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por Jorge Torres Roggero

Alejandro Nores Martínez, poeta sin canon y excluido de su núcleo social, fue un feroz crítico de la pacatería y de la togada estulticia del poder hegemónico en Córdoba, Argentina. Tal actitud, le procuró altos costos. Lo menciono porque César Vargas usa como paratexto fundamental de su libro La Vida Quieta uno de sus epigramas. “A dos estatuas” narra con risueña sorna un viejo chiste cordobés. En efecto, en tiempos de la antigua plaza Vélez Sarsfield quedaron enfrentadas dos estatuas: la del Codificador de las Leyes, de pie, bien abrigado con su sobretodo; y la representada por indio casi desnudo con los brazos abiertos dirigidos al poniente. El pueblo decía que era la estatua de Bamba, un legendario rebelde colonial que, en realidad, era negro. La estatua del indio parecía suplicar al prócer, y celebraba, por cierto, un imposible sol naciente. Nores Martínez la pone en movimiento: “hacia el hermoso gabán/ tiende los brazos con brío/ el indio y – ¡Dalmacio mío! -/ le suplica de este modo:/ – ¡Prestame tu sobretodo/ porque me cago de frío!” Me detuve en el epígrafe porque está bien elegido como anticipador del contenido. Su razón de ser se aclarará a medida que avancemos en el libro de César Vargas. Pero antes, veamos el porqué de las “greguerías estatuarias” que se interpolan a lo largo del poemario.

El término greguería significa “lenguaje incomprensible”. Gómez de la Serna eligió ese término para denominar sus composiciones literarias que mezclaban, en un aforismo, metáforas y humor. De la Serna, hacia 1910, imaginó una larga genealogía que inicia en el algún texto grecolatino de Luciano de Samosata. Se trataba de definir lo indefinible, capturar lo pasajero. Como decían los martinfierristas argentinos era un intento de captar “el lado flamante” de las cosas, su singularidad expresada en un mínimo apotegma. Esta tradición, con diversos nombres, tiene cultores conocidos en nuestra literatura: Raúl Scalabrini Ortiz las llama “apuntes”; Oliverio Girondo, “membretes” y Antonio Porchia, “voces”.

Cesar Vargas nos ofrenda, como feliz intermedio de un discurso trágico, un imprevisto acercamiento al “lado flamante” de las estatuas mediante una regocijante retahíla de “Greguerías estatuarias”. Es el costado sonriente y luminoso del libro, el que esconde, pero sin dejar de aludirla, la entraña dolorosa del epigrama de Nores Martínez. Espigo algunas a modo de ejemplo: “La flor es la estatua del sexo”, “La chimenea es una estatua que fuma”, “La langosta es la estatua del hambre”, “La ballena es la estatua de una nube”, “El martillazo es la estatua del grito”, “El cuervo es la estatua de Poe”.

Pero la pulpa dolorosa del libro se desangra en los poemas que musitan la historia secreta de los excluidos, secuestrados, presos y asesinados. En efecto, las estatuas, en tanto monumento, son el rostro impertérrito de una clase dominante y su cultura. Veamos. La palabra estatua se relaciona con el verbo latino “statuere” que, entre otras significaciones, designa las siguientes: “colocar, exponer, establecer, fijar”, o sea, se refiere al acto de “estatuir”, de configurar lo establecido, lo que es así y “nada más”. Desde este punto de vista, una estatua es unidimensional, tiene un solo significado: el de hegemonía de un grupo social, de una clase o de una etnia que son los que mandan e imponen los sentidos a la comunidad.

Pero “statuere” viene de “stare” que significa “estar de pie”, estar no más. Es la intemperie geocultural del pueblo, el lugar tiempo en que la memoria no cesa de hablar, en que el rumor de la “vida quieta» amordazado por años, quizá siglos, pide la palabra y, entre el griterío espantoso de los abajo, se convierte en voz de los sin voz. Es en estas profundidades donde brota la más alta expresión poética. Desde esos “reprofundos” resuena la dolorosa poesía de La Vida Quieta. El poeta, traspasando la imperturbabilidad de lo “estatuido” deja hablar la historia no escrita, la de las personas y no de los personajes. Su recorrido por las estatuas, especialmente de Córdoba y Buenos Aires, es una peregrinación (en su sentido sacro) hacia el centro de nuestras contradicciones.

Las estatuas dejan de ser alegorías (sinécdoques) del pensamiento dominante para ser metáforas (“más allá de”) de la poderosa cultura popular. Por eso la estatua de Garibaldi en la plaza Italia desencadena la imaginación de la prostituta en cuya cama todos gozan de anonimato cuando hunden su soledad entre sus piernas. Por un triste pago, un “desfile de héroes y fanfarrias”. Sin embargo, en lo profundo de su intemperie, “a todos les concede una caricia secreta/ con la secreta esperanza de que sea el héroe/ que todos estamos esperando”. En lo más secreto, poetiza la fe en lo que no existe, la esperanza de lo que está por venir.

