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por Jorge Torres Roggero

La pulsión hacia un “mundo nuevo” es un tópico de raigambre irigoyenista. O mejor, una mediatización irigoyenista del krausismo. Se nos ocurre que el mejor libro para pensar el irigoyenismo como un fenómeno de intelección vital, en que el drama personal y la crisis social confluyen hacia “el gran día” escatológico, es este de Ricardo Mosquera: Yrigoyen y el Mundo Nuevo (1951).Mosquera, al analizar El Telegrama de H. Yrigoyen, señala la concepción de América como matriz histórica, como foco desde donde ha de eclosionar “el más allá” humano. La revolución americana implicaba una misión de universalidad.

Situada así, como La reparación, como la vuelta al momento en que Argentina se había insertado en la marcha fatal de la humanidad a una plenitud de “espíritu y obra” en esta “tierra como templo vivo de Dios” (Krause), la política se transmuta en acto poético. Mosquera plantea la cuestión de este modo:

“Poesía es creación. Si la razón poética es facultad que desde los abismos de la inconsciencia trae al plano inteligible verdades más profundas que las sometidas a una simple mecánica silogística, los elementos persistentes de la acción política estarán sometidos entonces a esa razón. En tal dimensión, la política ingresa en el campo de la creación artística y la historia misma se determina por fuerzas poéticas, productos del inconsciente personal y colectivo.De ese abismo que no es el caos, lugar informe de los elementos en confusión, sino el Océano, profundo y complejo, surge en símbolo humano la figura de Afrodita iluminada por su propia estrella”.

Mosquera alude en el texto citado al fuerte contenido poético/profético de El Telegrama.  En sus parágrafos, Yrigoyen imagina “la barca de lo humano” arrastrada por la “eterna corriente de los destinos de la vida”, “flotando sobre el misterio insondable”, a la deriva “hacia la aurora”.

            Yrigoyen, durante la guerra de 1914, sostiene a la Argentina en una situación de “neutralidad activa” (Ley 12839). Era la aplicación al plano internacional del concepto de “abstención” definido como “suprema protesta”, “recogimiento absoluto” y “total alejamiento de los poderes oficiales”. En otras palabras, lo que corresponde al pueblo dentro de las Naciones, corresponde a las Naciones dentro de la humanidad: preservar su paz, ejercitar sus derechos. Su política no era la neutralidad, era la paz.

            El telegrama, pasible de disímiles versiones, transcribe los intercambios y disentimientos entre Alvear e Yrigoyen con ocasión de la Asamblea de Ginebra de 1920. Yrigoyen acepta la formación de la Sociedad de las Naciones bajo la condición de que no distinga entre beligerantes y neutrales; y de que la Asamblea admita a todos los Estados soberanos tanto vencedores como vencidos.

            La disidencia con Alvear desencadena los telegramas reproducidos innumerables veces, ya sea en forma fragmentaria, ya con variantes, incluso con el rótulo de Página Inmortal. Lo cierto es que constituyó en la década del 30 el texto más difundido, el catecismo cívico de la U.C.R. irigoyenista. La versión más famosa es la publicada en La Época (13/04/1921) con glosas del escritor brasileño Paulo Osorio. Yrigoyen hizo publicar una gacetilla aprobando la versión, a la que llamaba “exacta publicación honrada”. (Mosquera, 94-98).

            Desde ese testamento hablaban los jóvenes irigoyenistas de FORJA; de entre esa serie semántica habían escogido su lema: “Todo taller de forja parece un mundo que se derrumba”. A partir de la poética de El Telegrama se despliega el “pensamiento nacional y popular”, de tan vasta influencia en el peronismo y la generación literaria de los años 60.

            La potencia de la palabra jauretcheana fundada en el “difícil arte de escribir fácil” nace de la raíz escatológico-profética de Hipólito Yrigoyen. Sabemos que el término escatología se refiere a la doctrina de los fines últimos e implica un cuerpo de creencias relativas al destino último del hombre y del universo. La escatología versa sobre las “últimas cosas”, anuncia el acontecimiento final y la plenitud de los tiempos. Dicho culmen de la historia se configura con el advenimiento de un “tiempo nuevo” (novissima tempora).

            En la concepción de Jauretche la visión escatológica concierne, en realidad, al destino último de la comunidad histórica en que el yo se disuelve en el nosotros.  No es, por tanto, una salvación individual. Un aspecto importante es la fe en la historia no sólo como una sucesión sino también un destino. Se conjugan, por lo tanto, la espera psíquica y la fisiológica, la emoción y la percepción, el movimiento y la participación del cuerpo condicionado por el estado social. En esta espera, ni el cuerpo, ni el espíritu, ni el ambiente social pueden ser desagregados. Ahora bien, manifestación religiosa de la espera, es la esperanza. Y el profeta es el hombre de la espera y la esperanza.

