Por Jorge Torres Roggero
En 1999, se nos ocurrió reunir, en un libro que titulamos (evocando a Marechal) El canto exacto: «el verdadero artífice del canto/ se hace la voz exacta de su pueblo». Contiene una selección de ponencias de las IV y V Jornadas de Literatura (Creación y Conocimiento) desde la Cultura Popular organizadas por las cátedras de Literatura Argentina I y Literatura Argentina II de la Escuela de Letras de la Facultad de Filosofía y Humanidades (UNC). Las jornadas aludidas eran una amenaza de incompatibilidad. En efecto, ante la realidad concreta de los textos escogidos sobrevino una apremiante pregunta: ¿Cómo se nos había ocurrido congregar dos jornadas antitéticas? ¿Modernismo literario y canto popular? ¿Qué clase de amasijo es ése que mezcla la musa versallesca de Rubén Darío con la “musa mistonga” del tango, el cuarteto o el rock?
La pregunta era de esas que hacen poner los pelos de punta a los devotos de la institución literaria. Sin embargo, pensándolo bien, repasando el lado flamante y vivo de nuestra historia cultural, llegamos a la conclusión que nada impedía unir en un mismo tomo ponencias sobre modernismo literario y canto popular. Después de todo, el famoso tango «El día que me quieras», desde Carlos Gardel a Luis Miguel, persiste en ser un poema modernista al parecer de notable actualidad, a pesar de su «anecdotismo gárrulo», de su «amaestrada sencillez» y de su «espontaneidad prevista» para reincidir en algunas de las abominaciones que les prodigaron a los rubendarianos, en su proclama de Prisma[1], Guillermo de Torre, Guillermo Juan, Eduardo González Lanuza y Jorge Luis Borges.
Es verdad que el término canto popular, bajo ciertas condiciones, ya no espanta a los «especialistas» que, adoctrinados en «penúltimas modas» (Scalabrini dixit), Bajtin et alii mediante, no titubean en “hombrearse” con el pueblo siempre que alguna ley de pertinencia debida consagre a su objeto como “corpus” mudo y silencioso del bisturí científico (con lo cual deja de ser canto). Además, debe quedar en claro que «los que saben» son los únicos habilitados para tomar la palabra. No sólo eso, son los propietarios de la última palabra.
Hagamos memoria. ¿Podría sostenerse, que las reconfiguraciones expresivas siempre han prorrumpido desde adentro y desde abajo, desde el caos bochinchero de la cultura popular? Al fin y al cabo, cada vanguardia se justifica por haberse dado cuenta, en algún momento, de la necesidad de que las palabras fueran expulsadas del recinto sagrado de la literatura y de que, puestas otra vez en circulación, se localizaran. Irse a vivir a la calle[2], inaugurar para «cada nuevo amor una nueva virginidad», supone que lo real profundo conlleva la aceptación de la grasada, de lo no (musical, literario, científico) como punto de partida.
Las anteriores alusiones al manifiesto martinfierrista sólo quieren ser: a) un recordatorio de que ni la vanguardia vital del 18, ni las vanguardias literarias del 20, tendrían sentido sin la “vanguardia estética” del modernismo[3]; y ésta, sin la “vanguardia plebeya” de la chusma irigoyenista; y b) un exordio a la rara mezcla de modernismo y cuarteto cordobés que vamos a propinar al lector.
En efecto, nuestros vanguardistas, nunca dejaron de reconocer que Rubén Darío inició un movimiento de saludable independencia en el idioma. Y decir Rubén Darío, es mentar modernismo. Es volver a pensar el comienzo del siglo XX en la Argentina, «región de la aurora», en que se mezclan circo criollo y Sara Bernhardt, Lugones y Betinotti, Florencio Sánchez y Ángel Villoldo, la ópera y el tango, el sportman del Jockey Club y el guapo de las orillas.