En “Estatua 2”, el poeta se presenta sumido en el abandono y la desesperanza. Está cerca de una iglesia y “la gente se persigna como lamiendo en su pulgar la virgen/ como escupiendo con vergüenza un dios que llevan dentro, / como diciendo: Ahora…/ Pero es tarde”. Al final, nos chocamos con las estatuas de la Plaza Colón que “tiritan en bloque”. El poeta despliega la ironía. Sobre esas estatuas, “las palomas de otros versos” llegan “a cagar sobre náyades neoclásicas”. Mientras, “los estudiantes del Carbó salivan la fuente”. Según los historiadores, las estatuas de Plaza Colón fueron una donación de lo que quedó del pabellón argentino en la feria internacional de París (1889). Son las diosas griegas de la ciencia, el arte, la agricultura, la abundancia, o sea, de los privilegios de letrados y terratenientes. Son las diosas muertas del “Granero del Mundo”, son depositarias del furor laxante de las palomas, de la escupida de los estudiantes y de la angustiosa soledad del poeta.

Por otra parte, la vida quieta de la estatua de Julio A. Roca, coloreada por el vitral de la catedral de Bariloche, está custodiada por la policía. Al caballo le “duele el lomo por el peso criminal/ que hace un siglo carga”. Ese bronce “relleno de codicia es insensible al frío”, a la tinta, a la sangre, “a los gritos que atraviesan el tiempo”. El general parece un viejo bueno y los turistas se fotografían en su entorno. Pero la vida sigue hablando: “Una india pide limosna a la entrada de la iglesia. / ¿Qué tenemos para darle?” Secreta, a lo mejor inconsciente, alusión a cierta alianza reciente y horrorosa: civilidad, fuerza armada, curia.

En “Estatua 4”, el poeta “esculpe en el aire su recuerdo”. La materia poética es una estatua perdida que habitaba una de las pequeñas plazoletas en Av. Vélez Sarsfield y Bv. San Juan, en Córdoba. Es una figura del tiempo. El poeta erotiza la vida quieta, pone en actividad los recuerdos: “hubiera querido tatuarle en los pezones/ el color de mis besos…”. “Le acosé el pedestal con indecencias” y “le leí poemas que hubieran enternecido/ a cualquier bruja/ pero nada.” De golpe, “llegué una tarde y ya no estaba”. La estatua, ¿se había convertido en una “desaparecida”? “Cruzó el mar de la nostalgia”, “¿o duerme y sueña/ en un depósito de la municipalidad”? ¿Una sátira municipal, o algo más late en la entraña helada de la estatua?

En “Estatua 5 – “Bustos de Córdoba”, el poeta regresa al humor de un modo insólito. Pone en hilera los bustos erigidos en Córdoba (bustos, estatuas que sólo abarcan hasta el nacimiento del pecho o medio cuerpo): son veintiséis. Se mezclan caudillos bárbaros y civilizadores impolutos, poetas y payadores, radicales y peronistas. Es el amasijo informe de la realidad vital. Tanta opulencia “estatuida”, contrasta con la experiencia individual del poeta: busto es, también, seno. Eso que luego, procaz, besó tetas. Las busca en vano en los bronces, “y esta tarde es de humo/ y esta ciudad es mierda”. El humor demuele la visión de la Córdoba azul y beata, de bucólicas campanas.

Siguiendo esa línea semántica, el humor cultiva el ab-surdo («para sordos») cuando se solidariza con la famosa estatua del “oso polar en el centro de Córdoba”. A esa efigie “migrante”, (creo que hoy reposa frente al museo Caraffa), se la trajo, hace largo tiempo, para adorno del puente Antártida. Pero luego se dieron cuenta de que en la Antártida no hay osos: “Por eso sueña un témpano”, “sueña una sangrienta cacería de focas”. Hay, sin embargo, para el paradojal oso un hilo de esperanza: “Al centro de la piedra que lo guarda/ yo lo sé, / late su corazón helado y verde como el polo que lo espera/ donde algún día descansarán sus huesos”. Una bella prosopopeya define el poema, lo redondea de cierto halo feliz.

