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por Jorge Torres Roggero

Imagen (40)1.- La energía del símbolo

En 1955, poco antes de la hecatombe septembrina, Leopoldo Marechal leyó en  LRA Radio del Estado una conferencia que tituló “Simbolismos del Martín Fierro”. Al poco tiempo, la furia antiperonista lo convirtió en el  “poeta depuesto”. Recién en junio de 1972 el escrito fue resucitado por el diario La Opinión bajo el título: “Un texto desconocido de Leopoldo Marechal”. Sostenía el autor que el poema dejaba “entrever”, paralelo al sentido literal, un sentido simbólico. Agregaba que no era menester que José Hernández haya tenido un propósito claro de dar a su poema un sentido simbólico: bastaba con que la materia de su arte guardara en sí la potencia del símbolo.

En efecto, según algunos, entre ellos Hegel, en el lenguaje mismo debemos reconocer una contradicción inherente puesto que, estando destinado a expresar una experiencia individual, sólo puede expresar la universal. Esta intrínseca tensión, individual/universal, desata las metáforas lexicales y gramaticales con que el poeta se esfuerza  por superar un obstáculo originario y fundamental. Para ello, mediante un amnesia súbita, rechazará lo signos convencionales, anteriores a su propia experiencia, que le propicia el canon y los reemplaza por lo individual inadecuado y lo objetivo impropio.

Se convierte así en un gesticulador, en un fabricante de tropos (tropator, trovador) en busca de “ciertas capas profundas no reveladas por los signos arbitrarios que carecen de relación directa con la experiencia individual y que establecen otra forma de comunicación verbal»(Fónagy).

Esta operación es un dejarse estar en la pura sobrevivencia. Los poetas argentinos de la llamada generación del 40, por ejemplo, la transponían como regreso a la infancia. Infans es el que no habla. «Cuando esto ocurre -postula Iván Fónagy- algunos eslabones de la cadena escapan de la exploración del pensamiento consciente y el producto expresado, el término metafórico mismo, es tanto más sugeridor cuanto más ambiguo».

Esa es la razón por la cual la poesía les presenta un problema en cierto modo insoluble a los lingüistas que se meten con ella. Las operaciones fonético-sintácticas, las transferencias léxicas o gramaticales, se vuelven difíciles de definir. Algo nos dice que la realidad es «otra cosa», que esa «otra cosa» está en «otra parte». Iván Fónagy sostiene que el trabajo de tropator del poeta se asemeja al de los amantes: evitar que el beso se convierta en besamanos, en homenaje cortés, desmotivado y triste. Esa gesticulación incesante, “gesticulación prosódica», es el estilo individual: mensaje permanente, motivo básico de articulación y armonización de un acorde múltiple.

A este volumen de vida se referían los poetas de «La carpa» cuando consideraban a la poesía “flor de la tierra» y, a la vez, expresión de un grupo social: «Sentadas las premisas de que la Poesía es flor de la tierra y que el poeta es la más cabal expresión del hombre, asumimos la responsabilidad de recoger por igual las resonancias del paisaje y los clamores del ser humano (ese maravilloso fenómeno terrestre en continuo drama de ascensión hacia la Libertad, como el árbol).

Esta desea ser, pues, poesía de la tierra, empeñada en soñar para este mundo un orden sin barrotes, ni hambre, ni sangre derramada. Cuando la angustia de lo exterior está cerrando el camino de la poesía ella se arma de espinas, en legítima defensa. Sin embargo, el nuestro no es arte de combate. Es sí poesía en lucha, en crisis, ya que el término no nos asusta ni escandaliza.»(AGON, 1953,70)

Por eso recoge no sólo los mensajes particulares del género (mero carácter lineal del discurso, series), sino el griterío espantoso, la polifonía seminal, el concierto armonioso de los mensajes que se llaman y se responden con el nombre desnudo de las cosas.

