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por Jorge Torres Roggero

Para Graciela Maturo

I.- Un americano olvidado

En el año 2020, la pandemia y sus consecuencias económicas, sociales, culturales y religiosas empujaron a un segundo plano una recordación criolla que nos hubiera permitido descubrir nuestro destino de pueblo mediante el auscultamiento de los propios orígenes: en el principio ya está escrito el destino. Me refiero al aniversario de los doscientos años de la muerte de Manuel Belgrano.

Estas líneas, entonces, van dedicadas a recordar una desconocida y oculta contribución del creador de nuestra bandera a la dirección y dinámica interna de la Revolución de Mayo. En efecto, gracias a una inspiración de Manuel Belgrano, podemos disponer del libro La venida del Mesías en gloria y magestad del jesuita chileno Manuel Lacunza. Libro hoy inhallable, y de difícil lectura para los lectores modernos, puede procurar que la Historia rompa el silencio largo tiempo guardado sobre el porqué de ciertos acontecimientos, sobre las voces profundas censuradas. ¿Qué griterío espantoso se acalla con el silencio de libros mudos que convierten los anaqueles de las bibliotecas en insólitos cementerios?

Sin embargo, en las propuestas de Lacunza y Belgrano, “non nova, sed nove”, estaban las bases intelectuales para demoler el depotismo ilustrado de los Borbones, el servilismo de la Jerarquía eclesiástica hacia los reyes y los poderosos y el esbozo de una posible forma de gobierno nueva. Hallaremos, pues, dos lecturas del libro de Lacunza que editó Belgrano en Londres en 1816: una es la política, que como la piedra desprendida “sine manibus” del capítulo II de Daniel, venía a romper los pies de “hierro y barro” de la estatua de la dominación de los reyes: se predecía allí la disolución del poder de Europa y el surgimiento de un nuevo orden en un mundo nuevo. La otra lectura, religiosa: el libro es un milenario, que a través de la interpretación del Cap. XX del Apocalipsis, nos anuncia la desolación urdida por la “corporación anticrística” que quizás estamos padeciendo en estos oscuros momentos de las patrias y de la humanidad; pero, a la vez, la liberación de los pueblos con la “venida del Mesías en gloria y majestad”.

Una de mis grandes alegrías fue el encuentro con los cuatro tomos de La Venida del Mesías en Gloria y Magestad. Observaciones de Juan Josaphat Ben Ezra, hebreo cristiano, dirigidas al sacerdote Cristófilo, publicado en Londres, 1816, en la imprenta de Carlos Wod, callejón de Poppin, calle de Fleet. Ocurrió en la biblioteca del Instituto de Estudios Americanistas, Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba, Argentina.

Durante mucho tiempo se sospechó que el editor y autor de la presentación era Manuel Belgrano que, entre 1786 y 1794, estudió derecho y economía en España. No caben dudas de que, desde entonces, ya había tomado contacto con la obra de Lacunza que se difundía con profusión, aunque en forma clandestina, a través de copias manuscritas llenas de tachaduras y agregados, o ediciones parciales y defectuosas.

Hoy en día, como anota Juan Carlos Priora, está probado que cuando Belgrano partió a Londres en diciembre de 1814, llevaba consigo el manuscrito de La Venida del Mesías en Gloria y Magestad. Se lo había provisto su gran amigo el fraile dominico Isidoro Guerra. Llegó a Londres en marzo de 1815, entregó el manuscrito al impresor Carlos Wood y en noviembre regresó a Buenos Aires. Priora asegura que el papel de editor de Belgrano fue definitivamente confirmado en un libro de 1948 del investigador suizo Pablo Besson.

En realidad, según cuenta en la presentación, Belgrano había desistido de publicar el libro en Buenos Aires porque carecía de medios técnicos. Aun así, estaba por retomar el proyecto, cuando, inesperadamente, se vio en la necesidad de viajar a Londres. Y, en el acto, resolvió: “hacer a mis compatriotas el servicio de imprimir y publicar una obra que aun quando no hubiese otras, sobraría para acreditar la superioridad de los talentos americanos, al mismo tiempo que la suma sandez de un diputado español europeo, que en las cortes extraordinarias instaladas en la Isla de León de Cádiz se preguntó “a qué clase de bestias pertenecían los americanos”.

Belgrano asegura que consiguió una copia lo más correcta posible y encaró la edición con un papel acorde al mérito de la obra. “Yo espero, anota, que mis amados compatriotas reciban con aprecio este mi servicio, en que, a más de la utilidad común, se interesa tanto el honor y el crédito de los americanos”.

2.- El misterio del Rey Inca

A lo mejor convenga recordar que Lacunza, en el tomo cuarto del milenario, esperaba, expresamente, el “reino de los mil años” en “esta tierra”. En él reinarán “fe y justicia universal”, serán castigados los que “oprimieron injustamente y persiguieron tiránicamente a los santos del Altísimo” y los que hicieron “derramar ríos de lágrimas y torrentes de sangre inocente”. El castigo alcanzará a la Inquisición: “custodios de la ignorancia y barbarie”, que “mataban, quemaban y pedían más fuego del cielo”. Lacunza nunca renegó de su origen sudamericano. Como geógrafo y astrónomo, recuerda el Tupungato y “la espada de Orión compuesta por tres estrellas que mis paisanos llaman las Tres Marías”. Esto para explicar que, de acuerdo a su “visión intelectual” a finales del S.XVIII, el diluvio ocurrió por un desplazamiento repentino del eje de la tierra. Por lo tanto, postula, el cataclismo del milenio ocurrirá porque el eje de la tierra girará de nuevo de un polo al otro y, tras la confusión, la naturaleza misma regresará a un estado paradisíaco. ¿Cómo no agregar aquí esta curiosidad?: los científicos actuales peroran sobre un desplazamiento anual del polo norte magnético en dirección a Siberia a una velocidad de 40 kilómetros por año y el campo magnético ha perdido el 9% de su fuerza (Web).  Lacunza, como los científicos actuales, no descartaba la existencia de mundos habitados por civilizaciones inteligentes y con capacidad de comunicación en nuestra galaxia.

Manuel Belgrano y Manuel Lacunza fueron dos sudamericanos en espera. Vivieron en una época de grandes conmociones geoculturales en el mundo. Enfocados en sucesos menores, nos hemos olvidado de insertarlos en lo que se jugaba geopolíticamente en el momento de la Independencia: el fin del depotismo ilustrado como sistema de gobierno en la tierra y el advenimiento de formas republicanas. Lacunza concluye sus cartas a Cristófilo con estas palabras: “y puedo decir con verdad, qué mucho más: pues inter scribendum han ido ocurriendo cosas, en que yo ciertamente no había pensado”. El fraile Castañeda, en una traducción libre de Sabiduría 24, anuncia que la Verdad, en el reino milenario, se manifestará en América. Se funda, para tal aserción, en las enseñanzas y estudio de las “profecías de Lacunza”.