            El Telegrama de Hipólito Yrigoyen es un ejemplo palpitante de una poética escatológica que se dirige a trazar el destino no sólo histórico sino universal de la patria. Acude para ello a algunos de los símbolos fundamentales de la ciencia sagrada de todos los tiempos. La vida del pueblo y de los hombres es figurada como una peregrinación de la “barca de lo humano” por el “mar tenebroso”, a la deriva, entre el tumulto, “hacia la aurora que, día a día, despunta gloriosa en el corazón profundo del hombre”. En esa balsa, arrastrada por la “eterna corriente de los destinos de la vida”, los humanos nos devoramos por “oro de un reflejo” que no es vida real y avanzamos empujados por la alucinación colectiva del “espejismo” de la hora.

            Como sabemos, el océano es uno de los simbolismos de mayor riqueza polisémica. Es considerado sustancia primordial de la vida universal, seno profundo de Dios. Su travesía es una peregrinación hacia el reencuentro de la unidad original. El viaje, la navegación, representan el esfuerzo de superación y ampliación de la conciencia. Pero también las oscuridades del inconsciente social del cual surge el sol del espíritu. Por otro lado, suele considerarse origen de toda generación y conjunto de todas las posibilidades. Por supuesto, en su lado oculto, es un dinamismo contradictorio relacionado con el agua salada y la esterilidad. Como mar tempestuoso, guarda analogía con la imagen poética, el sueño y el magma confuso del inconsciente.

En El Telegrama, Yrigoyen presenta un viaje nocturno. La Patria está emergiendo de una edad oscura. Como el sol (símbolo argentino fundamental) atraviesa los abismos inferiores y ha experimentado una muerte y una resurrección. Aunque en modo fugaz, el texto alude a la “canastilla de mimbre”, o cesto de los iniciados eleusinos, como figura del seno materno. Durante el viaje están encerrados, amenazados por diversos peligros como Jasón y los argonautas. Algunos apresurados creen haber arribado a las Islas Bienaventuradas, lugar donde se realiza la esperanza terrestre, lugar al que eran transportados algunos favoritos de los dioses. Es importante, porque el texto lo señala, saber que para llegar a ellas había que bogar siempre hacia occidente, hacia la puerta de todos los soles.

No deja ser curioso el hecho de que Yrigoyen fuera quien dispusiera la celebración del 12 de octubre como día de la raza. Para entender el significado de esta medida habría que incursionar en la profundidad simbólica y la tendencia al vaticinio del modernismo literario en sus más altos cultores, en especial, Rubén Darío y Martí. Para ellos, Argentina, América, eran la “región de la Aurora”. En nuestra comarca se realizaría la plenitud del milenio profetizado en el Apocalipsis. En tanto extremo occidental, era la tierra de promisión, el traspaso a América de un mito ancestral. Cristóbal Colón (1991), en el Libro de las profecías, imaginaba que había encontrado el Paraíso y que se había cumplido, por lo tanto, en América “el más allá” (plus ultra) implícito en todo el ciclo occidental. Queda claro, entonces, que el gran día, el almo día, de que hablan los profetas es, en Yrigoyen, una constante de la mística universal.

Yrigoyen espera en las “indomables rebeliones” del “sursum humano” el “almo día”. Sabe que la “razón inmanente” esclarecerá los juicios de pastores y rebaños. Imposible forzar el secreto de las islas bienaventuradas si se han dejado “apagar los fuegos del faro de la creencia”. El radicalismo vive un momento de victoria como movimiento revolucionario. Sin embargo, es la hora más difícil, es la “hora del timonel”. Vencido el régimen, se derrumba el orden espontáneo de las jerarquías del orden viejo y hay que “ordenar de nuevo la falange sobre escalas de valores desconocidas”. Es hora de fe sin vacilaciones: “Si aquellos mismos que siempre han llevado la bolsa del buen grano de las mieses futuras, vacilan hoy, ¿quién sembrará mañana el campo de las multitudes?”

Yrigoyen se siente responsable de lo que cada argentino pueda descifrar en su corazón en un momento, postfacio de la Gran Guerra, en que se materializa “un trágico empuje” del “mal infiniforme” en las entrañas de la especie: “Somos…los que van hacia la estrella en su ensueño esforzado”; somos, dice, los responsables del rebaño que remolinea en la sombra en medio de “los aullidos de los que pretenden acampar antes de la hora eterna y de las albas del gran día”. En consecuencia, es momento de evocar “los nuestros”. Debemos fundarnos en los libertadores. No debemos pactar el “supremo querer de liberación humana”.

Los problemas de ayer eran consecuencia de la transformación del templo en un mercado en que cada uno se ofrecía al mejor postor:

 “Eran tiempos de oprobio en que gobernar resultaba el mejor de los negocios y en que se jugaba a los dados la fortuna y el honor de la Nación misma. Debíamos, pues, ante todo, desinfectar la morada profanada por todas las heces de la fiesta crápula y obligar a la sabandija a sumergirse bajo tierra”.

