MEMORIAL J: NIÑEZ ENMUDECIDA, FUSILAMIENTO DE LOS ANHELOS

Publicado: 4 septiembre, 2023 en Ensayos
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por Jorge Torres Roggero

1.- El derecho al Baúl

Cajón, baúl, cofre de los recuerdos son lugares comunes de oradores ocasionales. No es el caso de Memorial J. Testimonios de un interno del Hogar Escuela Juan Perón (1952-1957) de Juan Maldonado en que se usa indistintamente la metáfora, al parecer muerta, de Baúl o Cofre de la memoria.

A primera vista, la representación nos ofrece un objeto cerrado que solo ocupa un lugar en el espacio exterior; pero, si se abre, lo de afuera queda abolido y todo es novedad, sorpresa: sobreviene la vivido y no dicho. El volumen material pierde sentido porque acaba de abrirse otra dimensión: el mundo de la intimidad imaginativa que no está sometido a la comprobación de la razón. Los recuerdos reviven en nuestro corazón lo que ya no existe, tratan de captar algo que el presente deniega: la significación del pasado. Pero ese registro es función de la imaginación. El pasado, ausente de la percepción, es lo que no está dado. Para que al fin sea, será necesaria la palabra, que se hable de él y se lo describa: habrá que afrontar las fronteras de la realidad. Entonces, imaginamos.

La imaginación interviene en la conciencia del pasado, pero también en el presente. En efecto, existimos por el sentido que nos atribuimos: soy lo que creo ser; y antes de esta conciencia de mí mismo, no existo. De tal modo, la conciencia es imaginación. Con esto quiero señalar que una autobiografía puede ser leída como una novela; pero, ese costado novelístico no opaca el valor y la lucidez que la memoria reimprime.

Está claro que nunca llegaremos al fondo del “baúl de la memoria”. Por eso, al abrir Memorial J, iniciamos un viaje a esa dimensión infinita de la intimidad en que las figuras se confunden en una oscuridad primordial, en un caos que busca formalizarse en lenguaje, en escritura. Desde la noche del baúl de la memoria nos disponemos a convivir retazos de la vida histórica de un niño que viene a dar testimonio de una “niñez enmudecida”, que se acerca “en busca de salvación, a la profundidad de lo desconocido”, a lo que está “en las aguas que conforman el ser”.

1.- Niñez enmudecida: únicos privilegiados

Tal como lo pide el autor, el nombre del protagonista, para nosotros, será su inicial: Jota. Jota nos invita a un viaje iniciático en busca de la primera habitación del ser que presenta como oscuridad. Una zona inasible, no detectable para la razón frígida, todavía sin signos que la expresen. Se trata de atravesar el umbral de nuestro lado oscuro; “la antesala del horror sagrado”. Al borde de ese territorio innombrable, habitación de los dioses, alumbra una esperanza: animarse a nombrar. La palabra es un fiat lux y “la luz ofrece una posibilidad. Eso que se nombra y nos imaginamos semeja el conjunto esperanza/guía”.

Jota está marcado desde sus primeros pasos por la ausencia y la intemperie. Por lo pronto, Jota, el que habla, elige, como narrador, cambiar constantemente de registro. Ese pasaje se realiza por el cambio de personas verbales del narrador para armonizar una desarmonía básica: Jota, sujeto individual; y Jota, sujeto histórico. En efecto, es un niño de dos casas. Ambos espacios ofrecen un rasgo común: están marcados por una fuerte cultura popular oral, pero también por libros y revistas.