Belgrano, por su parte, en medio de contradicciones y frustraciones, propugnaba una patria industrializada, con una economía al servicio de los intereses del pueblo, una educación pública gratuita y obligatoria, y el respeto a los derechos de la mujer y de los pueblos originarios. Eso surge de sus escritos dispersos: ¿creía en el regreso del reino milenario del Inca que todavía muchos esperan en las tradiciones populares de la América mestiza?

En efecto, una de las preguntas recurrentes de quienes estudian las ideas políticas de Manuel Belgrano inquiere sobre su insistente propuesta de una forma de gobierno que contemplara una monarquía constitucional regida por un descendiente de los Incas. El proyecto que, según Mitre, suscitaba estruendosas carcajadas en Buenos Aires, estuvo a punto de ser aprobado en el Congreso de Tucumán.

Es por eso que, desde mi punto de vista, habría que insistir en el estudio de cierto sincretismo escatológico entre la tradición europea de los milenarios y la religiosidad popular mestiza americana. Está claro, por lo demás, que las ideologías revolucionarias, incluso las fundadas en bases científicas, insertan elementos apocalípticos. Sea bajo formas religiosas o laicizantes se produce, con frecuencia, el encuentro entre ideas escatológicas e ideas revolucionarias. Un murmullo venido de las profundidades parece empeñarse en dejar hablar lo que la historiografía (la historia escrita) ignora o amordaza. Ese “silencio de la historia” no impide a los apocalipsis, ya sean expresión de angustia y miedo o de incontenible esperanza, murmurar su recitado venido de los cimientos discursivos de los pueblos. Escuchar los rezongos de esa “historia silenciosa” induce a pensar que el signo por develar, paradójicamente, es el de lo aún insignificante.

La consideración del murmullo milenarista y su expresión apocalíptica en los orígenes de nuestra Revolución, ratifica la presencia de un discurso marginal (siempre entre la espera racional laica y la esperanza religiosa), en las profundidades de nuestra organización política. Tal estudio exige, como propone Lacunza, un nuevo modo de leer los símbolos y los signos del poder.

Para Manuel Belgrano, La Venida del Mesías en Gloria y Magestad, configuraba un aporte de la inteligencia americana a un Nuevo Mundo liberado del despotismo ilustrado y con pleno disfrute de los derechos políticos, económicos, sociales y culturales. ¿Pensaba en la peligrosa postura lacunziana de encarar las cosas “non nova sed nove”? Lo cierto es que, según el sistema de valores de cada período, el género apocalíptico coparticipa, las más de las veces subterráneo y balbuceante, del “ceremonial político” de las revoluciones.

Jorge Torres Roggero

Córdoba, 17/6/2021

VER:

Castañeda, Francisco de Paula. (2001). Doña María Retazos. Buenos Aires: Taurus

Lacunza, Manuel. (1816). 4 tomos. La Venida del Mesías en Gloria y Magestad. Observaciones de Juan Josaphat Ben Ezra, hebreo cristiano, dirigidas al sacerdote Cristófilo. Londres: en la imprenta de Carlos Wod, callejón de Poppin, calle de Fleet.

Priora, Juan Carlos.  (2016), “Introducción a las ediciones castellanas de La venida en gloria y magestad, de Manuel Lacunza, S.J.” En: DavarLogos-Suplementos. Buenos Aires:  Universidad Adventista del Plata.

Torres Roggero, Jorge (2021), “Manuel Belgrano: milenarismos americanos y Revolución de Mayo”, Inédito. Este trabajo, que ojalá pueda editar pronto, contiene detalles de los milenarios, de la literatura de la Revolución de Mayo y amplia bibliografía.

__________________, (2016) Últimas noticias sobre el anticristo, Córdoba, Editorial Brujas

Por Jorge Torres Roggero

Rebelión utensilios1.- La danza de los evos

No es mi propósito discutir cronologías ni períodos de la historia prehispánica de incas y mayas. Mi intento se dirige a llamar la atención sobre ciertas tradiciones enraizadas a los milenarios originarios circulantes en nuestra América y las preguntas que suscitan: ¿los mensajes ocultos en las reprofundos de los pueblos resuellan en sintonía con el miriás (kilias) grecolatino, el mavantara hindú o  el kalpa chino? Más aún, ¿por qué es tan pesado el silencio de la historia cuando hablamos de la “palabra antigua” de los pueblos americanos?

Sabemos que el número 1000 funciona sólo como un símbolo para referirse a períodos, eras o edades. Las cifras míticas no se refieren a cronologías precisas sino a las señales (inscriptas en la conciencia profunda del lenguaje) que anuncian la decadencia y destrucción de una cultura (religión, arte, economía, instituciones) y el advenimiento de un Gran Día, o nueva era (evo). A veces me pregunto qué se escondía tras ciertas palabras de Yrigoyen y Perón: uno hablaba del “alba del Gran Día”; otro, de “la hora de los pueblos”.

Volviendo al tema, es bueno recordar que los “libros” y tradiciones sagradas (logos palaiós) de incas y mayas nos avisan de la rebelión de la naturaleza para desquitarse de las perversiones humanas. Llega un tiempo en que todo objeto inanimado manufacto por el hombre se levanta para someterlo a castigo y mortificación. Aquello que Hesíodo llamaba “edad de hierro” y los hindúes “edad oscura” entre los pueblos americanos se lo ha nombrado, con un misterioso oxímoron: “sol de oscuridad”.

Ocurre que, entre dos edades, acontece un “tiempo de noche”. Es un tiempo de cesación, de silencio de los dioses, intervalo de incertidumbre y de suspensión de la vida en el universo. Sin entrar en paralizantes urdimbres filológicas, voy a usar para nombrar el proceso de aniquilamiento de “una humanidad anterior” las palabras pachacuti (incas) o tonatiuch (mayas) para señalar aquellos momentos “en que sol se cansa de caminar y se oculta los vivientes”. Es, por cierto, el símbolo de una humanidad que ha colmado su margen de intemperancias y vicios. Entonces, el mundo se trastorna y ocurren diversas catástrofes que destruyen a los hombres. A esa calamidad de la población y las civilizaciones, la “palabra antigua” la representa, según las culturas y las épocas, por el hambre, la peste, el agua o el fuego. A la destrucción, sucede el tiempo de tinieblas cósmicas, desaparece el sol y la humanidad vuelve de nuevo los ojos al cielo. Aterrorizados por el alzamiento de los objetos inanimados, esperan con ansia una nueva aurora, una nueva luz interior y exterior. En ese intervalo de tinieblas, es cuando las herramientas del hombre y los husos de las mujeres se convierten en culebras y víboras según narra la crónica de Montesinos, en coincidencia con el relato del Padre Francisco Dávila, párroco de Huarochirí, a comienzos del S. XVII.

