria de 1918, simpatizan con las posturas del APRA, apoyan la campaña continental de Manuel Ugarte e influyen en MNR boliviano (Paz Estensoro). Su apego a la realidad desnuda destruye sin compasión los esquemas de intelectuales, políticos y grupos minoritarios que todavía se paralizaban horrorizados ante los chusmas, los chinos, los guasitos del campo, los gringuitos de la chacra. Germinaban todavía en el subsuelo los descamisados, cabecitas y grasas. En 1945, los forjistas les darían una bienvenida alborozada. Es que, a pesar de ser universitarios, ponían especial énfasis en la “universidad de la vida”.

Los críticos suelen asegurar que FORJA carece de ideología y no les falta razón. Los forjistas postulan la primacía del debate y de la acción política. Ellos abrazan una causa, la viven y la formulan como un balbuceo. Pero ese balbuceo es el inicio de un pensar propio, de una razón ajena al racionalismo impuesto. Producen, por lo tanto, una ruptura del discurso alienado para dejar que se manifieste la lengua viva del pueblo. Jauretche practicará el “difícil arte de hablar fácil”.

            De tal modo sus enunciados devienen signos de inmediatez. Sus palabras son una resonancia del amasijo informe de la realidad y, a la vez, la multiplicidad deforme de la imagen que devuelve el espejo resquebrajado de la patria. Parten de una realidad que “pronuncian” y al pronunciarla, afrontan acusaciones de pesimismo. Ponen de manifiesto que los medios de comunicación y transporte, las empresas monopolizadoras del comercio exterior, la mayor parte de las empresas de servicios públicos, las más grandes estancias, las mejores tierras de la Patagonia, todas las grandes tiendas, todas las empresas que tienen ganancias y están protegidas por el Gobierno Argentino, los directores del Banco Central que manejan la moneda y el crédito y las Islas Malvinas son inglesas. Pero también la educación, los grandes medios periodísticos, las instituciones culturales, las sociedades de escritores, han sido tomados por el pensamiento colonial. Porque el sometimiento ocurre primero en las mentes. Por eso el dominio colonial no necesitó en Argentina un ejército de ocupación: la oligarquía se ocupó de organizar las instituciones y las leyes para favorecer el dominio extranjero y reprimió con saña todo intento popular de rebelión. El intelectual ejerció con eficiencia, a cambio de prestigio y prebendas, su principal función en el aparato legal del coloniaje: oficiar de policía epistemológica sobre la mente de los argentinos. Así fue cómo se consumó la ominosa separación entre lo que se piensa y lo que se vive. Mientras, los “radicales fuertes” resistían la política de Marcelo T. de Alvear y denunciaban la convivencia de los falsos dirigentes con las fuerzas imperialistas: “…desde el 6 de septiembre, el país llegó a ser desembozadamente la factoría de los trusts que habían pagado el alzamiento”.

            Los forjistas se reunían en un sótano para discutir la realidad nacional, elaboraban sus panfletos y luego realizaban actos relámpagos en las esquinas. La policía los disolvía, a veces metía presos a algunos, pero volvían a reagruparse en una especie de guerrilla epistemológica destinada a denunciar el imperialismo, el fraude, la explotación y la colonización cultural. Algunos historiadores dicen que, en realidad, nadie los escuchaba y que su influencia fue mínima en el accionar posterior de las masas populares. Tendríamos, sin embargo, que reivindicar en ellos una actitud poco frecuente en los intelectuales por más des-coloniales que parezcan: la humildad que les permitió, en su momento, perderse en un codo con codo en la inmensa marea de la muchedumbre del 17 de octubre de 1945. No se consideraron artífices de revolución alguna, no tomaron ninguna pose de iniciadores de nada, no reclamaron méritos ni reconocimientos. Como alguna vez reconoció Jauretche, la cuestión se resolvía de un modo simple: “¡Humildad, humildad, y menos cientificismo y mejor conocimiento de la realidad!” (Jauretche, 1984)”. En realidad, el postulado forjista predica que la supuesta carencia teórica no excluye el desarrollo de una doctrina nacional y aun de carácter general. Pero la condición es que nazca de la naturaleza misma de la nación y se proponga fines acordes con la misma: “Promover un modo nacional de ver las cosas como punto de partida previo a toda doctrina política del país, precisamente lo inverso de lo que hacían los partidos de doctrina”.

