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1.- El misterio del rastreador

Martín Fierro y Facundo son, sin duda, dos textos fundantes de nuestra literatura. Están prefigurados en lo que se escribió antes y prefiguran lo que se escribió después. ¿Cómo no recordar que el primer matrero o “gaucho malo” aparece ya en la obra de Luis de Tejeda[1] a mediados del 1600?

Cierta noche, en que el vendaval y la tormenta se abatían sobre Saldán, golpeó la puerta de la familia Tejeda un extraño personaje: barbudo, desarrapado, curtido por la interperie, con todas las señales del que, perseguido por la justicia, había terminado viviendo entre los indios. Le dieron asilo y él les pagó con creces. Como no tenían música para una canción a la Virgen, sacó un discantillo (una guitarrita),  puso melodía a la invocación y todos cantaron. ¿Era un gaucho matrero y cantor?

Ya en el S. XVIII, los gauderios de Tucumán asombraron con sus guitarritas mal encordadas a Concolorcorvo[2] (Alonso Carrió de la Vandera). ¿Cantaban sus penas como los tucumanos de Ataualpa Yupanqui?[3] El buen burócrata disfrutó en grande la fiesta popular desenfadada y orgiástica, pero pensaba nomás que eran vagos y mal entretenidos. Con mentalidad iluminista y colonizadora, el inspector de las rutas postales, al pasar por Córdoba, no dudó en satirizar a los señores principales y a sus mujeres que hacían gala de una alcurnia sin papeles:  no figuraban  en los archivos del cabildo eclesiástico, tampoco en los del civil. “Pre-escribió”, así, la Córdoba enclaustrada de Sarmiento. Pero, si leemos bien, ¿qué libro de la literatura argentina posterior no es una “re-escritura” de Facundo o de Martín Fierro? Esta pregunta ,que lleva implícita una respuesta puramente individual, ha sido respondida con bien fundamentados estudios. Recomiendo, en esa dirección, la lectura de Facundo y Fierro, luminoso libro de mi maestro Gaspar Pío del Corro[4].

Facundo y Martín Fierro son, entonces, libros fundamentales de nuestra cultura nacional. Sus resonancias perviven aún en aquellos que nunca los han leído.Ellos susurran sin cesar a nuestro oído y ese susurro es un griterío espantoso que retumba en nuestro corazón. Eso sucede, no porque los «produjeron»desde algún paradigma, sino porque son fluencia incesante del hablar del pueblo: «a mí me brotan las coplas/co­mo agua del manantial.»

En estas páginas, habrá  numerosas las alusiones a Facundo. En efecto, siempre me figuré que entrar a un texto literario era como internarse en una travesía, como atrevesar una pampa llena de tigres cebados, de rastrilladas misteriosas, de luces malas, de quemazones y encerronas. En otras palabras, soñé que los lectores éramos rastreadores.

El rastreador es uno de los inolvidables tropos sarmientinos sobre los saberes que vienen de los adentros; ciencia de los que, siendo ayunos de letras y cánones, leen lo escrito en el suelo y dictan leyes no escritas.

Cuenta Sarmiento que la especialidad de rastreador era la más conspicua y extraordinaria. Si bien todos los gauchos eran rastreadores, existía el rastreador de profesión. En la dilatada llanura hay textos escritos: “sendas y caminos que se cruzan en todas direcciones”, animales que la transitan cuyas huellas es necesario seguir. ¿Cómo distinguir una mulita mora entre mil, confundida en la tropa? ¿Cómo saber si va “despacio o ligero, suelta o tirada, cargada o vacía”? Ese era el objeto de una ciencia casera y popular, “ciencia vulgar”  de un “personaje grave, circunspecto, cuyas aseveraciones hacían fe en los tribunales inferiores”: el rastreador. Sarmiento recuerda con emoción a Calíbar, capaz de distinguir “el rastro ya borrado e imperceptible para otros ojos”.

Leer la tierra-adentro de los textos, olvidarse un rato de los libros aprendidos y los contratos previos de lectura, es lo que vamos a intentar en las líneas que siguen. Rastrearemos la vida como una semilla escondida en los textos, como una energía perpendicular que inserta indeterminación y fecundidad con su ritmo pulsante. Sarmiento propugnaba que había que escribir “con pasión”, que había que hacer rabiar a los críticos. Por nuestra parte, saltando “el círculo de ideas” que cerca los textos, hollamos con alegría el luminoso umbral de una poética del rastreador.