2.- Francisco Dávila: niño expósito, mestizo, erudito, apóstol

El Dr. Francisco Dávila (1573-1647) fue un “niño expuesto”. Lo abandonaron en Cusco, donde nació, en el portal de una poderosa familia. Era mestizo, pero él prefirió ser considerado siempre un “expósito”. Como mestizo, no hubiera sido admitido en la universidad y tampoco podría haber sido ordenado sacerdote. Fue teólogo, doctrinero y pastor de almas. Se desempeñó como párroco de San Damián (1597) en Huarochirí, Huánuco, el futuro pago de César Vallejo. Si bien su propósito fue erradicar las “idolatrías”, procuró hacerlo mediante la predicación y preocupándose por lograr una mejor vida para sus feligreses mediante el trabajo personal y comunal.

Hombre de amplia cultura, conocía más que nadie la lengua, la mentalidad y las costumbres de los aborígenes. Se dedicó a recopilar tradiciones y leyendas de los pueblos autóctonos. Se interesó sobre todo en los ritos y creencias de los antiguos. En 1598 transcribió los relatos orales al quichua. El manuscrito pasó a ser considerado un texto imprescindible para conocer las vivencias, los modos de pensar y las formas de expresión del pueblo nativo. De entre su maravilloso mundo, vale rescatar ciertos acontecimientos que, a lo mejor, nos hablan también de nuestro presente.

Cuenta, entonces, en quichua, que en una época muy lejana (ñaupa pacha), el sol se escondió y el mundo quedó en oscuridad. Ese tiempo antiguo también fue reafirmado en otros textos por Garcilaso de la Vega, Cieza de León, Salcamayhua y, sobre todo, Hernando de Montesinos. Lo interesante del doctrinero de Huarochirí es que añade la rebelión de los utensilios del hombre y la naturaleza al tiempo de oscuridad. Los morteros, las manos de moler y los animales domésticos se levantaron contra sus “dueños” y los atacaron.

Según José Imbelloni (1979), la escena que narra Dávila no es una representación americana de influencias religiosas europeas. En efecto, un fresco del templo de Moche que se exhibe en el Museo Arqueológico de Lima , representa varias escenas de combates de los utensilios contra los hombres. Más aún, en una reproducción igual que se expone en el Museo de Historia Natural de Chicago, se observa cómo los utensilios tienen aferrados a los guerreros por los cabellos, los azotan con gruesas macanas y los acribillan con dardos (ver ilustración).

Y bien, esas son señales del punto final de una edad del mundo. Como el sol “se cansó de caminar”, “ocultó su luz y no apareció”. Tras la decadencia moral y física de los pobladores, el desvanecimiento del estado, los fenómenos celestes manifiestan un acceso de cólera de la Madre Tierra y sobreviene el exterminio de una humanidad.

Este relato lineal configura un continuo: período de tinieblas, grandes alaridos y llantos, y el alzamiento de los objetos familiares del hombre y la mujer. No es un dato menor que tal crisis del mundo es irreversible y se cumplirá indefectiblemente en “todos sus pasos”. Mientras, los pueblos sobrevivientes alientan la esperanza de un nuevo amanecer, un nuevo sol para dar calor a formas vitales y políticas completamente nuevas.

3.- El murciélago de la muerte

Tengo ante mis ojos el Popol-Vuh de Editorial Losada, 1965. Es la versión que, tras cuarenta años de estudios realizó el profesor francés Georges Raynaud. En 1927, la tradujeron al español dos de sus discípulos: el mexicano J.M. González de Mendoza y el guatemalteco Miguel Angel Asturias, futuro Premio Nóbel, que vivió en Argentina donde publicó gran parte de su obra. Ellos le dieron este título a su traducción: Los Dioses, los Héroes y los Hombres de Guatemala antigua.

Es la antigua historia del  pueblo Quiché. En el libro se manifiesta y aclara lo que estaba escondido. Narra cómo en un principio nada existía. Solo inmovilidad, silencio, tinieblas, noche. Entonces, vino la Palabra. Los Poderosos del Cielo crearon hombres construidos en madera que se reprodujeron, hablaron y “existió la humanidad en la superficie de la tierra”. Pero esos hombres y mujeres no tenían “ni ingenio, ni sabiduría”, y se habían olvidado de sus creadores: “Ningún recuerdo de sus Formadores (…) andaban, caminaban sin objeto”. O sea, “no había ninguna sabiduría en sus cabezas ante sus (…) Formadores, sus Animadores”.

Entonces llegó el fin de aquellos “muñecos” construidos de madera: “El Murciélago de la Muerte vino a cortarles la cabeza”. A causa de esto se “obscureció la faz de la tierra”: “Los animales pequeños, los animales grandes, llegaron; la madera, la piedra, manifestaron sus rostros. Sus piedras, sus vajillas de barro, sus escudillas, sus ollas, sus perros, sus pavos, todos hablaron; todos, tantos cuantos había manifestaron sus rostros”. “Nos hicisteis daño, nos comisteis; os toca el turno: seréis sacrificados”, les dijeron sus perros, sus pavos. Todas las cosas y los animales comenzaron, de ese modo, a quejarse del afán destructivo del hombre: “Descorteza, descorteza, rasga, rasga”, dicen las piedras de moler. Los acusan de “haber cesado de ser hombres” y, por lo tanto, deberán soportar la fuerza de animales y utensilios: “Amasaremos, morderemos vuestra carne”. Y prosiguen: “¿Cómo no razonabais? ¿Cómo no pensabais en vosotros mismos? Ahora sufriréis los huesos de nuestras bocas”. También hablan las vajillas de barro y les anuncian que, a su tiempo, los quemarán.

Los hombres corren desesperados. Quieren subir a sus mansiones, pero se les caen encima; intentan trepar a los árboles, pero los árboles los revolean lejos; quieren entrar a los agujeros, pero “las cuevas despreciaron su rostro”. ¿Cuál fue la transgresión de esos hombres? Tenían palabras, pero prefirieron ser muñecos (tabula rasa) y, al olvidarse de sus creadores, utilizaron su técnica para destruir y su poder para dañar y devorar la vida animal. Por eso, “sus bocas, sus rostros, fueron todos destruidos, aniquilados”.