Arrojado en el oscuro mar del acontecer, aferrado al salvavidas de la memoria, los hechos oscilarán siempre entre la vida familiar en la quinta de Camino a San Antonio, en una familia numerosa agitada por los avatares del pueblo trabajador, y la vida en comunidad en ese milagro histórico que fueron los hogares escuela creados por la Fundación Eva Perón. Participamos, así, dramáticamente, del recorrido vital de un niño entre 1952 y 1957. El vaivén entre los dos hogares constituye un testimonio vivo de la unidad de sentido de un retazo de vida. El hogar individual aparece huellado por la ausencia del padre desde los ocho años. Es un espacio-tiempo pleno de expansión vital: las travesuras en los amplios espacios de la quinta, la presencia casi muda de la madre y los hermanos, la voz del padre al que no volverá a ver pero que nunca deja de hablar. El sigue hablando hasta después de muerto, desde un no-lugar de tinieblas y soledad, pero siempre aferrado a sueños imposibles, a esperanzas en derrota. Quizás al delirio. La casa paterna es también el lugar de la misteriosa pared que es, por un lado, un muro infranqueable y, a su vez, la pantalla en que se representan las ensoñaciones, los sobresaltos, los desconciertos, las pesadillas y el horror del niño. Donde, campo de batalla de la imaginación y lo imposible, lo innombrable comienza a hablar. Para eso, habrá que saltar paredes y escalar murallas: dos simbolismos recurrentes a lo largo del libro.

Pero Memorial J, es algo más que una búsqueda de sentido en la infancia. Es la memoria de un momento histórico de la patria, su puesta en palabras desde la perspectiva de un niño. Esa palabra es inédita, puesto no que ha sido registrada por autores de textos escolares ni por los minuciosos historiadores canónicos. O sea, no está en los libros.

Juan Maldonado no renuncia, por cierto, a su condición de sujeto histórico y decide darle la palabra a la “niñez enmudecida”. Sabe que no habrá justicia para lo destruido por el “candente fierro de la barbarie”. Nos ofrece, por tanto, el testimonio de un niño interno en lo que comenzó siendo el Hogar Escuela Juan Perón y concluyó como Instituto Pablo Pizzurno, luego de la caída del peronismo. “Ese instituto, años más tarde de los tiempos de la Libertadora, fue reducto cada vez más deteriorado y empobrecido, material y moralmente”.

El memorial es una “demanda contra el olvido” (como diría González Tuñón). Es resucitar palabras. Negarse a dejar pasar una “niñez enmudecida”. Nadie, ningún historiador, narró el horror liberticida de los niños. Esa niñez enmudecida no tuvo abogado defensor. Los niños fueron amordazados por la historia escrita: “Nadie de aquellos casi quinientos niños, compañeros, amigos tan queridos y únicos, ha podido escribir y publicar su tiempo de vida en ese sitio” (p.14).

De pronto, el 16 de septiembre de 1955, “una estrepitosa caída”. Se cruzan la gratitud y el horror, sobreviene el desamparo y la crueldad representados por el Estado sobre niños indefensos: “Acompañan esta atroz circunstancia la ausencia de una parte notoria de la clase dirigente que no detuvo jamás sus ojos en la niñez”. La situación que sufrieron los internos del Hogar Escuela Juan Perón nunca fue tratada desde el punto de vista de los derechos humanos (p.15): “Hasta la fecha nadie habló en defensa de los afectados, de aquellos niños que fuimos, humildes en enorme mayoría, e indefensos ante el mundo. No hubo voz para los que, una vez en la vida fuimos privilegiados y luego nos pusieron en el campo de la escoria, el cual fue igual a un presidio infantil” (p.16)

Así fue el pasaje del Paraíso al Infierno. Y Jota viene a romper el “sospechoso manto de olvido sobre esos seres inocentes que pagaron con crueles sufrimientos, “la osadía de haber vivido días felices y en plena libertad”.