Es esa polifonía la que permite al poeta enviar mensajes, tirar botellas al mar incesante tanto de la conciencia clara, como del subconsciente y del inconsciente. Refugiado en un mundo verbal, mediante la gesticulación prosódica y sintáctica, «el poeta se esfuerza por introducir algunos fragmentos dispersos de lo real».

Este intento de comunicar lo incomunicable convierte a la razón poética en instrumento de conocimiento y en camino de libertad para afrontar épocas de crisis.

Estas reflexiones me acosaban cuando leía, con fruición, los poemas de País de Leandro Calle. Rastrear símbolos en País puede constituirse en un viaje infinito. Interminables itinerarios entrelazan una red numerosa y dialogante: la contienda entre olvido y memoria, la historia como academia biodegradable y como presencia viva, cuerpos opacos y cuerpos luminosos, los cuatro elementos en la disolución o reconstrucción de la Patria. La poesía como camino hacia un sentido profundo donde los significados se convierten sin cesar en significantes de nuevos y acuciantes sentidos.

2.- El pájaro quemado y las alas del ángel

Iniciarse en la lectura de País  es sumergirse en las “correspondencias” de Baudelaire, es pasar por un “bosque de símbolos” que nos observan con “miradas familiares”. Implica dejarse iluminar por los poderosos misterios que hierofanizan en palabras tan simples como aire, fuego, tierra y agua. Constituye una especie de praxis alquímica que nos exige transformarnos y perdernos en los laberintos de la multiplicidad en busca de ciertos saberes y goces solo asequibles a quienes se animan a mirarse en el espejo quebrado de las realidades profundas.

Los poemas, en donde todo pasa, están siempre defendidos por conjuros de poderoso aliento. Son breves sentencias inapelables. La defensa mágica de la entrada al libro-laberinto predica  acerca “del dolor del otro/ el otro dolor/ que duele”. El dolor del otro supone comunidad, patria/país y, a su vez, el anuncio de una herida profunda en el cuerpo social, un puntazo en el espacio tiempo y la necesidad de transmutación.

Por eso el “Poema 1” marca el predominio de los símbolos que expresan los sentidos contradictorios y vivos del aire y el fuego: “El fuego crece cuando crece el fuego/ y en el medio del fuego están los pájaros”. El fuego es sol, es corazón, es centro. Es luz y calor, pero también quemadura y humo. El juego de las contradicciones es una confusión trágica. La luz “enloquece”, la noche “arde”, todo es una pira de “ansiedad y humo”. El aire, el “aliento”, es fragua y sombra. Combaten los opuestos. Las aves personifican el aire. Son ánima (ánimal), soplo. Ellas deben atravesar “el dolor del aire”. La luz vibra y es voz , sonido, pero es “afónica luz”. En la quemazón universal “las aves van llorando” mientras el incendio “seca las lágrimas” y las convierte en amarga sal.

Un dios rencoroso, un Molok terrible, habita el lado tenebroso del aliento (el aire): es un rencor divino que “lastima el corazón”. La realidad difusa y total es fuego destructor. Y lo más horrible: “la memoria que también es fuego,/ quema pájaros tristes de la patria/ y los convierte en peces luminosos/ que van a desovar en el abismo/ de los ojos de un niño que no canta”.

Caídos en el “sin fondo” (abismo, abysos), los símbolos se concretizan en la historia patria. El aire sofocado, el vuelo quemado de las aves, es la memoria de un país que “arde sin arder”. La paradoja se hace presente para desvestir el lado oculto del país (paisaje cotidiano). Lo que arde es el tiempo, la memoria, el viento de la historia. Ese arder sin arder es una situación de extrañeza que genera preguntas: “¿Arde en dulzor como un orgasmo limpio? ¿Duele como el dolor de un pensamiento/ que puja por salir y es abortado?” Todo se quema, lo sórdido junto a lo sublime. Hasta el viento de libertad se ahoga en fuego: “Cuando se quema un pájaro en el monte/ hay un olor a olvido por la tarde”.