Siguiendo el mismo eje de sentido, incluyo “Estatua 11”, “El indio de las bolas grandes”. En 1937, “en la plaza de Resistencia”, Chaco, se erigió una estatua en homenaje al indio. La estatua resultó con unos genitales “escandalosamente grandes”: “fue primero castrado y después desaparecido”. Ese es el epígrafe aclaratorio que, en apariencia, informa sobre un hecho pintoresco, pero ese cuerpo mutilado y desaparecido alude a una memoria ancestral (el destino de los pueblos originarios), y a una más reciente dictadura genocida. Por un lado, el peso del poder sobre los desposeídos; pero, a su vez, la genitalidad vencedora del pueblo: “Era tan solo un indio, pero con unos huevos/ que las damas soñaron hasta que enrojecieron”; era un “indio callado” / “pero su sexo hermoso disparaba a los vientos/ la vergüenza del blanco, la canción de su sueño”.

En este punto, haría un apartado de desoladoras elegías. Comienzo este conjunto de poemas con “Estatua 7, Monumento al soldado desconocido”. Es la historia del primo Antonio que hizo la colimba en 1976. El poeta, “preso en otro mundo” en ese momento, “supo después” que su “primo campesino” fue chofer y “manejaba un camión más verde que el trigo en la noche”. Después, este ángel campesino”, sufría apariciones de ese camión “cargado de alaridos”. Tenía veinte años. No quería conducir ese camión. ¿Qué habrán visto sus ojos, que “nunca volvió a ser niño”, que “golpeaba a la mujer, los hijos”, / que “bebía hasta la locura”. Otra estatua, esculpida en el aire espeso de la memoria, de una víctima anónima de la dictadura: “quedaste más roto que los cuerpos/ que cargó tu camión”. Un soldado desconocido muerto “de horror, de borrachera/ pedacito de hombre, soldadito”.

La “Estatua 8” es el toro de la Sociedad Rural, “el animal más todo/ padre de toda la carne de la Patria”. Esa masa material, que parece venirse encima, es símbolo del poder de una clase y objeto de admiración de los visitantes ante la indiferencia de un gato: “bajo la lluvia, / sin luna y empapados contemplábamos la estatua, / debajo de su masa: un gato/ perfecto y seco/ nos miraba/ indiferente a nuestra estúpida admiración/ lamiéndose una pata/ nos miraba”.

La estatua 9 es la emocionante “Eva en el Chaco”. Para los argentinos, Eva hay una sola. Frente a su estatua los ancianos reviven la infancia y el momento fatal de su entrada en la eternidad. El poeta le habla a la estatua de Eva en segunda persona, le recuerda el momento en que pasó a ser bronce, a repetirse en “todas las plazas” con gesto de “modista buena”, con ademán de “maestra congelada”. Pero nadie se atrevió a insuflar en el metal “la furia de tu vida” / el rayo de tu sangre/ tu grito de revancha vengadora”. Es que Eva vive. “Desde la gran plaza del Chaco nos das tu bendición/ así tan sol cuesta mirarte, / así alumbrás todavía”.

En la misma serie, agrego otra estatua insurgente: la número 10. Es “La mujer de Lot”, la desobediente, la que elige no huir: “piedra blanca contra el cielo incandescente/ hasta disgregarse/ para ser polvo de palabras, / mujer sin nombre, pero, “la más sólida vergüenza/ de la lengua de Dios.”

La estatua 12 es la de Caperucita Roja en los “verdes bosques de Palermo en Argentina”. A su costado, una rutina de estatua inadvertida por todos, pero, desde otra paralaje, el mensaje secreto acerca del lobo acosador y artero: “Todo lobo es el mundo para todas las niñas/ y la lista del lobo resulta interminable”. Se desencadena, entonces, a partir de algunos casos como el de Martita, María Soledad, Ángeles, una retahíla de mujeres víctimas: ácido en la cara, ahorcada con alambre, violada entre tres, metida en una bolsa, con catorce puñadas, un tiro en la cabeza. Concluye con tres versos que son un “cros a la conciencia”: “Todo bosque la vida, / y cada treinta horas/ una Caperucita”. La crónica habitual se vuelve energía poética.

A partir de la Estatua 13, “Cristo de la catedral” las estatuas representan figuras de honda raíz cultural (al margen de creencias e ideologías). El poeta, a veces, tiene miedo que Dios exista, que se le aparezca y pregunte: “¿Qué has hecho de tu alma? La respuesta será que la “gastó viviendo”: “Pero que no se preocupe/ aún guardo un cachito/ que ha de servirme para escribir/ el poema que me debo”. ¿Sobrará algo para el Eterno Coleccionista?

“El Gran Capitán”, estatua 14, está dedicado al San Martín de la plaza central de Córdoba. ¿Qué nos señala con su dedo índice? ¿El futuro, el sol? Sobre el hombro, un hornero levantó su nido. El poeta reza: “Padre de la Patria/ ojalá pudiéramos estar sobre tus hombros”, como ese pájaro trabajador y libre, ese albañil que canta haciendo “su casa sobre el cemento de tu pecho”. No es extraño que el final de esta rogativa aluda al episodio bíblico de la crucifixión: “Padre nuestro/ muerto de olvido en el bronce de la plaza, solo una fecha para las flores. / Padre nuestro/ ¿por qué nos has abandonado?”.