Porque las cosas que son objeto de nuestra reflexión vienen mezcladas y la realidad es un amasijo de «sueños vivos», para usar una expresión de nuestro Deodoro Roca. Cerramos los ojos, entonces, y vemos surgir de los reprofundos de nuestras más desveladas lecturas al circo de Pepe Podestá y al payador oriental Arturo de Navas, improvisando para sus amigos Florencio Sánchez y Rubén Darío las famosas coplas de El Carretero: «Qué vida más desgraciada es la del pobre carrero…/con la picana en la mano, /picando al buey delantero». Era una época en que no faltó algún integrante de «cuadro filodramático» dispuesto a enseñarles a «caminar el escenario» a «a esos cirqueros ignorantes». Quizás sea el payaso Frank Brown quien, en 1891, construye un paradigma de este amasijo de vida y muerte que estamos reivindicando como materia de nuestras reflexiones estéticas: «Ketty Brown cae del caballo y muere casi en el acto. Frank, ante el cadáver de su esposa, debe continuar con el espectáculo».[4] Es que para ser «galán» del circo criollo había que saber andar a caballo, vistear con el facón, tocar la guitarra, bailar el pericón, zapatear: la famosa escuela del picadero. No desdeñaron sus turbulentas puestas en escena ni Joaquín V. González, ni David Peña, ni Domingo F. Sarmiento, ni Roberto J. Payró, ni Bartolomé Mitre en cuyo honor actuó Raffeto.
Según Kusch[5] , es en el picadero del circo donde el teatro argentino genera una estructura propia. Las vestimentas, los caballos, los gritos, la música, eran una reconstrucción del primordial «hervidero espantoso», de la vida tratando de expresarse y de instituir así el triunfo de lo humano sobre el caos. Ante la zozobra de lo amorfo, ante la desaparición de las «categorías» porque han vuelto a su significado primitivo de «acusación», emergen ciertas estructuras subyacentes que nos ofrecen un domicilio en el mundo y nos invitan a dejar de vagabundear por regiones o textos extraños preguntándonos por las causas. Ya no estaremos aquejados por el «mal de la extensión», sino que munidos de la vivencia de nuestra “miseria política, social, económica y cultural» volveremos a atar los caballos en las rejas de la Pirámide de Mayo como en 1820, tiraremos la carroza del Peludo como en 1916 y refrescaremos, otra vez, las patas en la fuente como en 1945. Y no decimos esto por el prurito anacrónico de escandalizar, sino que se trata simplemente de reconocer que la materia de nuestra reflexión, no es lo ya formalizado, el canon socialmente comprensible, la «academia», sino el acto artístico mismo, su génesis, el momento de triunfo del signo sobre el amasijo informe de la vida.
Y esta referencia a la Academia nos hace recordar que tanto los modernistas, buceadores del numen o dios[6] que llevamos adentro, como los poetas del tango, denigran lo «académico» como recinto de un logos convencional, de la «fijación y la uniformización del sentido»[7].
Si te le animas a estas páginas, caro lector, hallarás en ellas a meros ejecutantes, versados y pulidos, siempre interesantes; y también a los que se adentran más allá de lo accesorio, y vienen como deslumbrados, balbuceantes, como quien despierta de un sueño y no sabe si sus ojos lagañosos recuerdan algo del profundo pozo de «lo real»: «viene uno como dormido/ cuando vuelve del desierto», decía Martín Fierro cuando declaraba la necesidad de conjurar por el canto el simple e indispensable hecho de la sobrevivencia biológica.
Es que la voz, los gestos y las cosas que hace el pueblo recrean con signos o figuras vivientes las expresiones culturales aun bajo las peores dictaduras. Un baile de cuartetos no es índice de la barbarie ni de la deseducación del pueblo. Es, más bien, la expresión de un saber peculiar, de un habla social, que tiene para los receptores reales la misma importancia que un concierto en el teatro San Martín. Dicha modalidad expresiva satisface las necesidades de comunicación de hablantes concretos que quieren ser respetados cuando manifiestan sus prácticas en el mundo de la información y de la comunicación mediática: práctica de la identidad en búsqueda de la modernidad y en proceso de adaptación permanente.
Es en esas fronteras, superponiéndose y polemizando con el pensamiento plebeyo que acabamos de esbozar y vindicar, donde ocurre la aparición depredadora del campo verbal y elocutivo de los jóvenes, de su canto que rasguña las piedras, que plañe clamando porque entre tantos maestros nunca hallaron una verdad. En pugna con los poderes públicos que en todo tiempo “rigorean” mentes y orejas tratando de imponer las dimensiones simbólicas y los ideales culturales de los grupos de poder, el rock pone la cara.
¿Cómo no recordar, ante el ritmo revulsivo del rock, a los jóvenes del 18 que repudiaban a los mutiladores, a «la codicia miope», a «la burocracia apacible y mediocrizante» (D. Roca) y reconocían la necesidad de adentrarse en ellos mismos, de no impotabilizarse para la vida social?
