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Ilustración: Albertus Pictor

por Jorge Torres Roggero

La muerte jugando al ajedrez. Fresco de la iglesia de Täby, en Estocolmo (c. 1480)1.- El Séptimo Sello: una partida de ajedrez

Desde sus orígenes, la humanidad se enfrenta a un problema, al parecer, insoluble: la muerte. En ciertas épocas en que “lo sagrado” (numinoso) impregna la cotidianeidad, la respuesta y el sentido suelen emanar de las religiones. Pero en épocas “profanas” (hedonistas, materialistas) la búsqueda de sentido -aun en el sinsentido- queda en las manos falibles de los artistas.

En estos momentos, en que los textos bíblicos, quieras que no, parecen vociferar  y llamarnos al orden, en que la muerte ensaya en el mundo globalizado su danza macabra, vamos a recordar juntos tres joyas, dos del cine y una de la literatura, en que el arte disputa el señorío a la muerte. La primera es una película de Ingmar Bergman: El Séptimo Sello (1957).

El director nos orienta, en el inicio del filme, sobre el motivo dominante. Es un epígrafe tomado del Cap. 8,1 del Apocalipsis: “Cuando se abrió el séptimo sello, se hizo en el cielo un silencio de media hora”. Pensemos un ratito. De paso, no nos vendría del todo mal leer los capítulos 8 y 9 del libro joánico.

A medida que los siete ángeles tocan sus trompetas, las plagas se desatan sobre la tierra. Veamos dos casos. Una estrella cuyo nombre es “Ajenjo” (“aguas amargas”) emponzoña tierra y aguas. Aquí, podríamos recordar que Chernóbil significa en ucraniano “hojas de absintio”, es decir, ajenjo. Y en estos días es acosado por incendios. Pero lo que nos interesa es revisar  qué ha pasado. La media hora de silencio es, en realidad, el “silencio de Dios”. Callado el Verbo Ordenador, se desata el poder perverso del mal, la “anti-creación”. Las cosas buenas creadas por Dios: luz, agua, tierra, aire, se “desnaturalizan”.

Ahora bien, nosotros no somos iniciados, o sea, buceadores de los misterios escondidos en los símbolos apocalípticos. Por lo tanto, en la sucesión de catástrofes que se desatan sólo vemos su función pedagógica.

En tiempo de calamidad y desolación, los simbolismos apocalípticos nos ilustran sobre los resultados de las fuerzas del mal en la historia: opresión, injusticia, guerra. La poderosa langosta que lleva “una corona de oro en la cabeza”; y “con su cola de escorpión”, “puede hacer daño a los hombres por cinco meses “obedece a una rey llamado “Abadón” (el exterminador). Y aquí un respiro, ¿por qué no acordarse de la anunciadora novela de Ernesto Sábato? Y no olvidemos: el mal no viene de Dios, si no que se presenta cuando  ocurre “el silencio” o ausencia de Dios en la historia.

Pero entremos en el Séptimo Sello de Bergman. Todo sucede en el S.XIV. Antonio Block, caballero sueco, marcha junto a su escudero. Regresa de las Cruzadas, pero encuentra a su pueblo bajo el azote de la “peste negra”. La Muerte, personaje central, aparece soberana y el caballero la reta a una partida de ajedrez.

Inspirado en un mural del pintor medieval Alberto Pictor (que ilustra este texto), las escenas de la partida son memorables. ¿Está la vida en juego contra la muerte en la media hora del silencio de Dios? Por un lado sabemos que, a ese juego, lo vamos a perder. Pero también sabemos que depende de nuestra creatividad ganarle tiempo a la muerte. A lo mejor, agregando días a nuestros días, encontramos sentido y respuestas a los dramas que nos aquejan.

Ahora bien, para aliviar las tensiones, Bergman recurre a la cultura popular. Es también una partida paralela contra la muerte. Lo carnavalesco, la parodia, la comedia, también aportan respuestas profundas que, a veces, los intelectuales no registran. Por eso en el filme aparecen, cada tanto, en su carromato, los actores trashumantes Jof y Mia que dulcifican con representaciones, canciones y artilugios la terrible cuarentena de los pueblos.

El “dies irae”, el silencio de Dios, desata la quema de mujeres en la hoguera por brujería; violaciones a jóvenes indefensas por hombres supuestamente probos, flagelantes en procesión que se azotan para escaparle a la peste.