La Estatua 15, “Busto de Perón” se organiza en torno a la extraña figura de un general que siempre sonríe. Esa sonrisa suscita una serie de preguntas: ¿por qué sonríe? La respuesta reúne armoniosamente las palabras de despedida del General y el tumulto de las multitudes argentinas: “O será que sigue escuchando nuestro canto en las plazas/ la maravillosa música de la sangre en jolgorio.” / ¿Será peronista?” Claro ejemplo de una poética que armoniza la palabra política y la acción popular. Digamos, la carne viva de las contradicciones.

Transitemos ahora a la estatua de “Cristóbal Colón”. Informa sobre una “tonelada de bronce al fin de la avenida” que agradece al rey los tres barcos que darían al mundo turismo, fútbol, jazz, democracia, tango, maíz, papa, garotas, chocolate y otras delicias. Pero, “el almirante hunde su rodilla en tierra/ con cuidado apoya la punta de la espada/ como con miedo de pinchar el globo, no vaya a ser que la verdad estalle/ se derrame cubriéndonos de mugre”. Obsérvese que cada poema es una oración adversativa: la segunda parte niega la primera. Y la negación es una apertura de posibilidades.

¿Qué nos dice “La Venus de Milo”? Ella “dejó los abrazos en un siglo remoto”, “cuando los brazos se le hicieron polvo/ solo para que no pueda taparse los pechos”. Y sentirá, alguna vez, que “esa tela que le cubre el pubis” caerá y “nos aturdirá de tiempo/ de luz/ de sexo/ de belleza/ toda la humanidad la estará viendo”. Ese “algún día”, de tinte escatológico, es una seña de una esperanza jamás desechada por el poeta. Tal lo que ocurre con la estatua 18: “El Dante”. No lejos del zoológico siente el hedor de infierno de las jaulas. Desde ese pedestal no puede salvar ni condenar a nadie: ni a los que “no se decidieron a ser buenos”, ni a los que “se atrevieron a ser malos”. Sin embargo, “en los tercetos de un poeta despechado/ el rostro de una mujer promete salvación. / ¡Es el amor! Gritamos y decimos su nombre.”

Queda, antes de llegar al centro de esta peregrinación, la estatua de “La libertad iluminando el mundo”. La primera parte relata el viaje de la colosal mujer y su armado.  La “pintaron los indios” y “la limpian los negros/ que se van a la guerra con su nombre en los labios”. La pulsión adversativa, tan frecuente en el libro y casi una clave de lectura, deshoja un “pero”. En efecto: “Los pájaros la evitan/ y no por su veneno, simplemente es que saben: / la Libertad son ellos”.

Se arriba así a lo que se podría llamar un culmen emocional y estético. Más aún, el sentido profundo que La Vida Quieta epifaniza en “Estatua 20- La Madre”. El poeta memora que, en todas las plazas de barrios y pueblos, la madre es representada “con un niño en los brazos y otro de pie a su lado”: “sentada y santificada en cada barrio/ porque todos quieren una de cemento o de bronce/ de mármol o granito. / ¡Una Madre!”

Todos anhelan colgarse de sus pechos y sentir su palma en la cabeza. ¿Qué haría el Club de Leones, que dona “estatuas quietísimas/ cada una en su quieto pedestal/ quietísima en la plaza”, sin las madres? Estamos ya, lectores, llegando a los últimos renglones del libro, a su mensaje final. Nos aturde la repetición del adjetivo “quieto” del título, enfatizado dos veces con el superlativo “quietísima”.

Es que nuestras Madres han puesto en marcha un movimiento de rotación, un arte cinético que convierte pañales en pañuelos. Los jueves el miedo muerde su rastro refulgente y el pueblo se refugia en el corazón de las “locas” que hacen tiritar el mundo: “Pero los jueves: Ronda, / monumento que rueda/ arte cinético en su pañal pañuelo/ un círculo de fuego es la angélica loca/ su niño es palabra blanca/ que le ilumina la cabeza”. La vida quieta insurge siempre, los “peros” del pueblo saltan el círculo ciego de la necesidad, su “música maravillosa” no podrá ser acallada. Y la historia empieza a peregrinar. Lo dice un poeta, y a ellos les fue otorgado el don del vaticinio.

Jorge Torres Roggero

Córdoba, 20/04/23

FUENTE: Vargas, César “León”, 2020, La Vida Quieta. París-Córdoba-Buenos Aires: Argos, Babel, Reflet de lettres.