2.- El resplandor de los adentros

Para Sarmiento, el «costado poético», «las frases dignas de la pluma del romancista«, nacían de nuestra realidad viva, es decir, de la «lucha imponente» de la civilización y la barbarie o de las «grandiosas escenas naturales». Dos choques, dos con­tradicciones, (culturas en pugna, naturaleza indomable) podían producir «un destello de literatura nacio­nal». Sarmiento habla de destello, luz propia, no de reflejos. Y ese brillo, nacido de «resortes dramáticos desconocidos fuera del país donde se toman», «da lugar a escenas tan peculiares, tan característi­cas, que quedan fuera del círculo de ideas en que se ha educa­do el espíritu europeo».[5]

Existe, entonces, un horizonte o círculo de ideas que veda al pensamiento europeo entender nuestra peculiaridad. Sin embargo, un logos  sin mytos circula por nuestra extensión y viene, como el Toc­queville que Sarmiento llama en nuestro auxilio en su prólogo, «munido del conocimiento de las teorías sociales», «viajero científico», pa­ra revelar a Europa «este nuevo modo  de ser que no tiene antecedentes bien marcados y conocidos» . Ahora bien, observemos que Sar­miento reserva a Tocqueville la misión de revelar a Europa nuestro modo de ser. Pero cuando se trata  de «explicarnos la vida secreta», «las convulsiones internas», evoca a la «sombra terri­ble de Facundo». Más aún, Facundo, mytos fundamental , posee el secreto porque posee la vida. Como palabra que habla de lo vivido más que de lo pensado, tiene precisamente esa fun­ción: vi­vir. Su espacio no está cercado por un círculo de ideas, sino que «está vivo en las tradiciones populares», es “un exceso de vida”. La evocación sarmientina deja en suspenso, para siempre, las explicaciones sociológicas con que trata de cerrar la “grieta” que desgarra “nuestras entrañas”:

“Tú posees el secreto, ¡revélanoslo! Diez años aun, después de tu trágica muerte, el hombre de la ciudades y el gaucho  de los llanos argentinos, al tomar diversos senderos en el desierto decían: “¡No!, ¡no ha muerto! ¡Vive aun! ¡El vendrᔡCierto! Facundo no ha muerto: está vivo en las tradiciones populares, en la política, en las revoluciones argentinas…”

Pero ahora estamos en una de esas épocas oscuras en que lo vive parece que está muerto. Munidos del «conocimiento de las teorías», nuestros Tocqueville revelan al mundo (estamos en los tiempos de la globalización) los caracteres de nuestra «moder­nidad periférica»,»nuestras escenas de la vida postmo­derna»[6].

Encerrados en el círculo de ideas, suprimido lo vital, buscamos refugio en cualquier estructura. Podremos, por lo tanto, explicar las causas, pero no suprimir el misterio de nuestras luchas obstinadas. De ahí que en América, según Kusch la angustia original, el miedo, sostiene lo perfecto (la pul­cri­tud, la civilización) y suprime lo imperfecto (el hedor, la barbarie). Como Sarmiento, seguimos cuestionando a lo amorfo su falta de forma y vivimos asediados por el pánico de que lo de abajo destruya lo que está arriba. Reviviendo viejos ritos de represión, se prohibe cavar hondo, se tiende sobre la boca del pozo un sutil entretejido para que nadie se asome a los aden­tros, para que nadie biche lo viviente, es decir, descubra en lo profundo su propio rostro y, habitando su domicilio, descubra en un «sentido tautegórico y no alegórico una plenitud existen­cial».[7]

En América profunda, Rodolfo Kusch retoma el misterioso dibujo del indio Joan de Santacruz Pachacuti. El yamqui[8] trazó el esquema del altar del templo de Coricancha, en Cuzco. Su estructura tiene un extraño parecido con las criptografías de los alquimistas de la época, pero nos revela la relación de Viracocha (teoría, pensamiento puro) y el hervidero espantoso del cual es dueño. De tal modo, el tercer unamcham (estandarte, ­signo) de Viracocha llevaba el nombre de Tunupa que significa «el que va siendo mundo». Este demiurgo era representado por un peregrino pobre que cargaba con el polvo de los caminos y estaba sucio y hediento. Era el dios contaminado por lo amor­fo. Tunupa construye una cruz cósmica y con ella avanza sobre el terrible hervidero, cuyo rey es el caudillo, el jaguar terro­rífico. ¿No es este mito la prefiguración de» la lucha imponen­te» y las «grandiosas escenas» con que Sarmiento fundamenta los destellos de una literatura nacional?