Los intelectuales coloniales, según Jauretche, consideraban al hombre una entelequia, una abstracción y no se reconocían en el hombre de carne y hueso que está a su lado. Derramaban lágrimas y discurseaban encendidas protestas por todas las muertes violentas que se producían en el mundo. Sin embargo, en 1955, cuando fusilaban obreros ante sus propios ojos, las palabras más injuriosas y los calificativos más denigrantes para los masacrados insurgieron desde el campo intelectual. De ahí que, en tren de caracterizar algunos rasgos perdurables de los forjistas, Jauretche sostiene que los que han actuado en FORJA, cualquiera sea la línea política que hayan seguido, siempre lo hicieron dentro de la línea nacional. Los forjistas renunciaron a toda posibilidad de preeminencia personal. Se dedicaron a la docencia cívica en un momento en que todas las perspectivas nacionales estaban clausuradas por la traición del radicalismo. Lo mismo que los movimientos federales del S.XIX, carecen de doctrina explícita y de programa, de definiciones formales. Predominan las soluciones intuitivas dictadas por los acontecimientos (historia real) y las aspiraciones nacionales (populares). Son una pequeña minoría que intentó recuperar el radicalismo para su función histórica y no lo logró. Tampoco pudieron confirmarse como una fuerza política de sustitución. Fracasaron. En ningún intento tuvieron éxito material. Pero, dice Jauretche, comprendieron, por fin, que su aporte al pensamiento argentino consistía en practicar un método y un modo de conocer la realidad y de señalar el rumbo cierto de una política nacional. Como los mestizos, indios y mujeres de la independencia, vencen con sus derrotas. Mantienen viva la brasa invisible en las cenizas, auscultan el corazón de la Argentina latente. Convencidos de que los hechos unifican y las abstracciones dividen, esperan confiados los vientos de octubre. En las dictaduras, al desaparecer el pueblo del Estado, por genocidio o por escarmiento, el país real es sepultado. Entonces aparecen aquellos que llaman saldo exportable a los faltantes del consumo popular. Proclaman una divisa fuerte para un pueblo débil; y reducen el poder de compra para que el mercado interno no interfiera en el precio de las exportaciones:

 “Los estancieros argentinos tiraban manteca al techo en cabarets de París, tal vez la manteca que faltaba en los hogares argentinos. Y 1910 es su momento cumbre, la euforia de la granja constituida como nación” (1984).

Ya en 1956, durante otro golpe militar, ocurrió el primer genocidio del siglo XX en Argentina. Pero, confiesa Jauretche, ningún intelectual del mundo movió una tecla para protestar. Claro, eran “cabecitas negras”, “descamisados”, “malevos peronistas” y para el saber colonial no entraban en ninguna de sus “categorías modelizadoras”. Por eso Jorge Luis Borges se negó a firmar un petitorio a favor de Ernesto Sábato, que, a pesar de no ser peronista, había renunciado a la dirección de Mundo Argentino tras denunciar las torturas aplicadas a los obreros peronistas y estas fueron sus razones: “Después la gente se pone sentimental porque fusilan a unos malevos” (29/06/1956, Bioy Casares, 2006).

 Las palabras de Borges, sacadas de su contexto burlesco, obedecen a la misma matriz intelectual que el decreto 4161 del 5 de mayo de 1956. En él se dispone la prohibición del pensamiento peronista cualquiera fuere su soporte: «imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, doctrina, artículos y obras artísticas que pretendan tal carácter o pudieran ser tenidas por alguien como tales».

Américo Ghioldi, líder del Partido Socialista, ante la resistencia de los obreros peronistas, justificó las masacres de León Suárez, de Lanús, de Berisso, de tantos otros lugares y los quince mil presos, con la sentencia: “La letra con sangre entra” y, demostrando que había leído Macbeth, incitó a la represión indiscriminada con una adaptación “lácteo-sangrienta”, dice Jauretche, del odio de la señora inglesa: “Se acabó la leche de la clemencia”.  He ahí un terreno fértil para los intelectuales que, desde los campus del norte, especulan sobre los avatares de la descoloniedad. ¿Por qué no hablar del odio al pueblo como matriz colonial del poder y por qué no llamar por su nombre a los “profetas del odio”?  Patalear en el suelo de la historia viva es “actualizarse” porque es en ella cuando se sabe si uno es colonial o descolonial. Postular la teoría cuando ya todo pasó, no tiene gracia. Según Jauretche, en 1945, los socialistas, que siempre habían hablado de la “blusa obrera”, se horrorizaron cuando vieron por fin las masas revolucionarias porque venían “descamisadas”; y los comunistas, novios eternos de la revolución, le exigieron “certificado pre-nupcial”. Por eso para arrebatar la cultura de manos de los coloniales hay que decir las cosas como se dicen en el café, en la casa, en el trabajo. Así se podrá salir de la trampa.