3.- Un rito de pasaje: el Paraíso

Envueltos en tinieblas, los tres avanzan en la oscuridad. ¿Quiénes son?: “El que murió y Jota quien ahora puede hablar, decir, eran apenas dos niños de seis y cinco años llevados de la mano por La que no decía” (p.46). De la mano de la madre (oh el silencio de las madres que deben entregar sus hijos a un destino) dos niños son llevados a enfrentar, por primera vez, el mundo. Es un trayecto de expulsión. Imborrable huella: ser exiliados de la propia casa, borrar las huellas de la infancia. Van apresados por la “dura garra de la necesidad”. Caminan extraviados, en silencio. Calzan alpargatas, visten humilde ropa. Solo el cielo estrellado y la ignorancia de lo que vendrá. Llenos de incertidumbre, los cuerpos infantiles avanzan. Por fin llegan, la travesía concluye: “Ingresaron a un edificio enorme, cruzaron debajo de una arcada y transpusieron la puerta principal. El edificio estaba totalmente iluminado” (p.51). La que no decía habló con alguien y los dejó abandonados.

Ya están en el Hogar Escuela Juan Perón y los primeros días fueron de “aflicción y dolor”. El primer paso, en estado de alteración y desconcierto, fue acudir a la agresión. Luego despuntó la amistad con El que sonríe. Se empieza a compartir desde la conversación al dulce de batata. Jota llevaba, los fines de semana, las fantásticas narraciones de su amigo para compartir con sus hermanos. Poco a poco se va adaptando, se va produciendo un estimulante paso del yo al nosotros que anuncia buenos tiempos. Se iba incorporando a un “habla colectiva”. Fue comprendiendo el nuevo lugar, le esperaban cinco años en el Hogar Escuela de la Fundación Eva Perón: “Soporte inicial que marcó toda la vida de Jota”. En ese palacio, todo era deslumbrante para los niños: “No podían creer cuántas buenas cosas tenían a mano y todo se distribuía por igual a cada uno de los que fueron llegando” (p. 69). Poco a poco se van haciendo “compañeros”. El nuevo día era un “fragmento de la más radiante eternidad”.

El niño sentía “el afecto que lo rodea” (p.72): “Lo primero que Jota trae de su memoria es la mano afectuosa de una de las preceptoras. Ellas fueron artífices en la contención, brindaron afecto (p.73). En el Hogar: “todo estaba bien dispuesto y planificado para que la diversidad de niños y niñas pudieran disfrutar una vida digna”. Ocho comedores, salas de juego y lectura, enfermería, atención médica y odontológica, galerías, patios de juego, canchas para la práctica de deportes, hamacas y salas de juguetes, triciclos, sulkyciclos, monopatines “disponibles para todos los internos”. De tantos lugares, para Jota, el más querido era el Salón de Actos.  Dos veces por semana, veían películas (p.75). Fue así como las primeras aflicciones fueron quedando atrás. El buen trato, el cariño y, sobre todo, la libertad de realizar juegos de todo tipo, fueron cubriendo los “huecos iniciales”.

Había, además, un taller para los ómnibus que los transportaban diariamente a la escuela pública. También una quinta. A esa huerta iban los niños a jugar con los caballos, tocarlos. Jota viene a dar testimonio de que vivió una infancia “rodeado de afecto, libertad, juegos, contención y personas con las que establecía un intercambio continuo”. Aunque exiliado de su hogar paterno, era un “paso a favor”.

Por supuesto que por la mañana concurrían a la escuela y, por la tarde, hacían sus deberes acompañados de sus preceptoras. Y más: la libertad de reunirse en espacios amplios para jugar antiguos juegos infantiles de la cultura tradicional: la payana, el trompo, las bolitas, el balero. Pero también las lecturas de la Chola Pérez, el ludo, la pileta, los campeonatos Evita.

Ciertamente, un testimonio “cercano a la ficción”. Las picardías de los niños, la felicidad de sentirse compañeros: “Lo excepcional no tiene frecuencia, aquellos días de Paraíso no se han repetido, al menos hasta hoy”. Por ello quien narra sabe que algunas de las páginas del Baúl, el reiterado Baúl, puede ser de utilidad para que un lector salga de paseo “a mirar la vida con otros ojos”. El enorme tiempo de la infancia está pidiendo hablar.