Facundo, el tigre de llanos, el jefe de los trescientos capiangos (hombrestigres) que aterrorizaban a los soldados de Paz, es la sombra terrible, es el griterío espantoso de los adentros, pero guarda el secreto y la vida. Tunupa es apresado y despedazado por el caos. El caos quiere destruir la cruz cósmica, equilibrio entre lo formado y lo informe, y la entierra en Carabu­co, a orillas del lago Titicaca. Esta se convierte en semilla y vuelve a aparecer portada por Tunupa que la petrifica o forma­li­za.

Dejarse apresar, dejarse despedazar, entrar en el dominio tenebroso de la sombra terrible, es el único modo de no caer en el «colonialismo de las causas». Kusch lo explica de este modo:

«La educación consiste, ante todo, en estar al tanto de todo lo que se dice en materia de causas en todo el mundo, me­nos en Sudamérica. Existe un colonialismo de las causas, igual que un colonialismo económico»(…)»La forma de averiguar por las causas suele vincularse con la «seriedad» del autor encon­trado en una librería. La «seriedad» vale mucho más que las causas mismas, máxime si se da el consenso estadístico de que «todo el mundo» está estudiando lo mismo».

Y aquí es donde entra a tallar Calíbar, el viejo rastrea­dor sarmientino. Sus ojos ven lo que los ojos de Tocqueville no ven. Los rastros, huellas de la vida reciente, parece que han sido tapados.Pero no han sido tapados para preservarlos, sino para que no los veamos, para que permanezcan imperceptibles. Es como si una señal falsa encubriera lo signado como para que equivoquemos el rumbo. «Ver el rastro ya borrado e imperceptible para otros ojos» era el arte de Calíbar y es lo que debemos procurar cada vez que nos adentramos en “la tierra adentro” de lo que se ha escrito desde nuestros comienzos como pueblo y de lo que se escribirá hasta la consumación final de nuestra eternidad histórica.

A Sarmiento le «retozaban» las fibras cuando leía las «inmortales pláticas» de Chano el cantor que andaban «en boca de todos» (los diálogos de Bartolomé Hidalgo) y se compadecía de Echeverría que se angustiaba buscando en «los libros» y en las «teorías»: quería «decirse habitante de otro mundo», no estar envuelto en los «aluviones de fango».[9]

Sarmiento, como Calíbar, ve el rastro y lo sigue. Sólo de «tarde en tarde» mira el suelo, pero ha descubierto que en el ir y venir entre la civilización y la barbarie, entre lo infor­me y lo formalizado, «retoza» la vida. Desde el mundo intelec­tual (la ideología hegemónica) intenta fijar, contener, lo amorfo y tenebroso, la sombra terrible. En ese intento nos desnuda la carne viva, es decir, no el enunciado sino el acto mismo de la enunciación. Instaura así la literatura argentina, no como lo ya hecho, sino como acto artístico (Kusch). Así lo vivido y cantado por el pueblo, Facundo, cobra forma y es llevado socialmente a la conciencia. Es llevado esencialmente como arte, como articu­lación de lo tenebroso y la luz, como condensador de armonía y liberación. Por eso Facundo carece de una forma previa, por eso no hay forma para ese libro que termina dejándole la palabra al tigre, al caudillo del caos, que se gana el derecho a vociferar en el «Apéndice» gracias a sus «carac­teres de autenticidad». Allí se acumulan «incorrección en el lengua­je», «estado embrionario de las ideas», «instintos jactan­ciosos del hombre del pueblo», falta de familiaridad con las le­tras, «incapacidad…para emitir sus ideas por escrito». Pero allí se dejan los rastros que andamos buscando: la contradic­ción, la carne viva de la realidad, los «opresores y conquista­dores de la libertad», la libertad como estado natural.