            El pensamiento colonialista, postula Jauretche, intenta adaptar los hechos nacionales a los “cuadros sinópticos” confeccionados con lo que pasa afuera. Habrá que bucear testimonios directos o aviesamente ocultos porque su “rumor no se ha apagado para quien se recuesta, con el oído pegado a la tierra en que nació, y oye el pulso de la historia como un galope a la distancia” (1967).

            En un país colonial se enseña a ver la historia fuera del espacio y del tiempo. Se pierde de este modo conexión con la realidad y, con ella, la noción de la continuidad e “inmediatez del país presente con el de ayer”. Aunque, por supuesto, “saber cómo fueron las cosas no implica olvidar que lo pasado pasó” (1967).

             La colonialidad del saber consiste, de acuerdo a este criterio, en llamar intelectual, no al que ejercita la inteligencia, sino al ilustrado en cosas nuevas. Son los que aclaran a cada rato su “actualización”: “los estudios actuales”, “en la actualidad”, “la crítica actual”. Jauretche propugna que para llamar a las cosas por su nombre será necesario desaprender y como decía Scalabrini Ortiz: “perforar las olas de lo contingible, resistir la compresión, soportar el ahogo y discernir en la profundidad” (1973,26):

“La incapacidad para ver el mundo desde nosotros mismos ha sido sistemáticamente cultivada en nuestro país. No pretendo desdeñar los factores lógicos que hacen gravitar lo universal, sino señalar cómo se ha evitado la compensación natural con lo propio y la síntesis equilibrada en la expresión de nuestra personalidad. De aquí que el iletrado se desoriente mucho menos que el             culto cuando trata nuestros    problemas “in-concreto”. No lo digo en elogio del analfabetismo, como apuntará maliciosamente alguno,       pero sí en demérito de la mala ilustración.” (JAURETCHE: 1967)

Jauretche postula que la cultura, la civilización, los derechos del hombre se refieren en la mentalidad del poder colonial, en lo íntimo de su pensamiento y hasta en su subconsciente a una humanidad de muy estrechos límites. Hay metrópolis, hay centros de poder, hay imperialismo internacional del dinero, hay etnocidio electrónico ejercido con violencia sobre aquellos que pertenecemos a “un suburbio de su ciudad humana”. Por eso Jauretche piensa que los ignaros, los humildes, que se regulan por las normas vivenciales de la proximidad histórica, económica, geográfica, cultural, aciertan con más eficacia que los “chicago boys” y toda la caterva de “boys”, en nuestros problemas porque su “método se parece más al método de la ciencia”. La Libertad es su libertad. Su economía es el efecto que percibe y “perciben los de su gremio, su clase, su ciudad, su provincia, su nación”.

FORJA nació de una semilla echada en la oscuridad de la cárcel, después de la fracasada revolución de Paso de los Libres. Nace en 1935, crece y fructifica a lo largo de diez años, hasta que en octubre de 1945 vuelve a la tierra de donde salió y se pierde en ella: la muchedumbre innúmera cuerpo grandioso y comunitario, según Scalabrini Ortiz, del Espíritu de la Tierra.

Los forjistas abrazan una causa, la viven, y la formulan con un balbuceo. Ese balbuceo es un germen de luz de futuras proyecciones, es el comienzo de un pensar propio, de una razón que no será racionalismo impuesto.

Como decía Oliverio Girondo (1968): “la tartamudez es preferible al plagio”. La palabra FORJA supone también una fe: la fe en la palabra que emana del acontecer específico e irreductible de nuestra Patria.

En el momento en que Europa comenzaba a manifestar las evidencias de la declinación de su proyecto histórico, estos jóvenes venían a proclamar la fe en el destino argentino, a destruir la distancia entre el dicho y el hecho.

¿Por qué era una fe? Porque como decía Scalabrini, sus palabras:

“podrían haber sido embellecidas, adecuándolas a técnicas comprobadas de retórica, pero así se hubiera desvirtuado su fealdad primitiva de germen. El germen no se talla sin riesgo de destruir el tiempo venidero que la vitalidad de su misteriosa estructura contiene. He preferido el germen vivo a la perfecta talla inerte.”

FORJA es, entonces, la ruptura de un discurso enajenado para dejar que se manifieste la lengua viva de la Patria. Por eso se proyectan más allá de los golpes de Estado y las dictaduras, como la palabra latente del pueblo.

En una época en que los marxistas llamaban fascismo a toda tentativa social que enarbolara como divisa la bandera argentina y en que los nacionalistas denominaban marxismo a todo intento de descifrar el enigma de la invisible cadena económica que nos uncía, los hombres de FORJA se comprometieron con los perdedores, con los ayunos de poder, de dinero y cultura, para ganar el alma y el corazón de la Nación, la imagen sin sombras de la Patria.