4.- El infierno: niños presos políticos

“Jugábamos por la mañana en el parque. Creíamos que era sábado. Pero no, fue viernes. Viernes 16 de setiembre de 1955. Día incógnito y secreto (…) desde las primeras horas” (p.189). Los aviones Gloster sobrevolaban estruendosos, se escuchaban cañonazos hacia el centro de la ciudad. Frente al Hogar Escuela llegan camiones de los que baja un numeroso grupo armado. Lucen brazaletes con dos letras: M.R. Las preceptoras llevan los niños adentro.

Pasado un tiempo, arriban soldados del Ejército Argentino leales a Perón. Ocupan el edificio. Trazan estrategias de defensa. Un capitán los reúne y les pide que obedezcan a las preceptoras. Estas, atrapadas, asediadas, corren por los pasillos. “Entre nosotros, se inició aquello que, en los niños, se construye como una ilusión de autodefensa: comenzamos a quitarnos las gomitas de los elásticos de los calzoncillos para hacer gomeras y tirar piedritas de arena para combatir al enemigo” (p.192).

Lo primero que barrió el fuego enemigo “fueron las letras de bronce colocadas sobre la arcada de ingreso donde se leía: “Hogar Escuela Juan Perón”. Los soldados se ven desbordados por el ataque a los M.R. (Movimiento Revolucionario): “era el nombre que se pusieron los cobardes, la banda de asesinos que tanto tiempo ha gobernado nuestro país”. A las seis de la tarde los niños son evacuados y los distribuyen “en hospitales, iglesias y hasta comisarías”.

Esa noche dolorosa comenzaron a presagiar lo que vendría. Sus preceptoras les decían: “Ya verán, se darán cuenta lo que es dormir en colchones Pullman. Ya verán lo que es la educación, la comida y los juguetes. Se acordarán de Evita y Perón”. Jota reflexiona. Esas palabras fueron exacta profecía de lo “que más tarde, nos devolvió, de modo cruento, el gobierno de la Libertadora destruyendo nuestros sueños y arrasando un ideario que no regresó nunca más a este país”.

Resuena, entonces, la palabra de la niñez enmudecida: “Ningún dirigente peronista, o de otro partido dijo, jamás, en forma abierta, algo serio de aquel Primer Genocidio Infantil en Argentina. Porque cometer genocidio no es solamente matar una vida. Genocidio es matar ilusiones de miles, de millones de niños y trabajadores a lo largo y ancho del país” (p.194).

El relato de Jota pasa a detallar lo que aconteció en el interior de la institución, “lo que cada niño debió soportar con la llegada de la llamada Revolución Libertadora, tiempo oscuro y ruin.” Por los pasillos del Hogar, por el país, “transitó libre el odio, un odio agazapado, cobarde, extendido en plenitud desde el centro del poder cultural, económico y político de Argentina”.

Los niños comienzan a ser castigados y amenazados. El odio se empeñaba en destruir lo que había sido su amparo: “Una vida digna para tantos niños humildes”. Lo internos comenzaron a ser castigados por nimiedades: plantones, encierros. Habían comenzado a ser otros. Estaban cautivos y en silencio. Desalojados de la ternura, el afecto, la dignidad del comer y estudiar, ingresaron “en el oscuro laberinto de lo que se conoce, vulgarmente, como infierno”. Se estaba demoliendo “un templo consagrado a dar cariño, contención, educación a los niños humildes”.

Ese silencio de la niñez enmudecida tampoco dejó huella escrita: “lo que en ese interior se vivió, no hay una obra literaria, una película, un cuadro (…) No hay Guernica para nosotros. No hay trozo de pan en la historia argentina para tantos niños castigados”. No hubo político, ni juez, ni dirigente gremial, ni cura que se jugara por esos niños. Solo Eva donó su vida. Lo demás es mentira: “Pueden sumarse y odiar lo que digo, no me importa, no me importará jamás”. Jota siente que la memoria se ha convertido en testimonio de cómo, en el Hogar, “desaparecieron las sonrisas, se instaló el reinado de la represión.”