Perdidos en esa ardorosa y trágica plurivocidad de símbolos desatados, en estampida, volvamos a Marechal, que se animó a romperse los dientes con su dura cáscara. Como buen cultor de la esperanza, ofreció una salida: de todo laberinto se sale “por lo alto”. ¿Es el camino elegido por Leandro Calle en este poema? Por lo pronto, nos deja en espera “hasta que baje un ángel y despliegue/ el largo de sus alas sobre el fuego”.

En medio del peligro constante, ¿volveremos a respirar “fuego fatuos y dulzores de luz”?

Cómo no acordamos, a esta altura, del “Angelus Novus” de P. Klee que es el “ángel de la historia” de W. Benjamin. Pero esa es una mirada pesimista desde un Centro en derrumbe ante el horror del pasado. Nos parece, más bien, que aquí se perfila el ángel cabalístico del Talmud: ángel de reparación, de redención del daño pasado. El ángel de Leandro Calle no retrocede de espaldas. Parece ser un enviado, baja del cielo, cubre, protege, salva.

3.- Tierra enferma de esperanza

El umbral temático del “Poema 2” profiere: “mi país huele a precipicio”. Y nos anuncia la preeminencia de los sentidos, el cuerpo en peligro. “Este es un país sin rumbo”. Estamos metidos en un viaje sin brújula, en un itinerario de espasmos cuya fibrilación se manifiesta como “un cortocircuito a la altura del alma”.

En alas del viento (aire) se presenta el simbolismo del agua y su poderosa energía. Es agua que desciende, es lluvia y la lluvia se deja caer sobre la tierra y la tierra es cuerpo.

La lluvia, en su aspecto benéfico, “teje sueños”, pero una “feroz Penélope los desteje”. La imagen de la lluvia como algo “de arriba” que cae, como misterioso tejido que desciende, como madeja enredada, es una turbulenta fuerza que baja.  Quizás la hilandera invisible es la multitud caída en el subsuelo de la tierra como semilla. El agua en la tierra es posibilidad de levantarse desde abajo: “Caer en esta tierra, significa/ volverse a levantar”. Se produce la vieja paradoja bíblica: los ciegos ven, los mudos hablan, los cojos corren: “Hemos cavado fosas en las nubes/ hemos buscado el agua, su venaje,/ pero la lluvia hilvana sus mañanas con asidos ayeres de la mente/ metidos en el centro del cerebro”. La caída es trágica, es “hundir la cabeza/ en el orgasmo seco de los muertos”. La lluvia hilvana tiempo ( ayeres); el pensamiento (cabeza) se hunde en un orgasmo seco.

Ahora la tierra es cuerpo y los cuerpos desaparecidos son fantasmas que reaparecen sin cesar: “El cuerpo es un problema en esta tierra./ Aquí aparecen y desaparecen./ Pero cuando aparecen es muy tarde./ Mojados por la lluvia se florecen,/ hay un olor a olvido…”.

Otra vez un mundo kinestésico: llueve luz, pero la luz se pudre. Una desesperación de mil caras nos acosa, pero en lo profundo del cuerpo-pueblo “yace una semilla”. Todavía en los cuerpos hay resabios del “barro original”, “el del principio”. Es un tiempo anterior, cuando las “gotas levantaban el vuelo”, con “residuos de libertad”, “pájaros de agua” y “manantial del aire”. No se ha borrado aún la huella “de un ciego que nos mira fijamente” y que “toca con muñones de luz/ algo de lluvia que tenemos adentro”.

Esta es nuestra tierra, estos son los cuerpos ateridos, desaparecidos, espasmódicos del pueblo: “es una tierra enferma de esperanza”.