Jorge Torres Roggero (Cap. V, del libro Jauretche, profeta de la esperanza)

 

(Prólogo del libro Los poetas que cantan, Vol. 9, Edición dedicada a Juan Gelman, Comisión Municipal de Folklore de Cosquín)

«Canten canten compañeros/ de coplas no anden llorando/

 que en mi casa tengo un árbol/ de coplas se está ladiando». (Eulogia Tapia)

  1. 1.     ¿Poeta o letrista?

ImagenLa expresión del título se refiere  a esta pregunta de Julio Cortázar. “¿Por qué diablos hay entre nuestra vida y nuestra literatura una especie de “muro de la vergüenza”? Se refería al escritor  típico, el que al ponerse a trabajar se calza el cuello duro y deja de pensar, inventar o hablar con las palabras llenas de pasiones, memorias y esperanzas  del habla cotidiana. Ciertamente, “el muro de la vergüenza” fue levantado en nuestra literatura en sus orígenes mismos. Siempre se habló de poetas o vates por un lado y de cantores o letristas por otro. De una cuestión meramente retórica, se hizo una cuestión de categorías académicas y de discriminación  social. En ese sentido, cobra especial interés  esta nueva edición de Los poetas que cantan. El título es  una feliz reivindicación tanto del poeta como del canto. Todavía en 2001, el prólogo de Félix luna titubeaba con la antigua distinción entre poeta y letrista. Aclaraba: “Este libro recoge parte de las labores de los poetas que fueron, a la vez, letristas”.

  1. 2.     El canto del pueblo

El lenguaje es el cuerpo viviente del pueblo, es un flujo de sonido que simboliza un río de acciones, una masa de afectos y una sintaxis de conducta en continuo dinamismo. Y como los seres humanos tienen la inclinación a divertirse, fija, mediante el placer, la instrucción de la memoria común. Lo hace por ejemplaridad, no por ideas ni principios. Es en el goce de estar juntos  que se entra en acción para socorrer la necesidad social y suscitar fiestas y sentimientos comunes.

Causar alegría, divertir a los hombres: tal el campo semántico preferido del pensamiento popular y su única vía de penetración en el cerrado mundo de los  administradores de lo social y culturalmente válido. Al final de sus avatares, Martín Fierro rescata una de las virtualidades de su oficio de cantor: «…Y ya dejo el estrumento/ con que he divertido a ustedes».

Sarmiento, en sus Viajes alude a los «bardos plebeyos», a la «literatura semi-bárbara» de la pampa y confiesa: «A mi me retozan las fibras cuando leo las inmortales pláticas de Chano el cantor, que andan por aquí en boca de todos». Se refería al gaucho cantor de los diálogos patrióticos de Bartolomé Hidalgo que denunciaba la corrupción, las injusticias, la “tropilla de pobres” y de viudas empujadas a la prostitución en los inicios de la Patria. Ese “retozar” de las “fibras” sarmientinas  manifiesta de modo inconsciente la oralidad oculta en lo escrito y cómo  las  «pláticas» del cantor se dispersan, contradicción viva, en la  inmortalidad del «boca en boca» que ilustra lo que venimos sosteniendo.

Domingo Bravo sostenía que las miles coplas picarescas y alegres, patrimonio del pueblo santiagueño, refutan el concepto letrado de la tristeza del hombre criollo. Por otro lado, formula una sencilla regla de perdurabilidad del canto. Considera que  opera una especie de selección natural: si «el verso no agrada o tiene elementos que no interpretan el sentir popular, se pierde en el olvido»

Si leemos bien los textos antiguos, descubriremos que ya en 1602, en La Argentina de Centenera se configura un foco poético de baile, música, canto y rebelión que muestra una subyacente lírica popular bilingüe  que abarca desde la danza de viejas “la victorias con cantos celebrando” hasta los coros en guaraní que celebran la rebelión de Oberá, “resplandor  del padre”, contra las injusticias de los encomenderos.

Luis de Tejeda, en nuestra Córdoba del Tucumán,  cantó «letras y versos/ con humildes pies«, junto al arenoso río que «entre dientes siempre habla». En 1594, el padre Barzana señalaba que los cordobeses eran dados a cantar y bailar. Insistió en la observación: » Y después de haber trabajado todo el día bailan y cantan en coros la mayor parte de la noche». Era tan poderosa esa cultura popular que, según el P. Grenón, las autoridades se preocuparon por la circulación  de ciertos «versos, libelos y cantaletos» que incitaban al tumulto y la revuelta.