Toda esta materia viva es el objeto de este libro. Sus autores son jóvenes docentes, novísimos egresados e inquietos estudiantes de la Facultad de Filosofía y Humanidades y de la Escuela de Ciencias de Información de la Universidad Nacional de Córdoba. Las Jornadas fueron concebidas como un lugar de encuentro entre docentes, estudiantes, investigadores, periodistas, escritores y simples lectores, para construir nuestro discurso y nuestro saber a partir de los «reclamos de la vida», para hablar desde la residencia de «lo real».
Cumplir tal reclamo puede resultar precario y hasta ridículo para el acumulador de citas y términos técnicos mal traducidos. Sin embargo, a lo mejor nos salve del olvido el haber pretendido, siguiendo a Saúl Taborda, que la universidad no sea un «hortus conclusus»: «Su universidad es un “hortus conclusus”, y en el malabarismo de sus ocupaciones no se barajan más que las cristalizaciones conceptuales de una vieja paleontología mental».8
Por último, incurriendo quizás en pleonasmo, pero temerosos de incompletud, insistimos en que la temática de este libro obedece a una heterogeneidad real que este prólogo ha intentado articular: las IV Jornadas versaban sobre el modernismo y sus fenómenos concomitantes; y las V, sobre el multísono y fluyente escenario de la canción popular. Queda abierta así una posibilidad. Esta publicación sólo aspira a cumplir una modesta finalidad: decir en dónde estamos y en qué andamos. A pesar de las «malas juntas».
Jorge Torres Roggero
Profesor Emérito. Universidad Nacional de Córdoba
Cátedras de Literatura Argentina I y II en 1999:
Profesores Adjuntos: Cecilia Corona Martínez, María Paulinelli, Pablo Heredia
JTP: Andrea Bocco, Carlos Kassis, María Gabriela Fassi
Adscripto: Domingo Ighina
Ayudantes: Marcela Dávila, Gabriela Boldini, Laura Daniele
Son autores de las ponencias publicadas: Jorge Alejandro Bracamonte, Cecilia Corona Martínez, Fernando Piñero, Graciela Frega, Marcela Carranza, Marcela Dávila y Cecilia Reyna, María Graciela Fassi, Pablo Heredia, Domingo Ighina, Jimena Castillo, Jorge Acosta, Zoraida Almada, Claudio Díaz, Diego Alberto Dávila, Andrea Alejandra Bocco, Carla Marina Caffaratti, María Paulinelli, María Eugenia Guevara, Carlos Gazzera, Pablo Natta y Dafne García Lucero.
Escuela de Letras, Facultad de Filosofía y Humanidades, U.N.C.
NOTAS:
[1]. – Cfr. «Proclama» en Prisma (revista mural), nº 1, XII-1922. Reproducida en: FERNANDEZ MORENO, César, La realidad y los papeles, 1967, Madrid, Aguilar, p.498.
[2]. – Nos estamos refiriendo al manifiesto publicado en la revista Martín Fierro, N.º 4, l5 de mayo de 1924.
[3]. – Cfr. TORRES ROGGERO (1998). La donosa barbarie. Córdoba: Alción, p. 107 y ss.
[4]. -Los datos y referencias sobre el circo criollo han sido tomados de: PONCE, Livio. 1972. El circo criollo. Buenos Aires: CEAL.
[5]. – Algunas de las reflexiones que siguen reconocen su origen en «Anotaciones para una estética de lo americano» de Rodolfo Kusch, en: Revista Identidad, Ed. Fundación Ross, Segunda Época, Rosario, 1986, p. 6 y ss.
[6]. -Cfr. LUGONES, Leopoldo. 1921. El tamaño del espacio (Ensayo de una psicología matemática). Buenos Aires: El Ateneo. Lugones postula en este texto «una nueva percepción y otra noción de la forma». Propugna la adquisición de una estereognosis de adentro hacia afuera: «el nuevo sentido será centrípeto», producto de la razón humana, parte (a su vez) de la armonía universal.
[7]. – El «Cafetín de Buenos Aires», como escuela de todas las cosas, es una forma surgida de la vida. Y sólo hay un modo de bichar en ese recinto de sabiduría las «cosas que nunca se alcanzan”: con la «ñata contra el vidrio”. (Cfr. DISCEPOLO, Enrique Santos. 1977. Cancionero. Buenos Aires: Torres Agüero Editor, p.76.
[8]. -TABORDA, Saúl. 1941. La crisis espiritual y el ideario argentino, Universidad Nacional del Litoral, Instituto Social.