Va sin rumbo, es “un cuerpo que choca con las piedras”, es un ser acalambrado: “Sin embargo la lluvia cuando cae/ hace crecer el pasto en la llanura”. Es, de nuevo, dadora de vida, ya ninguna Penélope deshila su tejido frágil, porque también se anuncia el regreso de Ulises: “Ese verdor que nace, pareciera/ Ulises regresando: la victoria”.

4.- El país de adentro

El umbral discursivo del “Poema 3” es una alusión: “la memoria está llena de huesos”. Dos memorias se entrecruzan. Una responde a un mito personal: el entierro del perro muerto, la infancia, el padre, la primera vivencia de la muerte; otra, la memoria histórica. El simbolismo se concentra en el pozo y su axialidad. Cavar, enterrar: es un eje, un centro. Son los adentros, lugar de la muerte desde donde sube la vida.

Por un lado, una escena familiar: el padre va a enterrar el perro y, por detrás, en medio de la noche, el niño de seis años: “Mi padre cava un pozo mientras lloro/ y el perro ya no muere, se está quieto./ El pozo es hondo, la tristeza es honda.” La tierra parece devorar, en silencio, su ración (“como huevos de luz, bebe la sombra”). Padre e hijo entran en una “zona de dolor”.

Repitiendo antiguos mitos, el perro vuelve a ser el guía del alma en el reino de la muerte. El niño toma conciencia de la muerte: “mi llanto es sin consuelo porque entiendo/ que la muerte me espera al otro lado”. Pero también descubre la memoria: “el perro vive en nuestros corazones”. Pero, si vive, ¿cómo podrá salir de entre la tierra?

La labor del padre ha terminado, el perro yace en el centro de la tierra; y, entonces, aparece otro saber: el olvido. Enterrado el perro: “resta cerrar los ojos y olvidar”.

Padre e hijo regresan: “un beso en la mejilla y a dormir”. El niño se duerme , sueña: “El perro habla de flores y frutos”, el perro pregunta a la tierra: “¿Qué vas a darnos tierra, tu silencio?” Entonces el perro, guía en el país de los muertos, “amonesta”, anuncia: “este país se hunde tierra adentro/ en tierra está enterrado, lo velamos/ y el olor a podrido nos asusta.”

El perro guía invita a escarbar en la memoria, a exorcizar, cavar en el país de los desaparecidos. En lo profundo y oscuro, en el reino del llanto, hay una patria entera a condición de no enterrar los muertos en el olvido, de resucitarlos en la memoria: “alza la pala y cava, cava un pozo/ en la medio de la noche y llora./ Busca un hueso de luz. Deja la sombra/ no es el momentos de enterrar los huesos/ ahora es el momento de buscarlos./ Toma la pala y cava. Cava, cava/ hay un país adentro de la tierra”. Hermoso y universal simbolismo el de cavar un pozo. Leandro Calle, a partir de un mito personal de infancia, se arraiga y universaliza a la vez. Como decía Nietzsche: “Don estés, cava profundamente. Debajo de tus pies está la fuente”.

5.- Un país que se va hundiendo

En esta parte cuarta, el poeta arma una portentosa alegoría. Parte de un animal emblemático de los argentinos y del agua en su aspecto destructor. Vuelve el río, pero en plena creciente: “en el medio del río hay una vaca/ país a la deriva su mugido/ donde las patas buscan equilibrio”. El mugido, las ubres, el vientre, las pezuñas, el pecho, son sólo sinécdoques, partes de un todo en declive: “y el río crece más y cuando crece/ la vaca es un país que se va hundiendo”.

El paisaje serrano también es un país “de lluvia, de granizo y de dolor”. La vaca-país se atraganta, flota. El río crece y “la vaca que no hacía nada, ahora nada”. El poeta inicia a deslizarse en el lenguaje. La tragedia de la vaca se potencia a través de la palabra “nada” que puede ser acción, modo, sustancia. La vaca queda atascada entre las piedras y en la muerte, fuera del existir: “Nada la vaca sobre la existencia/ que ya pasó que ya se fue y no vuelve/ hundida nada como si nadara/ como si nada, nada en la corriente”.