Esta afición al canto, como relato o como danza, es vista en el S.XVIII como signo  de barbarie. Concolorcorvo trata con saña a esos mozos de Montevideo, «holgazanes criollos», mal vestidos, que se pasaban «semanas enteras tendidos sobre un cuero cantando y tocando«. Con una guitarrita que tocaban muy mal, cantaban «desentonadamente varias coplas que estropean». Ya en Tucumán, los gauderios son presentados como una comunidad en fiesta continua. Allí, cuenta, tienen sus bacanales bajo los algarrobos, se emborrachan con aloja y » al son de la mal encordada y destemplada guitarrilla cantan y echan unos a otros sus coplas, que más parecen pullas». Quizás, prefigurando ya a Atahualpa Yupanqui, cantaban y bailaban sus esperanzas con una guitarra mal encordada.

Pero sucede que los  dos libros claves de nuestra literatura elevan al canto y al cantor a categorías fundantes de un modo de ser que aún vilipendiado, usado, transfigurado y desfigurado, continúa vigente en la mente y el corazón de los argentinos. Facundo  y Martín Fierro exaltan al canto, al cantor y al relato emergente como un geotexto profundo de nuestra cultura. Sarmiento configura al cantor como un ser sin «residencia fija», que «anda de pago en pago», «de tapera en galpón» «cantando sus héroes de la pampa». Lo describe así: «Sentado en el suelo y con las piernas cruzadas un cantor tenía azorado y divertido a su auditorio». Ese auditorio hechizado confirma la relación entre canto, diversión y comunidad.

Martín Fierro, por su parte, es el cantor en acto. Hernández  lo presenta siempre frente a un público y en ocasión de fiesta. El canto deviene un don que se trae desde el vientre de la madre y labra la gloria y la libertad del que lo ha recibido. El canto es relación, habla, relato: «Me siento en el plan de un bajo/ a cantar un argumento. / Como si soplara el viento/ hago tiritar los pastos. / Con oros, copas y bastos/ juega allí mi pensamiento».

Quedan así señaladas algunas características básicas del  canto popular: por un lado es  relato que brota sin parar. Martín Fierro configura este acto  con el símil del manantial y la vertiente. El canto fluye desde el  habla y se  apodera del   sujeto individual para  entonar los sentidos del conjunto. Pero  también  es fiesta, diversión: es público. Sus portadores son, frecuentemente, los marginados del campo literario.

El poder del canto del pueblo, como despliegue del corazón profundo, no es ahogo, no es debilidad, no es estar abrumado, desmoronado, lleno de culpabilidad y miedo, cerrado y sin salida. Es alabanza, es recuperar por el canto la confianza en el propio ser: “El amor, como la guerra, / lo hace el criollo con canciones”. En la cultura popular, todo es “grito de corazón”. Quienes nos consideramos intelectuales tendemos a escandalizarnos del emocionalismo de la cultura popular.

El ser de la comunidad se reconstruye constantemente en el canto.  El canto, como los relatos o recuerdos, es redundancia, repetición, del mismo modo que son redundancia y repetición el amor, el nacimiento, la muerte, el llanto por el que se va y el llanto del que viene, pero nuevo mensaje siempre, nueva alegría sin embargo, porque su energía vital no reside en la novedad sino en la sabiduría. No faltan comentaristas de espectáculos que le exigen  novedad a un festival  folklórico  y reputan ignorancia el apego del pueblo a ciertos artistas que persisten en el sentir popular. Ellos responden, sin embargo, o con la pasión de sus canciones, o con su propia pasión. Por eso no se pierden en el olvido.

3.- Un grano de sombra

Sucede a diario. Me levanto temprano, realizo todos los menesteres del “ponerse en pie” y mientras espero la bulla de la pava, siento resollar el canto en mis adentros. Primero es un silbido que busca tono, luego un tarareo y, por fin, se desata la canción. Me emociona y me llena de fuerzas. Me une a millones de melodiosos argentinos que cumplen el ritual de prepararse para el codo con codo diario. ¿Quién es el autor de la letra que  “me pongo a cantar”? Rara vez me acuerdo, pero entre tanto, “canto un mundo que se viene abajo” o me pongo a pensar “cómo será la vida sin un sueño”. A veces me pregunto si hay “luces de esperanza en mi corazón”. Si canto, ¿“siento linda la vida”? ¿Qué pasa cuando “crece el silencio”? ¿Qué le pido a Dios? ¿Por qué “la dejé marchar”? ¿Hay alguna zamba en el umbral y hay que hacerla pasar? ¿Y qué hace mezclado con las tonadas provincianas ese poeta lunfardo que escribió “en una pared fulera”: “¡Quevedo volverá! La Poesía”?

La masa de afectos que es el habla del pueblo redobla en mi corazón. Pensamientos y sentimientos se suscitan sin cesar.