El director juega con los blancos y los negros: el paisaje es una tablero de ajedrez. Y al final, se divisa a la Muerte, danzando vencedora en una colina lejana. Jof, el juglar, describe la escena. Suenan tambores y un canto solemne. Pero Mia, la mujer de Jof, no se perturba. Ella y su hijo no ven la danza de la Muerte porque, en realidad, es sólo una alucinación de Jof. Ellos representan el bíblico “resto de Israel”, “la plebe pauperum”, los que “dominarán la tierra” y marchan, luminosos, en su carromato. Portadores de la risa y la palabra del pueblo humilde, rompen el silencio y parecen haber vencido a la Muerte.

2.- Juan Moreira: jugando al truco con la Muerte

El folletín Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez, en una época en que los  autores “cultos” carecían de lectores, mereció múltiples ediciones de millares de ejemplares. Más aún, en una época en que las salas teatro de Buenos Aires eran transitadas sólo por compañías extranjeras, la adaptación teatral de Juan Moreira atrajo multitudes, no a los teatros, sino a las trashumantes carpas del circo criollo. El tumulto popular se convertía en vocerío estruendoso cuando, en el picadero, irrumpía la partida a caballo. Sus gritos, mezclados con el ruido de los “latones”, se unían a los de la multitud que, habiendo tomado partido por el perseguido, avisaba al protagonista que estaba en el escenario, la llegada de sus perseguidores.

Como dice Vicente Rossi: “Con Moreira se vengaban desesperadamente, la honradez, la labor, el hogar, la familia, bárbaramente destruidos por la autoridad. Ese fue su bandolerismo…” En otras palabras, los gauchos del drama criollo y el pueblo echaron las bases del Teatro Nacional. Así nacieron los primeros actores de nuestro teatro, que luego fueron grandes protagonistas en el naciente cine nacional. Adviértase, además, que la tradicional estética del “género gauchesco” también alimentó la imaginación de generaciones de argentinos a través de la historieta.

Visto lo anterior, a modo de contextualización, volvamos a la ancestral contienda entre el hombre y la muerte. Vamos a asistir a una sensacional y plebeya partida. Un gaucho fugitivo de la justicia, Juan Moreira, juega su vida al truco con la Muerte.

En la película Juan Moreira, Leonardo Favio ha elegido la teatralidad de la tradición popular gauchesca para construir su relato. La historia es “cantada” por un payador y unos artistas trashumantes la representan. Nosotros nos limitaremos a contemplar un momento único: el diálogo de Juan Moreira con la Muerte.

El “gaucho malo” está echado en el suelo malherido y agonizante. Barro y sudor, gemidos; y abriéndose paso entre los altos pajonales y yuyales se acerca la Muerte . “No es chacota, Moreira, vengo por vos”. Echado en el suelo, casi sin voz,   Moreira se pregunta cómo es que va morir: “Con este sol”. No se avergüenza de tener miedo: “Miedo, sí. De no morir con sol”. Pero la Muerte le retruca exaltando la oscuridad: ella es el ángel de la sombra. Para ella el sol es apenas el “chispazo de un yesquero”. Ella es la noche infinita; y él, una ilusión. La Muerte ordena silencio con el dedo índice en la boca. Moreira dispara dos veces con su trabuco, pero ella, invulnerable, sigue avanzando. Lo acaricia: “¿Por qué tanta tristeza?- le pregunta. Él responde: “¿Es lejos?” Y ella: “Es al final del camino. Me entretiene caminar”.

Le da, entonces, una oportunidad: la partida de truco. Pero para acceder al juego, como en los cuentos populares tradicionales, debe sortear una prueba. Es una famosa adivinanza relacionada con el truco que trata de “la niña con un clavel en los labios”. Moreira la resuelve y se desencadena la partida. “Treinta y siete”, canta la Muerte. Y el matrero: “Treinta y ocho o más”. La Muerte comienza a sentirse perdida. “Tengo sed”, suplica el gaucho. La gradación ascendente llega a su culmen. La Muerte replica: “No tomés nada que la viruela anda por todos lados. No sé perder”. Moreira da un grito de impotencia: ha vencido a la Muerte, ha salvado su vida, pero la Muerte se lleva a su hijo.

Esa es la extraordinaria versión criolla de la vida en su eterno juego con muerte.