Se están simbolizando, sin duda, épocas de pestilencia, guerra, hambre, en que, además, se toma la mentira por verdad: “el mundo se trastorna y se renueva”, diría el fraile Montesinos. Es bueno saber que la “palabra antigua”, en ciertas épocas, está amordazada y solamente habla por lo bajo, entrecortada e ininteligible. Las carcajadas y los bailes espásticos de nuestras fiestas electrónicas, ¿pueden mudar en una especie de paradójico continuum en alaridos y llantos? Así como los antiguos americanos daban gritos llamando a su padre el Sol, también nuestros libros proféticos por boca del profeta Joel claman: “El sol y la luna se oscurecen y las estrellas pierden brillo” (4,15) “Y realizaré prodigios /en el cielo y en la tierra/ sangre y fuego y columnas de humo” (3,3). Y en II Pedro dice: “Entonces los cielos se desharán con ruido ensordecedor, los elementos, abrasados, se disolverán; y la tierra y cuanto contiene se consumirá” (3,10).

4.- La Pospandemia

En esta época de cuarentena, aislamiento y acecho de un enemigo sin rostro, la imagen del día fatídico que predican las tradiciones ancestrales de los pueblos vuelve a repicar en las mentes y los corazones. Comienzan a resonar, con “sordos ruidos”, las estrofas del “Dies Irae” del franciscano Tomás de Celano. Han retornado olvidados ritos que los cultos religiosos habían silenciado, salen en procesión imágenes que hace siglos resultaron milagrosas para liberar de pestilencias y calamidades. Algunos de esos sucesos del pasado (no ya los relatos de los libros sagrados) resultan un tipo o figura de las mutaciones actuales: las profecías hablan cuando se cumplen. No faltan los que, desde una visión laica, hablan de una tercera guerra mundial en curso y de una postguerra de rostro impredecible. De todos modos, desde las profundidades, relatos y visiones del logos palaiós persisten en avisar sobre las consecuencias de las perversiones y traiciones de un sistema de poder hegemónico y destructivo.

Entonces, se suscita la pregunta: ¿habrá un cambio? ¿Todo seguirá igual y, en consecuencia, se repetirán las pestilencias pero cada vez más mortíferas y universales? ¿Para qué sirven el poder militar y económico? ¿Y el dominio y explotación de los pueblos, razas, clases y géneros? Algo es cierto. Tanto la tradición judeo-cristiana como las tradiciones aborígenes muestran identidades intelectuales y formales en las descripciones vatídicas.

En un reciente artículo titulado “Alternativas posibles poscoronavirus” (Hoy Día, 1/7/20), Leonardo Boff postula que “bajo el modo de producción capitalista hemos roto todos los lazos con la naturaleza” que no es un reservorio ilimitado de recursos. La vieja Pacha Mama, que es un organismo vivo y nunca deja de articularse para producir y reproducir todo tipo de vida, “ha comenzado a rebelarse y contraatacar mediante el calentamiento global, los eventos extremos de la naturaleza, y el “envío de las armas letales que son los virus y bacterias”; entre ellos, la Covid 19, “invisible, global, letal”.

Ante el virus, nada pueden las potencias militaristas. ¿De qué sirven las armas de destrucción masiva? La Covid 19 cayó como un rayo sobre el anarcocapitalismo y sus dogmas han sido sitiados por el enemigo invisible. Todo el mundo se pregunta: ¿debemos salvar vidas humanas o preservar la economía? El capitalismo se empecina en privilegiar la economía. Tal el caso del presidente Bolsonaro (El País, 27/7/20) que vetó la obligación de llevar barbijos en las cárceles, escuelas y templos; negó la ayuda financiera a los Estados sin recursos; persiguió a los gobernadores que se empeñan en combatir la pandemia; los amenazó de considerar corrupción la compra de respiradores e insumos. Y hasta vetó la garantía de acceso al agua potable. Según algunos, hay señales precisas de que existe un crimen de exterminio y lesa humanidad sobre las comunidades indígenas: “El genocidio no es sólo poner a gente contra una pared (o en una cámara de gas) y fusilarla. El genocidio también ocurre al suprimir las condiciones necesarias para la vida y la salud” (El País, cit.). Eliminar al indígena es un modo de derribar el obstáculo que impide utilizar sus tierras y la riqueza natural. Las comunidades indígenas, las comunas andinas, los minifundios criollos, son los garantes del medio ambiente y el patrimonio natural y cultural de los latinoamericanos.

5.- El  buen vivir y convivir

Pero los “señores del mundo” persisten en su adoración al “dios dinero”, al ídolo devorador de vidas y pueblos. Durante la pandemia, todos los medios así lo informan, el dueño de Amazon, Jeff Bezos, ganó trece mil millones de dólares en un solo día y los milmillonarios de Sudamérica aumentaron, en promedio, 27% sus ganancias. En consecuencia, nada hace suponer el advenimiento de un mundo en que se reconstruya la cooperación entre los pueblos, la solidaridad social y el cuidado común de la vida. Basta mencionar que el dueño de Tesla, Elon Musk, socio de EE. UU en la revitalización del plan espacial para dominar las comunicaciones del futuro mediante un enjambre de satélites, proclama sin pudor su intervención directa en el golpe de estado de Bolivia y su disposición a intervenir en todo lugar donde esté en juego el apoderamiento del litio. ¿Seremos los argentinos las futuras víctimas, los próximos ajusticiados por el Imperio?

Según el “antiguo lenguaje”, la persistencia de “una humanidad” o “cultura” en sus actos perversos desemboca ineludiblemente en el “dies irae”. Pero no hacen falta los libros sagrados. Cualquier ciudadano ornado de sentido común se da cuenta que volver a lo de antes sería un suicidio. Tampoco faltan científicos (profetas de la razón matemática) que advierten sobre pandemias de mayor virulencia y letalidad que sobrevendrán si continúa la agresión sobre la naturaleza y su mayor creación: el hombre.

Leonardo Boff, en el artículo citado, intentando responder a la pregunta sobre la pospandemia, imagina cinco alternativas. Elige la quinta: “La quinta alternativa sería el buen vivir y convivir, ensayada durante siglos por los pueblos andinos. Es profundamente ecológica, porque considera a todos los seres como portadores de derechos. El eje articulador es la armonía que comienza con la familia, con la comunidad, con la naturaleza, con todo el universo, con los antepasados y con la Divinidad”. Es un “alto grado de utopía”, concluye Boff.

Llegados a este punto, cabe aclarar que, en Argentina, ese ideal que se presenta como irrealizable tuvo su principio de concreción a partir del 17 de octubre de 1945. Si bien fue mutilado por el odio y la violencia, el proyecto peronista planteó desde un primer momento el modo de salir del laberinto, de romper las redes del capitalismo salvaje.