Sé que los autores de mis cantos integran esta selección de Los poetas que cantan. Pero sus nombres se perdieron en la calle, en medio del remolino. Como decía Scalabrini Ortiz, lograron la suprema sabiduría de volverse un “grano de sombra en la muchedumbre innúmera”, un paso adelante en la eternidad histórica del pueblo. Vienen de todas las provincias y son, como alguien dijo sobre uno de los poetas que enriquecen este volumen, “nuestros más grandes recursos naturales”.

Jorge Torres Roggero

Córdoba, 23 de noviembre de 2013

(Las siguientes consideraciones giran en torno las “Jornadas de literatura (creación y conocimiento) desde la cultura popular” que organizan desde hace 20 años las cátedras de Literatura Argentina I y II e Historia del Pensamiento Latinoamericano de la Escuela de Letras, Facultad de Filosofía y Humanidades, U.N.C. También intentan ser un homenaje a Julio Cortázar.)

                        “¡Qué risa, todos lloraban!”

Cortázar

Estoy releyendo el capítulo “Verano en las colinas” de La Vuelta al día en ochenta mundos, tomo I. julio_cortazar2Es el momento en que Teodoro W. Adorno salta aviesamente sobre las rodillas de Cortázar. No sin algunos arañazos, comienza a jugar con el escritor e interrumpe el  recuerdo de ciertas coincidencias argentinas que se han infiltrado en plena creación de un episodio novelesco. La digresión versa sobre la carencia de naturalidad y humor de los argentinos  cuando se disponen a escribir sus memorias. Publican textos que son tímidos productos de la autocensura. En general, piensa, son “memorias vicarias”. Bajo la sonriente vigilancia de los críticos, no se deschavan, se esconden, “constituyen domicilio legal en sus novelas”.

Teodoro W. Adorno ha interferido en la escritura de Cortázar y también en mi lectura. Por las hendijas de invisibles huellas comienzan a reescribirse en mi cuerpo ciertas memorias sobre las “I Jornadas de literatura (creación y conocimiento) desde la cultura popular”.

Cuando se realizaron esas primeras jornadas, dedicadas a memorar a Eduardo Gutiérrez y las proyecciones de su obra en la cultura popular, nos habíamos propuesto «producir con lo que tenemos y desde lo que somos». Reunimos a profesores, a estu­diantes, a maestros, a simples lectores y nos pusimos a discutir las treinta y siete ponencias presentadas.

En las segundas jornadas, nos dedicamos a averiguar sobre los maestros rurales escritores y le rendimos homenaje a Polo Godoy Rojo. El puntano llegó asegurando que él no era nadie para hablar en una universidad y concluyó vertiendo su sabidu­ría a un auditorio silencioso y famélico de verdades encarnadas. Se presentaron cua­renta ponencias y la discusión fue fructífera en tanto se creó un ámbito donde todos decían y todos escuchaban, donde se borraba la separación docente-alumno porque todos participaban en una búsqueda, todos se animaban a tantear fuera de los méto­dos, es decir, de los caminos ya trajinados por otros. Se trataba, según la enseñanza del maestro L. J. Prieto[1], de experimentar alguna vez que el saber no se constituye con citas por bien organizadas que estén, ni con la bibliografía de moda por más actualizada que luzca. Es jugarse en el intento de pensar desde los textos, de enredarse y desenredarse sin cesar en la urdimbre simultá­nea e indivisible de la lengua; de atar y desatar los nudos de la tra­ma hilachenta y viva con que la escritura se construye y des-constru­ye a la vez, enhe­brada en la lanzadera de lo contingen­te: ¿cómo capturar la imagen  móvil de la reali­dad, del remolino incesante del acto creador?

Las terceras jornadas  del encuentro docente estudiantil ocurrieron  los días 28 y 29 de septiembre de l995 y estuvieron dedicadas a tres recordaciones insólitas: (a) los l50 años de la aparición de Facundo, (b) los cincuenta años del l7 de octubre y (c) los veinticinco años de la muerte de Leopoldo Marechal. Queríamos retozar (como diría Sarmiento) en lo informe, en lo revulsivo; saltar alegremente de la civilización a la barbarie, de la alpargata al libro, de lo sublime a lo ridículo como un simple modo de ser.