Pero siempre hay un resplandor de esperanza. Al final, Juan Moreira, traicionado, es acorralado en un lupanar de Lobos. Es el amanecer. El gaucho intenta escaparse escalando la tapia trasera, pero el sargento Chirino (que fue un personaje real) le clava la bayoneta en los riñones. Moreira, asomado al borde del paredón, mira salir el sol. Como en el pasaje previo del encuentro con la Muerte, exclama: “¡Con este sol!”.

¿Quién gana siempre?, ¿la Muerte o la Vida? Moreira muere en la localidad de Lobos. Pocos años después, en ese pueblo, un niño juega con la calavera de Juan Moreira en la casa de su abuelo médico. Juan Perón, contaba esta travesura de su niñez y también sobre la disputa entre su padre  y su madre: ella defendía a Moreira; él lo consideraba un bandido.

Juan Perón, nació en Lobos después de la muerte de Moreira. “¡Con este sol!” ¿Será que la poética de Leonardo Favio esconde siempre un férrea lealtad a los símbolos del pueblo?

3.- “El hombrecito del azulejo”: chamuyar a Madame la Mort

El cuento “El hombrecito del azulejo” de Manuel Mujica Láinez apareció originalmente en el libro Misteriosa Buenos Aires. El diálogo de dos médicos famosos, Ignacio Pirovano y Eduardo Wilde, nos introduce en la ficción. Hablan en voz baja: “esta noche será la crisis”, “hemos hecho cuanto pudimos”, “veremos mañana”,“ hay que esperar”. “Cierran la puerta de la calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche”.

Detrás, en el gran patio, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo. Ha oido el comentario y en su calavera flota una mueca. “También lo oyó el hombrecito del azulejo”.

El hombrecito del azulejo nació en Francia y llegó a Buenos Aires por equivocación. Era el único distinto entre los azulejos del lote. Los azulejos que lo acompañaban lucían dibujos geométricos estampados. El hombrecito es “azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y bastón en la mano derecha”. El obrero que ornamentaba el zaguán dio con él y lo dejó aparte porque nada tenía que ver con el friso. Pero como le hizo falta un azulejo para completar “lo colocó en un extremo, junto a la cancela que separa zaguán y patio”. Pasaron los años y nadie lo descubrió. Pero un día la casa se vendió y “entre sus habitantes hubo un niño que lo halló de inmediato”.

Ese niño es Daniel, a quien la Muerte atisba desde el brocal. Al niño lo apasionó el misterioso hombrecito diminuto, habitante de un cuadrado de diez centímetros de lado, y lo llamó Martinito.

Martinito es el compañero de su soledad. El niño se acurruca en el suelo junto a él y le habla durante horas: “Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo”. El hombrecito se asoma de su escondite y espía. Estudia el cráneo terrible de la Muerte. La Muerte bosteza. Martinito, apoyado en el bastón, piensa. La Muerte se hastía. Mira un reloj que cuelga de su pecho flaco y vuelve a bostezar.

De pronto alguien le dice: “Madame la Mort…” A la Muerte le encanta que le hablen en francés. Es que la Muerte de Daniel es una muerte de barrio, no es la Gran Muerte. Al oir que le dirigen la palabra en francés, cuando no lo esperaba, ha sentido crecer su jerarquía. Es hermoso que ese caballero la llame “Madame la Mort”. El hombrecito sonríe. Ahora se ha puesto a hablar. Habla y habla, naturalmente, sin citas latinas, sin enrostrarle nada, sin lágrimas. ¿Qué dice?

La Muerte consulta el reloj. Faltan cincuenta y cinco minutos. Martinito sigue hablando. Antes que ella le responda nada, se lanza a referir cuentos que transcurren en tierras lejanas, historias rientes de Buenos Aires y la Muerte suelta carcajadas. Faltan treinta y cinco minutos. Martinito habla y habla. Le narra antiguos duelos de la Muerte con caballeros famosos de Francia y rememora trágicas escenas medievales.

“La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe”. “ Y además…, prosigue el hombrecito del azulejo”. Pero la Muerte da un grito siniestro porque ha mirado el reloj de nuevo y ha comprobado que el plazo que el destino estableció para Daniel pasó hace cuatro minutos.

La Muerte, furiosa, persigue a Martinito que se refugia en su azulejo, pero ella lo arranca, lo rompe y lo arroja al pozo. El final es muy bello  pero aquí me detengo. Los invito a leerlo. Eso sí. Me gustaría elucubrar un ratito sobre el chamuyo argentino del duende francés.