Eva Perón, desde una perspectiva mística y mítica, pregonaba, citando a León Bloy, que el justicialismo era “el rostro de Dios en las tinieblas”. En realidad, había descubierto con fe inquebrantable, que de todo laberinto o calamidad se sale por lo alto: “En los cataclismos, -predicaba Perón en la Comunidad Organizada-,  la pupila del hombre ha vuelto a ver a Dios y, de reflejo, ha vuelto a divisarse a sí mismo (…) Los rencores y los odios que hoy soplan sobre el mundo, desatados entre los pueblos y entre los hermanos, son el resultado lógico, no de un itinerario cósmico de carácter fatal, sino de una larga prédica contra el amor. Ese amor que procede del conocimiento de sí mismo e, inmediatamente, de la comprensión y la aceptación de los motivos ajenos”. Resemantiza entonces el término armonía con el sentido de “plenitud de la existencia”. Y agrega: “Nuestra comunidad tenderá a ser de hombres y no de bestias. Nuestra disciplina tiende a ser conocimiento, busca ser cultura. Nuestra libertad, coexistencia de  libertades, procede de una ética para la que el bien general se halla siempre vivo, presente, indeclinable. El progreso social no debe mendigar ni asesinar, pero es necesario realizarlo con la «conciencia plena de su inexorabilidad”. Por eso la sociedad tenderá a ser “una armonía sin disonancia ninguna”, un colectivismo logrado por la “superación, por la cultura, por el equilibrio”. En consecuencia, la justicia no será un término “insinuador de violencia, sino una persuasión general”. “La alegría de ser” será la clave de toda existencia porque el individuo podrá realizarse a sí mismo en una comunidad en que todos se realizan. Esa es nuestra doctrina y esa es, entonces, nuestra esperanza de antes, de ahora y de después de la pandemia. En el horizonte, a través de la borrasca, se vislumbra el alba del quinto sol y su “alto grado de utopía”: la “armonización de la misión individual, familiar y colectiva”. ¡Jallalla!

Fuentes:

Anónimo (1965). Popol-Vuh, Buenos Aires: Losada

Biblia de Jerusalén

Boff, Leonardo, 1/7/2020, “Alternativas posibles poscoronavirus”. En: Hoy Día Córdoba.

Brum, Eliane, 25/7/2020, “Hay indicios significativos para que autoridades brasileñas, incluido Bolsonaro, sean investigados por genocidio”. En: El País. Entrevista a la jurista Deisy Ventura.

Imbelloni, José (1979). Religiosidad indígena americana. Buenos Aires: Castañeda.

Perón, Juan Domingo (1973). La Comunidad Organizada. Buenos Aires: Cepe

Jorge Torres Roggero

Profesor Emérito. Universidad Nacional de Córdoba

31/7/2020. Fiesta de San Iñigo de Loyola.

por Jorge Torres Roggero

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1.- Acerca de los números

Allí están los números. ¿ Qué nos dicen? Milenarias tradiciones hablan y polemizan en cada uno de ellos. Veamos sólo dos aspectos. Desde un punto de vista médico, su valor es predominantemente cuantitativo. La cuarentena, que connota 40, describe “el aislamiento de personas o animales durante un período de tiempo no específico como método para evitar o limitar el riesgo de que se extienda una enfermedad o una plaga”. En la Biblia, por otra parte, se repiten distintos números con diversos significados. El 40 puede ser un precepto: la parturienta permanece aislada cuarenta días durante el puerperio. ¿Susurra como habladuría oculta esa “razón religiosa” en la actual licencia por maternidad? Entre los griegos, el banquete fúnebre tenía lugar cuarenta días después de la defunción. Ahora bien, el aislamiento no necesariamente es de cuarenta días, en ese sentido cuarentena significa “lapso”, duración. Depende de las emergencias y las culturas.

En realidad, el nombre cuarentena y su asociación a un número es una herencia del SXIV cuando Venecia decretó cuarenta días de aislamiento para enfrentar la “peste negra” que despobló a Europa. Según está acepción el número es unidimensional. Parece ofrecer un sentido unívoco. Pero no debemos descartar un sentido simbólico. La Edad Media estaba fuertemente marcada por la cosmovisión judeocristiana. Ahora bien, cuando el número, en este caso el 40, es símbolo, mejor      hablar de plurisemia, de un haz de sentidos que, a veces, hasta pueden ser contradictorios.

Veamos algunas presencias simbólicas del 40 a las que puede dar lugar la lectura bíblica. En la historia sacra, la cuarentena es un tiempo penitencial, pero también liberador. En la tradición judeocristiana, el 40 es el número de la prueba, del ayuno y del aislamiento. Para San Agustín, el 40 era el número del peregrinaje en este mundo y, también, del tiempo de la “espera”.

La primera cuarentena bíblica aparece en la historia de Noé y el diluvio. Se abrieron las compuertas del cielo y las cataratas de las aguas de “arriba” se desplomaron durante ciento cincuenta días sobre la tierra que estaba “corrompida y llena de crímenes”. El pueblo había renunciado al servicio de la justicia  y de la vida. Cuando cesó la lluvia,  ocurrió la primera cuarentena: “Pasados los cuarenta días Noé abrió la ventana que había hecho en el arca, y soltó el cuervo que voló de un lado a otro hasta que se secó el agua de la tierra”(Gén. 8,6). El  pájaro carroñero, símbolo de la muerte, nunca regresó. Entonces Noé soltó la paloma, símbolo benéfico, que regresó con una ramita de olivo en el pico.

La segunda cuarentena, ocurrió cuando Moisés “se adentró en la nube y subió al monte y estuvo allí cuarenta días” (Ex. 24,18). Como Moisés tardaba en regresar con la palabra del Altísimo ( Ex.32), los hombres, furiosos porque querían volver a la “normalidad” y sin un dios propio, es decir, humano, obligaron a sus mujeres y sus hijas a entregar sus pendientes y fabricaron el ternero de oro. Le ofrecieron, entonces, holocaustos y sacrificios de comunión. Luego el pueblo se sentó a comer y beber, “y después se levantó a danzar” delante del “dios oro”.

Los cuarenta días no fueron, por lo tanto, un tiempo de espera y lealtad. Eso desató la ira de Moisés que rompió las tablas de la ley, destruyó el becerro de oro, lo incineró y le hizo beber a la multitud rebelde sus cenizas mezcladas con agua. Es que la fidelidad al Dios de la liberación y de la vida, exigía un rechazo radical a todo lo que se oponía al plan divino. En este caso, el proyecto común de una tribu errante y pobre para convertirse en un pueblo santo y justo. Cuando se camina detrás de otros dioses, de otros proyectos, “del dios dinero o anarco capitalismo”, diríamos hoy, una comunidad ha elegido su perdición. Salir de esa entrega, de ese enajenamiento, le costará al pueblo un peregrinaje de cuarenta años por el desierto. Y esa, es la tercera aparición del 40.