¿Cómo no mezclar a ese Sarmiento que escribía con carbón en los baños de Zonda su consigna civilizatoria con aquellos cabecitas negras que, tam­bién con carbón, escribían esperanzas de redención en tapias «rosadas”, que efundían “luz íntima», en las que un día Borges encontró la ternura y conjeturó la eternidad?[2]

Ya Sarmiento nos incitaba a arrojar el andador académico cuando en El Mercurio[3] del 3 de junio de l842 nos proponía cierto modo de vivir en la historia por la manera de escri­bir:

          

«Adquirid ideas de donde quiera que vengan, nutrid vuestro espíritu con las      manifestaciones  de los grandes luminares de la época; y cuando sintáis que vuestro pensamiento a su vez  se despier­ta, echad  miradas observadoras sobre vues­tra patria,­ sobre el pueblo, las costumbres, las instituciones, las necesida­des actua­les, y ense­guida escri­bid con  amor, con cora­zón, lo que os alcance, lo que os antoje, que eso será bueno en el fondo­,  aunque la forma sea inco­rrec­ta; será apa­sionado aunque a veces sea inexac­to; agrada­rá al lector­ , aun­que rabie Garci­laso; no se parecerá a lo de nadie; pero bueno o malo será vuestro, nadie os lo dispu­ta­rá. En­tonces habrá prosa, habrá poesía, habrá defectos, ha­brá bellezas. La crítica  vendrá a su tiempo y los defectos desapa­rece­rán»

La cuestión es descubrir que el libro que cotidiana­mente sacralizamos lleva implícita una contra-escritura invi­sible que hace  que su escritura sea existencialmente «con corazón», o por lo contrario, una mera reificación del discurso. En la cosa escrita se fijó tradicionalmente la uniformización del sentido. Nuestra tarea consiste en dejar que hable el único sujeto cultural auténtico, el pueblo, que en lo profundo, habla (gestiona) desde un logos no escrito, desde sus raíces. El 17 de octubre fue así inscripto en la conciencia de los argentinos venideros como «un grito de corazón». Desde entonces, se lo puede denostar, pero no se puede estar sin él, como, según S. Taborda, sucede con Sarmiento. Del solo estar y del solo hablar surgirán, en consecuencia, las preguntas que formulamos a quienes  modelizan lo que el habla no puede concretar, es decir, los escritores. Animarnos a caminar con el pueblo, co­do con codo, puede ser una buena práctica creadora y un buen método de investigación que se inicia de una manera absurda: desapren­diendo.

Hasta dónde nos hemos animado, en total libertad de tonos y tonadas, es lo que se intenta mostrar en nuestras jornadas. Por supues­to, se nos ocurre que lo mejor no está en los textos presentados, sino en el discurrir de las comisiones, en el libre transmitir de los plenarios.

Y aquí retorno a La vuelta al día en ochenta mundos. Podría hablar con Cortazar del extrañamiento del que escribe (curiosa coincidencia con los formalistas rusos), de la escritura por dislocación, de la excentricidad, de la falta de humor de los escritores argentinos, de cierta genealogía del humor en nuestra literatura. Pero solo me detendré a recordar por qué el gato negro, que ahora jugaba en sus rodillas, se llamaba Teodoro W. Adorno. Si bien no dejaba de ser un homenaje indirecto al pensador alemán, era  más bien el resultado de ciertas prolijas glosas de tres personajes de una novela que estaba escribiendo. En el pasaje, que al fin suprimió, tres argentinos residentes en París, “nada serios ni importantes, discutían el problema  de los suplementos dominicales de los diarios porteños”.

Resulta que en el material literario que les mandaban desde el Río de la Plata publicaban algunos sociólogos que abundaban en citas del célebre Adorno, “cuyo vistoso apellido parecían querer aprovechar literalmente cosa de que sus ensayos les quedaran padre”. Casi todos los artículos aparecían constelados de citas de Adorno, también de Wittgenstein. ¿Cómo bautizar al gato negro? ¿Tractatus o Teodoro? Parece ser que el gato, que arañó las rodillas de Cortázar, se sintió menos deprimido de llamarse Teodoro.

Ahora bien, según uno de los personajes, veinte años atrás habría tenido que llamarse Rainer María, más tarde Albert o Williams y, posteriormente, Saint-John Perse o Dylan. De tal modo, agitando viejos periódicos, el personaje estaba en condiciones de probar que los sociólogos colaboradores de esas columnas “debían ser en fondo el mismo sociólogo, y que lo único que iban cambiando a lo largo de los años eran las citas, es decir que lo importante era estar a la moda en esa materia y evitar-so-pena-de-descrédito toda mención de autores ya usados en el decenio anterior” (p.23). No importaban entonces las firmas al pie de los artículos ya que lo único interesante era descubrir cada tantos centímetros la cita de Adorno. Aunque ya empezaban a vislumbrar que pronto le tocaría el turno a Lévi-Strauss.