Les quitaron la comida. En lugar de café con leche, tostadas con manteca y dulce, pasaron el mate cocido con una rebanada de pan. Les arrebataron la educación, la ropa, los juguetes, la salud. Debían traer azúcar desde su casa. Los golpeaban sin posibilidad de queja. Los obligaban a rezar un rosario completo puestos de rodillas al lado de la cama y suprimieron los espacios de recreación. Por cualquier falta, los arrastraban y los ponían contra la pared. Los comandos civiles se paseaban por los dormitorios con el arma en la mano. Nunca los niños habían imaginado tanta maldad entre los hombres. Era el regreso a la oscuridad: “la Revolución Libertadora, no solo mató en los basurales de León Suárez, fusiló los anhelos de millones”.

Pero también los niños inician, junto al pueblo trabajador, una peculiar resistencia. Jota y sus amigos planean y ejecutan fugas. Ahora bien, el más asombroso acto de resistencia fue obra de un compañero de apellido Vaca. Su hazaña fue rescatar, el mismo 16 de setiembre de 1955 el cuadro de Eva Perón antes de que se lo llevaran los saqueadores. Con la complicidad de un mecánico peronista, la imagen es escondida en la sala del taller. Hacia allí peregrinan todos los jueves un grupo de siete amigos para contemplar el ícono: “hacíamos una escapada furtiva y mirábamos unos minutos el bello rostro de Eva, rostro que representaba lo mejor de nuestra vida” (p.233).

La vida de los internos había cambiado. Habían sido condenados al infierno. Ahora el Hogar era un calabozo y los niños presos políticos. Debían aprender a soportar, en silencio, castigos corporales, amenazas, penitencias, privaciones: “Presos políticos infantiles. Presos sin causa, sin juicio, sin abogados defensores. (…) Representábamos la aglomeración inútil, escombros, lo que sobra a la sociedad” (p.263).

Jota llega a una conclusión y una pregunta: “Los desposeídos del mundo no tienen Baúl. ¿Por qué no puedo tener Baúl? El baúl de Jota es, en realidad, el cofre de la memoria del pueblo: el inasible memorial. Juan Maldonado nos guía, Virgilio del fin del mundo, por los laberintos del cielo y del infierno. He omitido numerosos episodios. Solo intenté peregrinar junto al lector hacia la raíz de una poética construida desde la oscuridad y la intemperie. El Baúl abierto nos sumergió en un espacio desconocido y caótico. Saltan sin orden, pero bien guardados, cada uno de sus días y sus noches.

Ordenar oraciones perdidas, sintaxis desarticuladas, fue un duro camino hacia la realidad por la poética, un tránsito por el indescifrable sendero que linda con lo sagrado. El memorial es canto, epopeya; pero, el valiente testimonio es admonición a una sociedad que ha silenciado el vilipendio de los niños. Por suerte, escritores como Juan Maldonado están dejando hablar el grito amordazado de los niños y mujeres de ese retazo trágico de la vida argentina. Tal el caso de estos dos nombres cordobeses: Zulma Zárate y Mariano Pussetto.

Como concluye nuestro Jota, del “hervidero de voces” solo quedan sombras en las palabras escritas. Sin embargo, “el acto de escritura, es un fragmento más que la memoria ha hecho posible para que, tal vez, sea visto. Como decía Pessoa: ver las cosas siempre como si fuese la primera vez”.

Jorge Torres Roggero

Córdoba, 2 de sep. de 23

FUENTES:

Lo que leyeron comenta, solamente, Memorial J.

Maldonado Juan, 2022, Memorial J. Testimonio de un interno del “Hogar Escuela Juan Perón (1952-1957). Córdoba: Ediciones la Huertilla.

Para ampliar el concepto de “historia no escrita” o “niñez enmudecida”, recomiendo la lectura de los siguientes libros:

Pussetto, Mariano, 2022, Lo que era un paraíso se tornó un infierno. Córdoba: Alción Editora.

Zárate, Zulma Patricia, 2022, Eva Perón en la cultura política de las mujeres cordobesas, Córdoba, UPC.

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