En ese vagabundeo, el pueblo deberá mantenerse fiel en la lucha contra otros pueblos y otros dioses. Sin embargo, ese peregrinaje por el desierto es también una bendición: “Porque el Señor tu Dios, les ha bendecido en el viaje por ese inmenso desierto; durante los últimos cuarenta años  el Señor tu Dios ha estado contigo y no les ha faltado nada”(Deut.2,7). Hay, por lo tanto, una penitencia: vagar cuarenta años; y el cumplimiento de la promesa: la tierra prometida, la constitución de una nación. Ahora bien, adviértase que el 40 significa, también, “una generación”. En cuarenta años, desaparece una generación. Siempre, en la historia, los militantes revolucionarios, los que luchan contra la explotación, entre aciertos y errores, no serán los beneficiarios del nuevo orden: según la historia sagrada, ni Moisés, el caudillo, entró a la tierra prometida: “Esta es la tierra que prometí (…). Se la daré a tu descendencia. Te la he hecho ver con tus propios ojos, pero no entrarás en ella.” (Dt.34,4).

Fue así como, habiéndose cumplido el tiempo, Moisés y los suyos subieron a un monte y divisaron la tierra prometida: eran las vísperas del cumplimiento del proyecto. Pero es necesaria otra espera: otros cuarenta días. En efecto, el caudillo mandó a explorar el país y sus habitantes. Los espías partieron y al cabo de 40 días volvieron trayendo racimos de uva, granadas e higos. La tierra, dijeron, “manaba leche y miel”.

Contaron que había grandes ciudades, bien fortificadas y habitadas por guerreros gigantes. La esperanza era cierta; pero, también, una realidad: nadie es libre de una vez y para siempre. La libertad como abstracción puede ser una trampa del individualismo. Como decía el maestro Manuel Gonzalo Casas, un sistema puede proponerte: “Aquí tenés tres cuerdas: una azul, una roja y otra verde. Sos libre de elegir la que quieras, pero eso sí, ahorcate”. Claro, la cuestión es que ningún pueblo quiere suicidarse. Había que iniciar otra lucha.

Pero veamos la última incursión por el 40 y sus significados bíblicos. Accedamos al Nuevo Testamento, Lucas 4,1. Jesús, después de haber alimentado milagrosamente a una multitud hambrienta, “lleno del Espíritu Santo, se alejó del Jordán y se dejó llevar por el espíritu al desierto, donde permaneció 40 días”. Aislado, solo, entregado a la contemplación, fue tentado por Satán ( el Acusador).

El Tentador quiere probar la lealtad de Jesús al Padre y a su misión redentora ofreciéndole poder, riqueza y fama. Eso sí, a cambio, debe adorarlo y reconocerlo como Dios. Como en el caso del ternero de oro, el centro del problema es la “idolatría”, la adoración del “dios dinero”, del poder y la vanidad. Jesús expulsa al Mandinga, lo hace recular: “Vade retro”. El cumplimiento de su misión en la tierra le exige respetar la libertad y la dignidad humana y, por lo tanto, debe estar dispuesto al sufrimiento, la incomprensión, el dolor, la entrega y el servicio constante.

¿Cuál fue la experiencia de Jesús? Oración y desierto durante cuarenta días antes de comenzar su “campaña”, su predicación de la Buena Nueva, a los humildes y los pobres que son los que “poseerán la tierra”. Nada parecido a ciertas farsas milagreras de algunas sectas, frecuentadas por políticos latinoamericanos, que se entregan a exaltaciones, gritos, brincos y palmas para hacer creer que así se atraerán los poderes divinos. Cuarentena: el desierto, la lealtad, la peregrinación, la espera; y al final, la certeza de la  “hora de los pueblos” y la Mamatierra protegida que “mana leche y miel”. Claro, se preguntarán, ¿y esto qué tiene que ver con la literatura argentina que preanuncia el título?

2.- Juan Gelman: exhumación y retruque

A comienzos de 1955, Leopoldo Marechal pronunció en Radio del Estado una conferencia titulada “Simbolismos del Martín Fierro”. Al poco tiempo, la llamada Revolución Libertadora desató sobre la patria un huracán de odio y destrucción. Marechal pasó a ser un “poeta depuesto”, un maldito, y su obra fue silenciada.

Pero, cumplido cierto tiempo de silencio, el 25/06/1972, Juan Gelman rescata el texto original de la exposición en el diario La Opinión. En la breve introducción justifica la oportunidad de este rescate: se celebran cien años de la primera edición del Martín Fierro y el segundo aniversario de la muerte de Marechal. Pero halla, además, un motivo importante: la “vigencia” del texto marechaliano. En 1972, el peronismo sigue en cuarentena: hay dictadura, está proscripto y envuelto en contradicciones, es decir, vivo.

La introducción de Gelman se centra en una comparación: ¿en qué se diferencian Borges y Marechal puestos a leer Martín Fierro? Hacía apenas dos semanas, Borges había perorado sobre la obra hernandiana en una conferencia de recordación. Insistía: “Nuestra historia es mucho más completa que las vicisitudes de un cuchillero de 1872”. De tal modo, dice Gelman, donde Marechal encuentra un vasto bosque de símbolos profundos, (…) Borges apenas halla que: “Si la mayoría de los gauchos hubiera procedido como Martín Fierro entonces no tendríamos historia argentina. Los gauchos no habrían pensado en una revolución, en organizar el país y sobre todo, no hubieran compuesto una literatura gauchesca (…)”.

Gelman comienza a desenredar el “botón de plumas” que propone Borges  desde su conceptismo anacrónico.  En primer lugar, se “olvida” de algo: ¿habría historia sin los gauchos de Güemes?; en segundo lugar, finge ignorar que Martín Fierro no es un producto del país previo (1810), sino de la “Organización Nacional”, es decir, cuando el país se convierte “en campo de Inglaterra” para los hacendados locales. Gelman considera que cuando Borges dice “ese libro no nos representa”, es honrado; en efecto, está “pensando en su clase”, la que “organizó el país”. Hacía quince días no más, Borges había enunciado: “Yo personalmente no me siento representado por ningún gaucho, y menos por un gaucho matrero”. Y Gelman reafirma que Borges es honrado cuando cuenta lo que le pasa frente a Martín Fierro, pero que “supone mal” cuando agrega: “supongo que lo mismo le pasará a Uds.”. “No. Eso no le pasa a la mayoría del país, a la mayor parte de los argentinos. No le pasaba a Marechal, y su texto lo explica convenientemente”, retruca Gelman.