Cortázar, en realidad, está tomando con humor la advertencia que nos hiciera L.J.Prieto. Sucede que ciertos académicos no pueden escribir ni una reseña sin la consabida referencia a lo que solemnemente se denomina la “crítica actual”. Existen así las viudas de ciertas corrientes o autores ultímisimos a los que se cita venga o no venga al caso y, sin los cuales, un trabajo crítico carece de valor académico. Se suelen olvidar que  muchos de  los más actuales teóricos de los centros hegemónicos del poder mental  lo único y lo mejor que hacen es reactualizar (volver a poner en acto) algún pensador clásico de su propia tradición literaria o de la ya redundante lógica  de la cultura dominante. Esos mentores, por otra parte, sumidos hoy por hoy en una apremiante desorientación, es poco lo que nos pueden aportar, salvo algunos retazos de decadencia. Ha llegado la hora de hacernos cargo, de tomar nuestra realidad, nuestros dichos y nuestros hechos como objeto de estudio. Tantear el estado latente de la realidad. Sin miedo, sin considerar que  para ingresar a un texto hay que ponerse traje y corbata. Es que también a los críticos, en el momento de sentarnos a escribir, nos pasa lo que Cortázar atribuía a nuestros escritores:

 

“¿Por qué diablos hay entre nuestra vida y nuestra literatura una especie de “muro de la vergüenza”? En el momento de ponerse a trabajar en un cuento o en una novela­, el escri­tor típico se calza el cuello duro y se sube a lo más alto del ropero. A cuántos conocí que si hubieran escrito como pensaban, inventaban o hablaban en las mesas de café o en las charlas después de un concier­to o en un match de box,  ha­brían conseguido esa admiración  cuya ausen­cia  siguen atri­buyendo  a las razones deploradas con lágri­mas y folletos por las  sociedades de escritores.» (p.56)[4]

Y cierro con el insólito epígrafe. Cortázar se los cuenta y Uds. saquen sus conclusiones: “Entre las frases que más amé premonitoriamente en la infancia, figura la de un condiscípulo: “¡Qué risa, todos lloraban!”. Se refiere a que los argentinos nos sentimos obligados a “escribir en serio”, “a ser serios”, a sentarnos  “ante la máquina de escribir con los zapatos lustrados y una sepulcral noción de la gravedad-del-instante”.

Tengan en cuenta esto los que hablan de un “país serio”, de estudios serios, y quienes se sientan a escuchar una lectura de poemas o una ponencia con una seriedad “entendida como valor previo a toda literatura”. Esa presuposición  puede resultar, según Cortázar, “infinitamente cómica”. Como la seriedad de los velorios. Es mejor, piensa, mirar o escribir “por falencia, por descolocación”, porque la realidad es “flexible y porosa”: “escribo desde un intersticio, estoy siempre invitando a que otros busquen los suyos y miren por ellos el jardín donde los árboles tienen frutos que son, por supuesto,  piedras preciosas”. Dicho de un modo más directo, Cortázar propone que tanto el escritor como el lector vivan, escriban y lean amenazados “por esa lateralidad, por ese paralaje verdadero, por ese estar siempre un poco más a la izquierda o más al fondo del lugar donde debería estar para que todo cuajara satisfactoriamente en un día más de vida sin conflictos” (p.35).

Jorge Torres Roggero

Profesor Emérito, U.N.C.


Bibliografía y notas:

[1] PRIETO, Luis Jorge, 1993, “Más allá del amor por las palabras”. Entrevista de Beatriz Molinari: En La Voz del Interior, 4D, 15/04/1993.

[2] Cfr. Sarmiento, Domingo Faustino, 1962, Facundo, Buenos Aires, Editorial Sur. Sarmiento pintó con carbón  en una sala de los baños de Zonda: “On ne tue point les idées”. Atribuye erróneamente la frase a Fortoul y la traduce criollamente: “A los hombres se les degüella; a las ideas no”; Cfr. Et. , Borges, Jorge Luis, l953, Historia de la eternidad, BuenosAires, Emecé: “Sobre la tierra turbia y caótica, una tapia rosada parecía no hospedar luz de luna, sino efundir luz íntima. No habrá manera de nombrar la ternura mejor que ese rosado”, p. 39. Sabido es que los primeros peronistas, de muy precarios recursos, escribían sus consignas en las paredes con car­bón y tiza. Entre sus famosos estribillos había uno que de­cía:»Con tiza y con carbón/lo queremos a Perón».

[3] Sarmiento,D.F., 1909, Obras Completas, Tomo I, Artículos Críticos y Literarios, Belin Hnos., París.

[4] Cortázar, Julio, 2009, La vuelta al día en ochenta mun­dos, Tomo I, Buenos Aires, Editorial S.XXI.