Desde la libertad nos animamos a contradecirnos, a ras­trear signos perdidos, a entreverarnos en el griterío espanto­so. Buscar es andar perdido en la noche como el baquiano de Sarmiento, pero estar seguros que vamos «endeceras» a los adentros, tierra santa de la geocultura. Como  Héctor Tizón o Daniel Moyano andamos tras una copla perdida, como Leopoldo Marechal intuimos una Cuesta del Agua y no desdeñamos esa «provincia flotante» donde según Juan B. Alberdi se escribió lo mejor de nuestra literatu­ra: el exilio. A veces pedimos prestados sus instrumentos de precisión a Tocqueville y es nuestro compañero de ruta. No descartamos que alguno de nosotros, deslumbrado por el péndulo de Foucault, pierda el rastro.

3.- Lo que importa averiguar

La cuestión es, como decía el general Mansilla, «saber galopearse una noche». «Hay que viajar por dentro», dice un personaje de Héctor Tizón; y otro le responde:«Puede ser. Pero cada cual tiene su propia cabeza, y sus propios ojos. Su propia alma». Como Atahualpa olía la Biblia, a nosotros nos toca olfatear los rastros cruzados, los múltiples y valiosos estudios sobre nuestra realidad literaria, social, cultural. Por eso, no renunciamos a la pretensión de aportar un nuevo horizonte de compresión de la realidad nacional desde los adentros mismos de los textos.

Andamos tras los rastros semiborrados de la discursividad clandestina del pueblo que vocifera en los entresijos del lenguaje litera­rio: lugar de la escritura, es cierto, pero donde la voz del pueblo entra de “prepo”, como diría Jauretche. El manantial del habla fluye sin cesar del corazón del pueblo: a veces son las «inmortales pláticas de Chano el cantor»; a veces, «el grito de la inteligencia pisoteada por los caballos de la pampa»[10]. Si­empre, de «chaqueta» o «casaca de solapas»,[11] el genio facúndico insurge de los textos y como decía Sarmien­to de Bolívar: «…es todavía un cuento forjado con datos ciertos» y «es muy proba­ble que cuando se lo traduzca a su idioma natal aparezca más sorprendente y más grande aún.»

Traducir tanto los textos como el discurso crítico al idioma natal es uno de los propósitos que hace mucho practicamos. Y siempre es­tamos a mitad de camino, o sea, en el camino de desaprender para aprender. Más aún, no siempre estamos plena­mente convencidos de que, en el camino provinciano de Barranca Yaco, aquel de la meditación de Saúl Taborda[12], la bala que tronchó la existencia de Facundo «no apuntó a su individuali­dad transeúnte y pasajera sino a la intimidad heroica de nuestro destino»[13].

Saúl Taborda estaba convencido que los caudillos, con Facundo a la cabeza, eran los portadores de la «voluntad de Mayo», y por lo tanto, de la verdadera democracia. Citando al riojano, afirmaba: «Las provincias serán despedazadas tal vez pero jamás dominadas». Y añadía que la vocación histórica de Mayo está ahí, en la intuición de Facundo, «formulada con un elán de eternidad, con una precisión superior a las doctrinas escritas por los doctores de la ley. Es la lección del «caos» y de la «anarquía”, que resuena, a lo largo de un siglo, en “el dolmen de Barranca Yaco».

Con Saúl Taborda, elevando de nuevo creencias, como la de Mayo, que en épocas de «barbarie ilustrada» acoquinan y aver­güenzan a ciertos argentinos, nos animamos a galopar la noche de las pre­guntas que la sombra terrible nos formula, son pre­guntas de «vida o muerte», según el filósofo cordobés, que arroja, además, a nuestra conciencia aletargada, amansada por la condición post-m­oderna, esta piedra emocional sobre su «tran­quilidad de agua mansa, inmersa para siempre en el silencio y el olvido»:

«Desde hace un siglo arrastramos una vida falsifi­cada.­ Falsificada es nuestra política que manejan mesnadas que desconocen y bastardean el principio esencial de la autodeterminación de los pue­blos; fal­sificada es nuestra ciencia que prefiere al rigor de la disciplina filosófica, la técnica mera y simple puesta al servicio de la ganancia profesio­nal, tanto más proficua cuanto menos se sabe responsa­ble; falsi­ficado es nuestro arte y nuestro pensamiento que no se nutren de la continui­dad espiritual impresa en el idioma sino que se concretan a ser sombras chinescas de otros pueblos que labran con tesón las canteras de sus viejas culturas; falsificados nuestros hábitos y nuestras costumbres, antaño, sobrios y fuertes, estragados, hoy, por un falso refinamiento que multiplica las necesidades civilizadas en procura del consumo por la ganancia que supone; falsificado es nuestro concepto del trabajo que no es ya función del hombre al servicio de la comunidad sino sacrificio impuesto por el afán de lucro que lo explota y lo degrada; falsificada es nuestra economía que no es la economía de monopolio de la metrópoli española, pero que es el feudalismo capitalista que maneja a su arbitrio y voluntad el fondo económico de que se forman los elementos vitales de las comunidades; falsificado es nuestro sistema institucional a cuya sombra de manzanillo nuestra vocación federalista y comunal languidece afrentada por la limosna de la pañota que le arroja el poder central     enriquecido con el empobrecimiento de las provincias, pero empobrecido él mismo por su total carencia de la comprensión de nuestro destino.»[14]

Falsificar es borrar los rastros, es tratar de que no quede «ni el recuerdo» y, al quedar sin memoria, es olvidarse de mirar «de vez en vez» el suelo, es perder las «dereceras». Borrado el rastro, tanteando en la noche de una «travesía» sin lími­tes, noso­tros esperamos que Calíbar regrese: ¿habrá llegado el momento de ver lo «imperceptible para otros ojos»?

Jorge Torres Roggero                     

Bibliografía básica:                                                

1 TEJEDA, Luis de, 1980, Libro de varios tratados y noticias, Córdoba, Municipalidad de Córdoba.

[2] CONCOLORCORVO, 1942, El Lazarillo de ciegos caminantes. Desde Buenos Aires hasta Lima, 1773, Buenos Aires, Ediciones Argentinas Solar

[3] YUPANQUI, Atahualpa, “La Pobrecita”.

[4] DEL CORRO, Gaspar Pío,1977, Facundo y Fierro, Buenos Aires, Castañeda.

[5] SARMIENTO, D.F., Facundo,l962,Sur,Bs.s. Mientras no se indique lo contrario, las citas de Facundo corres­ponden a la «Introducción a la edición de l845» (p.17-25) y al Cap.II «Originalidad y caracteres argentinos: El rastreador, el  baquiano, el gaucho malo, el cantor» (p.47-59).

[6] Cfr. SARLO, Beatriz, 1988, Una modernidad periférica. Buenos Aires 1920 y 1930, Buenos Aires, Nueva Visión; cfr. et., 1994, Escenas de la vida postmoderna. Intelectuales, arte y videocultura en la Argentina, Buenos Aires, Ariel

[7] Las citas de Rodolfo Kusch y las alusiones a su obra se refieren a los siguientes títulos: América profunda,1975, Bo­num,Bs.As.; El pensamiento indígena y popular en Améri­ca, l977, Hachette, Bs.As.;  Geocultura del hombre america­no, l976 ,García Cambeiro, Bs.As.; «Anotaciones para una estética de lo americano×»,(en: “Identidad”, Revista de la Fundación Ross, Segunda Epoca, l986,Rosario).

 [8] Yamqui:»tratamiento o apellido que se daba a los más nobles de los primitivos pobladores de aquella comarca y cuyo origen era una fábula«(Jiménez de la Espada,cit.por R.Kusch).

[9] Sarmiento, D.F.,Viajes por Europa, Africa y Améri­ca(l845-l847) y diario de gastos, l993,Colección Archivos, Fondo de Cultura Económica Argentina,Unesco,Bs.As.,p.51 y sgts.

[10] Sarmiento,D.F., Viajes…,cit.págs.51 y 54.

[11] Sarmiento,D.F., Facundo, cit.pp. 24y25.

[12] Taborda,Saúl, La argentinidad preexistente, l988, Docen­cia, Bs.As. Con prólogo de Fermín Chavez.

[13] Taborda,S., cit.p.22

[14] La transcripción fue tomada de La Argentinidad preexistente, ya citada. Aunque extensa, nos pareció necesaria no solo por su contenido, sino también porque es claro ejemplo de una prosa de enfática belleza, propia de algunos pensadores cordobeses del S.XX. Hablamos de  Deodoro Roca, Saúl Taborda, Carlos Astrada, Nimio de Anquin, Alfredo Terzaga, entre otros. Más allá de sus diferencias ideológicas, expresan un modo de ser.