Pero Gelman señala algo más grave. Borges completa su disertación con una operación intelectual: “El destino del gaucho soñado por Hernández, dijo, seguirá acompañándome hasta el fin. Será mi destino siempre vívido, porque los sueños son más vívidos de lo que, no sé por qué se llama realidad”. O sea, Martín Fierro no sólo no nos representa: además es un sueño, no existe”. La tramoya consiste en atribuir al libro concreto,  al gaucho,  y a toda su carga de sentido, la ficcionalidad de un personaje cuya realidad nadie sostiene.

Por lo contrario, Gelman piensa que, para Marechal el gaucho y su circunstancia “es materia de un arte que nos hace falta cultivar ahora como nunca: el arte de ser argentinos y americanos”. Marechal considera  a la escritura como un “arte de vivir”. Para él,  Martín Fierro es la “personificación” ( la vieja prosopopeya) de un pueblo al que la clase que organizó el país marginó y confinó en el “desierto”. Por eso, la aparición como descolgada de los hijos de Fierro en “La Vuelta” reafirma, con sus historias, que el país aún sigue entregado y “enajenado” culturalmente.

Por último, Gelman marca lo urgente y lo vigente. Según Marechal, el desparramo final a los “cuatro vientos” de Fierro, sus hijos y el hijo de Cruz, implica una misión, un proyecto. Borges define a Martín Fierro como desertor. Gelman concluye: “¿De qué ha desertado, entonces, Martín Fierro? De un destino de enajenación. ¿Qué busca, entonces, Martín Fierro? Un destino de liberación. De ahí su vigencia. De ahí la vigencia del texto de Marechal.” Gelman escribió esto en un momento de cuarentena: con proscripción, presos políticos, dictadura, en lo más oscuro de la peregrinación del pueblo por el desierto.

3.- Marechal y la rebeldía de Martín Fierro

En “Los simbolismos de Martín Fierro”, Leopoldo Marechal considera que su tarea no es circunscribirse a “los meros valores literarios” de la obra de Hernández. Por suerte, el poema tiene en ese momento (1955, vísperas de la Libertadora) un lugar de privilegio en “los programas oficiales de literatura”. Cuenta, además, con una bibliografía “cuyo volumen y riqueza” constituyen un “desagravio al menosprecio y al olvido en que la crítica erudita mantuvo al poema durante muchos años”.

Advierte que hay nuevas lecturas de Martín Fierro “a luz de ciencia histórica” que consideran al poema no ya como obra de arte sino como “paradigma (…) de un pueblo en la manifestación de sus potencias íntimas, en la imagen de su “destino histórico”. Al margen de las discusiones estériles sobre si es o no es una epopeya, Martín Fierro constituye un “milagro”: “y tomo la palabra “milagro” en su cabal significación de un “hecho libre”, que se da súbitamente fuera y por encima de las leyes naturales y las circunstancias ordinarias”

Cuando la poesía erudita, “víctima de un complejo de inferioridad”, se dedicaba a la mímesis del romanticismo francés, Martín Fierro vino a rescatar nuestra voz: “De naides sigo el ejemplo/ naide a dirigirme viene,/ yo digo cuanto conviene/ y el que en tal huella se planta/ debe cantar, cuando canta,/  con toda la voz que tiene”.

Pero este hecho libre de la literatura nacional ostenta otros enigmas: a) el modo singular de su difusión inicial entre un pueblo todavía semialfabeto; y b), las interpretaciones del poema: “Hay, pues, en Martín Fierro un mensaje lanzado al “futuro” e insinúa una “profecía”.

El preludio de sus dos partes es demasiado solemne para que sea sólo la historia de un “cuchillero individual de 1872” como asevera Borges. “Vengan santos milagrosos, vengan todos en mi ayuda”, la lengua se le “añuda”, se le “turba la vista”, pide a “Dios que lo asista”. En la segunda parte, siente que su “pecho tiembla”, “se turba su razón” y acude a un misterios pedido: “imploro al alma de un sabio/ que venga a mover mi labio/ y alentar mi corazón”. ¿A qué sabio se refiere? ¿Algún maestro desconocido y oculto? Seguramente en el libro hay caminos escondidos a los que vamos a llamar simbolismos del Martín Fierro.

Marechal solía afirmar que “no todos los caminos son para todos los caminantes” y que el lector, si no puede descubrir “lo oculto” en una obra literaria, su “médula metafísica”, se privará del goce especial de ese “caracú”. Como Borges y su clase, se quedarán con las “vicisitudes” y les pasará como a los lectores de los romances de Leopoldo Lugones: “A las cosas de mi tierra/ tal como son las divulgo./ No saboreará el pastel/ quien se quede en repulgo”. Y agregaba: “Acaso alguno desdeñe/ por lo criollos mi relatos./ Esto no es para extranjeros,/ cajetillas ni pazguatos.”

No en vano Hernández dejó sentado: “tiene mucho que rumiar/ el que me quiera entender”. El poema es un mensaje dirigido a la conciencia nacional. Ahora bien, desgraciadamente, la conciencia nacional ha sido enajenada en sus aspectos “materiales, morales y espirituales”. Ubicado en la segunda mitad del S.XIX, Martín Fierro, predica Marechal, “es un mensaje de alarma, un grito de alerta, un “acusar el golpe”. Es una muestra del alma nacional en su estado más dolorido, una visión espantosa de la “pulpa vívida y lacerada” del pueblo.

Es cierto que el país cuenta con una clase dirigente e intelectual, pero esta clase de élite ignora el libro, lo acepta “como un hecho literario” de segundo orden que puede gustar o no gustar. Por lo tanto, el mensaje profundo no puede llegar a la clase dirigente. Son los que “se divierten cantando”. Los intelectuales de la época están en la “diversión”, es decir, en la “distracción” mientras los extranjeros se apoderan de los resortes básicos de la Nación.

Ahora bien, si nadie del “mundo de la cultura” le lleva el apunte, ¿qué nicho de perduración le quedaba a Martín Fierro?: “El pueblo mismo, responde Marechal, cuyo mensaje quería transmitir el poema”.

Entonces ocurre lo enigmático o milagroso: “En sus modestas ediciones, en sus cuadernillos humildes (…) en su seca tipografía misional, el gaucho Martín Fierro vuelve a sus paisanos”. El “desertor” de la “usina del Progreso”, “el elemento de perturbación”, el gaucho malo, el despojado de rancho, hacienda, hijos y mujer, no era un nómade “sin república”. Vivía, feliz, en el goce de la plenitud del orden tradicional. No era un “vago y mal entretenido”, era un trabajador para quien trabajar era un disfrute: “Aquello no era trabajo, más bien era una junción…” Es decir, era una “función”, una fiesta comunitaria. Era un hombre “arraigado a la llanura”. ¿Qué sucedió para que se trocara en provocador de tumultos y, por fin, en un desterrado en su tierra? Algo pasó. “Otro estado” de cosas había entrado al país y desplazaba “el estado propio del ser nacional”.