La vaca-país ha sido despojada. Sólo queda la osamenta, el “cuero seco abandonado”.

Pero la vaca, en realidad, no ha muerto. Se convierte en mito: “el río crece cuando crece el río/ y en las noches de luna en el verano/ muge una vaca solitaria y triste/ que nada por el aire”. En el paisaje está, invisible, el país como volumen vital. En lo hondo vive: “y comienza a nadar y mientras nada/ no nos sucede nada, todo pasa/ como el río que crece cuando crece/ como nada la vaca cuando nada”.

6.- Del yo al nosotros

El limen del Poema 5 tiene que ver con un bicho de costumbres comunitarias. Minúsculo animal de carga de memoria milenaria (ya el rey Salomón lo pondera) y, por lo tanto de necesario olvido: “la hormiga se olvida de su carga/ y la carga se ocupa del olvido/ el olvido es una memoria que se oxida”. El poema intensifica el uso de la primera persona de plural, la hace inclusiva. Como en el tango discepoleano, estamos todos en el mismo barro: “lo primero es mirarse las manos/ reconocer la mugre, lo viscoso,/ hasta que descubrimos un nosotros/ porque no estamos solos en el barro”.

Mirarse a la cara, reconocer que “la suciedad del otro es también nuestra”. Lo que en los anteriores poemas aparecía como figura, como sombra, se concretiza en un cuerpo difuso (lodo) amasado en llanto. Este sujeto histórico, este cuerpo multitudinario, cobra una poderosa identidad puesto que ha tomado la palabra, ya no es mudo: “¡ Canta , habla ¡”. Un “coro de terracota” resucita en los “proverbios”. Se formaliza en ánfora que resuena “porque la tierra/ mezclada con el agua manifiesta/ la quemadura de algo en los adentros”.

Descubrirse en un nosotros significa caminar por “el borde del miedo y descubrir la fuerza de los vencidos”. Una vez entrado en el ritmo cósmico del corazón, el canto, la voz, el coro, es un fuerza tumultuosa y popular. Como en el antiguo salmo (Salmo 137), los explotadores piden a los deportados, a los raptados, alegría: ¡”Cantad para nosotros/ un canto de Sion!”. Esto es así porque, indefectiblemente, los que se alejaron llorando volverán cantando. La primera persona de plural incluye el canto-lamento de todos: el de la “chica manoseada”, el del “chico con el tiro en la cabeza”. El canto es el pan duro del pueblo, y el agua, y el “frío de las costras, la poesía”.

La poesía es una fuerza de las profundidades pero es, a la vez, el más alto grado de humanidad: “cuando caemos, caemos cantando/ en cambio ellos cuando son vencidos/ caen en la garganta del silencio”.

Ahora ya no un canto solo: es un canto de los que se aman; y se reparte como el pan y la belleza. Solo el enemigo tiembla. Porque no tiene voz, no tiene país (río, árbol, paisaje, sonrisa). El pueblo, un nosotros viviente, siempre vence: “Pero nosotros ¿somos los vencidos?/ hemos caído en el color del canto./ Cuando se trata de caer, cantamos/ cuando se trata de cantar, vencemos.”

La salida del laberinto, tenebroso viaje a los adentros, conquista un don que resume las sombras, las angustias, el fuego devorador, el agua destructora, las asfixias; pero también la esperanza, la victoria y el canto. Como en la ilustración de la tapa, es un “proceso al proceso”. Por eso el apotegma inscripto en la salida o en el alma del viajero lector, es inmemorial y, fuera de todo contexto, poderoso: “tienen muchas cosas/ les falta amor”.

Jorge Torres Roggero, 6 de nov. de 1019

CALLE, Leandro, 2018, País, Córdoba, Alción Editores