En nuestro lunfardo, chamuyo significa conquistar con mentiras, susurrar palabras engañosas para seducir y obtener algo de alguien. Como toda palabra, tiene un evidente costado negativo, pero en su habitualidad cotidiana el chamuyador tiene un carácter en cierto modo simpático. Es el que viene a “charlar”, a “contar” cosas sin parar. Martinito charló a la Muerte.

Al final todos moriremos. Y ya que comenzamos con el Apocalipsis, el cuento nos avisa que “también morirá la Muerte”. Y eso está a tono con la promesa bíblica. Pero ubiquemos a Martinito en su época. Entonces, en realidad,  aún no había nacido la palabra “chamuyar”. Por lo tanto,  digamos que el hombrecito era un “causeur”, como el Dr. Wilde del cuento. Uno de esos famosos “conversadores” de nuestra Generación de 1880. Claro, que si traducimos “causeur” nos da “hablador”.

Quedémonos con el aire optimista de esa generación argentina. Por eso, en medio de las tambores de la pandemia, dejamos el final sonriente del cuento. Daniel recupera al fin el azulejo por una especie de milagro: “Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto con su hombrecito en el medio; intacto, porque si un enano francés estampado en una cerámica puede burlar a la Muerte, es justo que también puedan burlarla las lágrimas de un niño”.

4.- Colofón: leer señales

Mientras reveía las películas y revivía el cuento, leo en la prensa diaria cómo ciertas señales se multiplican. ¿Siempre ocurren y no les damos importancia? En algunos titulares se alude, con cierto temblor, a los textos sagrados. Leo Clarín y Página 12. Dan cuenta de una plaga de langostas de “proporciones bíblicas” que azotan el norte de África. Estamos en torno al 14 de abril de 2020. Las langostas saltonas del desierto avanzan. Han agigantado su tamaño y no hay registro de su cantidad. Según algunos datos pueden pulular 150 millones de ejemplares en un kilómetro cuadrado y alcanzan a consumir “una proporción equivalente a los cultivos para alimentar a 35.000 personas”. En su avance, devoran vegetales, granos y hasta vestimenta. Van en dirección a Chad, Níger, Senegal, Malí y Mauritania. Para combatirlas, hacen falta 150.000.000 de dólares.

Por otra parte, hacia el 10/04/20 ya era noticia la erupción del Krakatoa, volcán que provocó el tsunami de 2018, y otros quince volcanes del Cinturón de Fuego del Pacífico que incluye a nuestra América. El Popocatépetl registró una explosión que generó una columna cercana al kilómetro de altura. Sabemos que el Cinturón abarca volcanes de Ecuador, Perú y culmina en los Nevados de Chillán (Chile).

En todas la épocas ocurrieron estos sucesos de la naturaleza. En todas las épocas se realizaron lecturas divergentes. Pero hay momentos en que parecen estar alertando sobre algo, revelando un mensaje oculto. ¿Anda Madame la Mort ensayando su danza macabra? ¿Se ha producido el silencio de media hora? Los que transitamos con fe el laberinto de los misteriosos caminos de la Providencia debemos alegrarnos y no temer: “Cuando comience a suceder todo eso, enderécense y levanten la cabeza, porque ha llegado el día de la liberación” (Lc.21-18). El final de finales, el colofón, nadie sabe cuándo ocurrirá, “ni los ángeles del cielo”, pero sabemos que “Muerte y abismo fueron arrojados al foso de fuego” (Ap., 20,14). Claro, esto ya no corresponde a los registros del arte que nos han entretenido con el peligroso juego entre el hombre mortal y la muerte que, hasta ahora, parece invencible.

Jorge Torres Roggero

18 de abril de 2020

Fuentes:

Biblia del Peregrino. América Latina. Apocalipsis de Juan.

“El hombrecito del azulejo”, cuento de Manuel Mujica Láinez. Hay numerosas ediciones

“El Séptimo Sello”, 1957, Ingmar Bergman

Ilustración: “El Caballero y la Muerte” de Albertus Pictor

“Juan Moreira”, 1973, Leonardo Favio

Gutiérrez, Eduardo, 1987, Juan Moreira, Buenos Aires, CEAL.

Pavón Pereyra, Enrique, 1973, Perón tal como es, Buenos Aires, Ed. Macacha Güemes

Rossi, Vicente, 1969, Teatro Nacional Rioplatense, Buenos Aires, Solar-Hachette