Martín Fierro, hombre en rebeldía, paralelo al sentido literal que todos conocemos, deja entrever un sentido simbólico.

4.- La cuarentena de Martín Fierro

Marechal sostiene que no hace falta que José Hernández haya tenido el propósito claro de “dar a su poema un sentido simbólico”. Basta que la materia de su arte haya guardado la potencia del símbolo. Algo le ha pasado al autor: se ha vuelto, sin pensarlo, “la voz del pueblo” (vox populi). Obligado por las circunstancias, recluido en un hotel para escapar a sus perseguidores, ha peregrinado a sus adentros, ha realizado una “gesta ad intra”. Entonces, si bien en el sentido literal su personaje es un gaucho de la llanura, en el sentido simbólico es el pueblo de la nación en un momento crítico de su historia: está a punto de desaparecer.

Ese pueblo, como en la independencia, quiere ser protagonista de su destino. Trae para merecerlo su modo de ser y es portador de una tradición, una ética y una filosofía de la existencia. Pero ha llegado a una etapa histórica en que se encuentra con un hecho desconcertante: “alguien” ha tomado la dirección del país y actúa en lo material y espiritual a la vez. Símbolo de esa anomalía son los infortunios del gaucho Martín Fierro y del pueblo de la nación.

Si para unos el gaucho es un inadaptado a la sociedad y en rebeldía con las leyes, para otros es símbolo de todo un pueblo. Martín Fierro, derrotado, termina desterrado en el desierto. Ha comenzado su “cuarentena”; y es un “atormentado espectador de sí mismo”, de su enajenación y de su ausencia. Son 4 años, un múltiplo de 40. ¿Hubo “cuarentena del pueblo” entre 2015-2019?.

El desierto es “la suspensión de un destino”. Es, también, la imagen de la “privación” de sí mismo en tanto protagonista de la patria; y es también imagen de la “penitencia” en el “sentido de penar y purificarse con la pena”. La vida de Fierro en el desierto resulta, así, un trabajo de purificación. Esa vía penitencial llega a su culmen con la muerte de su amigo Cruz. La “soledad” copa cuerpo y alma: “Privado de tantos bienes/ y perdido en tierra ajena/ parece que se encadena/ el tiempo y que no pasara/ como si el sol se parara/ a contemplar tanta pena”. Sólo le quedaba “echarse en el suelo” al “lao de la sepultura” del amigo.

Pero ocurre otro acontecimiento misterioso. En medio de su desolación, oye de pronto los lamentos de la Cautiva. Ahí “se pone de pie”. “Arranca” de la inmovilidad. Ante la mujer martirizada, Fierro “ve de pronto el drama de la nación entera”. Ella es el símbolo del “ser nacional, enajenado y cautivo como ella”. Ante esa encarnación simbólica del ser nacional, al enfrentarse con la Cautiva, el héroe se ve a sí mismo en el espejo de su conciencia. Es notable cómo Hernández describe la batalla con el indio con un marcado tono épico como si vislumbrara la trascendencia del símbolo en los «potenciales del canto». Al rescatar a la mujer cautiva, inicia el rescate de la Patria.

Vuelve a la frontera, se encuentra con sus hijos y el hijo de Cruz. Descubre que la enajenación del ser nacional no sólo continúa sino que se ha agravado. En tal punto, Marechal  considera llegado el momento crucial del poema.

Martín Fierro, como todo verdadero símbolo, se oculta y se revela con su despedida. Ha llegado el momento de separarse de sus hijos y el hijo de Cruz: “y antes de desparramarse/ para empezar vida nueva/ en aquella soledá/ Martín Fierro, con prudencia,/ a sus hijos y al de Cruz/ les habló de esta manera”. Es un acto de transmisión de una sabiduría, una ética de la comunidad y una filosofía de la vida: “Después a los cuatro vientos/ los cuatro se dirigieron;/ una promesa se hicieron/ que todos debían cumplir;/ mas no la puedo decir,/ pues secreto prometieron.”

Los “cuatro vientos” son los cuatro puntos cardinales de la Patria y del mundo. ¿Qué promesa se hicieron? Sin duda, volver a ser protagonistas de la historia. Ofrece también una metodología: “Mas Dios ha de permitir/ que esto llegue a mejorar/ pero se ha recordar, / para hacer bien el trabajo,/ que el fuego, pa calentar,/ debe ir siempre por abajo”.

Purificados por la “cuarentena” en el desierto, el sentido se oculta en “los adentros”, para trabajar “por abajo”. El pueblo, humus auténtico, conserva la simiente (los sentidos) que se quieren negar en la superficie. El pueblo es el guardián de la memoria. El autor tiene tanta confianza en el poder constructivo de su obra, que al finalizar el canto dice: “Y en lo que esplica mi lengua/ todos deben tener fe:/ no se ha de llover el rancho,/ en donde este libro esté”.

La marcha en el desierto, como la del prototipo bíblico, es la de un pueblo pobre y lleno de esperanzas. Cuando un pueblo cae en la idolatría y se prosterna ante el “becerro de oro”, está rindiendo culto al dinero, la avaricia, la violencia y la vanidad. En consecuencia, se produce una destrucción de su modo de ser. Y al fin,  el desierto  se convierte en aislamiento y  soledad. Privado de la “confraternidad” va a parar a la intemperie. Termina durmiendo “bajo cueros de bagual” en el “desierto infinito”.

Martín Fierro pasa en el desierto dos años de confraternidad con Cruz y el indio amigo; y dos años del mayor sufrimiento en esa soledad en que el “tiempo se detiene” y “el sol se para”. Pero la Providencia puede salvarnos varias veces, como la Cautiva a Fierro, en la pelea con el odio individual e histórico: “donde no hay casualidá,/ suele estar la Providencia”.

Jorge Torres Roggero

Córdoba, 26/04/2020

Fuentes:

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Biedermann, Hans, 1996, Diccionario de Símbolos, Barcelona, Paidós

Cirlot, Juan Eduardo, 1978, Diccionario de Símbolos, Barcelona, Labor

Losada Guido, Alejandro, 1967, Martín Fierro. Héroe-Mito-Gaucho, Buenos Aires, Plus Ultra

Paoli, Arturo, 1973, La perspectiva política de San Lucas, Buenos Aires, Siglo XXI Ediciones

Rosbaco de Marechal, Elbia, 1973, Mi vida con Leopoldo Marechal, Buenos Aires, Paidós

Schökel, Luis Alonso, 2009, La Biblia de nuestro pueblo, Pastoral Bible Foundation, Macau