La cuestión era volver a creer y de nuevo ponerse en marcha “hacia su porvenir infinito”. Pero ahora alborea una nueva etapa. Nuestra historia nos ha marcado con el “sello de eternidad de las razas liberatrices”. Nuestro querer redentor se distingue en medio de un mundo que “enloquece en un dédalo de violencia instintiva y se derrumba en un caos universal”. En medio de la tormenta “apocalíptica de la guerra social ignominiosa” (revolución rusa), toca a los argentinos un papel histórico supremo: “somos los únicos en vivir actualmente la fe creadora de nuestros abuelos en voluntad de humanas resurrecciones”. El mensaje de Yrigoyen tiende a afirmar “el ideal viviente de nuestros padres” que será la única estrella capaz de reconquistar el alma occidental. Es necesario “un sursum indomable” para persistir en la vía de la “salvación colectiva”. Ahora bien, todos esos propósitos sólo serán realizables con las más “absoluta unidad de concepto”. El conductor incita a sumergirse en las aguas más profundas, en aquellas en que ya no repercuten las tempestades de las corrientes superficiales.

“¿No sentís, exclama, que en corazón de la Nación abismos de abyección se despiertan a la luz y ya claman a los cielos su querer de redención? ¡En verdad cosas han muerto que nunca más han de resucitar y cosas han resucitado que habrán de vivir eternas!”.

Es en este fragmento cuando Yrigoyen estampa la famosa frase que será el lema de los forjistas. En realidad, postula, nada importa que brame la tormenta porque “todo taller de forja parece un mundo que se derrumba”. El Telegrama concluye con un canto de esperanza. En plena noche, en el mar tenebroso, su corazón exulta, aunque con un dejo de melancolía. Porta el estigma de las discrepancias que tiene con su amado discípulo Alvear ya entregado a las presiones colonialistas, y proclive a ceder ante los vencedores de la guerra. Por eso ruega a la Divina Providencia que los ilumine puesto que ambos profesan aspiraciones comunes hacia la patria. Sin embargo, espera seguro el advenimiento del Espíritu, la llegada del Reino de la fraternidad:

“En plena noche, vivo esta aurora que despunta actualmente entre nosotros y contemplo desde ya en mi corazón las glorias del mediodía. Iré…ya las montañas me serán montículos…Voy en la claridad alegre de todas las certidumbres”.

Quedan algunas cuestiones en claro: para Yrigoyen, el pueblo argentino es figura de un pueblo único, universal. Es un pueblo que sufre, lucha, cae y se levanta, pero no para de avanzar. El camino es áspero y está empapado con su sangre, pero nuestro pueblo, pueblo multígeno como lo define Scalabrini Ortiz según vemos en otro capítulo, es todos los hombres, todos hermanos. Está claro que, en la escatología irigoyenista, el fin (destino) no se interpreta como fatum sino como liberación.

Yrigoyen concibe al radicalismo como un Movimiento que vuelve a las “bases espirituales y sentimentales de la nacionalidad, a sus verdaderos soportes humanos”. Es guiado por la “unidad de concepto”. Más aún, el radicalismo es una “religión civil de la Nación, una fraternidad de profesos”. Su planteamiento, anterior a toda parcialidad, es el grito de ultratumba de nuestros mayores que piden cuenta de un “sagrado testamento”.

Es evidente, por último, que el radicalismo se manifiesta como una poética basada en una “reciprocidad de pensamiento y sentimiento ético-lírico”. Roca había suprimido los indios del desierto y los ciudadanos en las ciudades. El radicalismo tomó como misión cuidar que no se desvirtúe el espíritu nacional de sus esencias emocionales y éticas para desplegar todas las posibilidades creadoras mediante una concepción de la política “como mística humana y no como partido”. (Del Mazo, 1951; Yrigoyen, 1984).

por Jorge Torres RoggeroAJAURETCHE ESCR. INED

1.- El puntapié como soporte del salto metafísico: Leopoldo Marechal

La bofetada o el puntapié (chirlo, patada, según el vulgo) son antiguos, semibárbaros recursos punitorios y, a veces, pedagógicos. Sacados de su contexto o de su concretez suelen resultar objeto de interminables y apasionadas polémicas. Los viejos atesoramos algunas experiencias sobre esas anacrónicas prácticas. Memoriales de épicas grescas o severos correctivos. Todavía en estos tiempos, en forma no sabemos si metafórica o real, no es raro escuchar, en tren de castigar traiciones o penar defecciones, que se amenaza a los convictos con “sacarlos a patadas en el culo”. Pero ese no es mi tema hoy. Sólo pretendo mostrar dos casos en que el puntapié cobra categoría poética y cierta jerarquía epifánica. Tal carácter lo convierte en un gesto nodal capaz de cambiar el rumbo de una vida.

Incurro, entonces, en el “Primer Apólogo Chino” de Leopoldo Marechal. Versa sobre una disputa desencadenada entre jefe y empleado acerca de un viejo aforismo: “Primero vivir, luego filosofar” (Primum vivire, deinde philosophari).

Tsajü ha sido reprendido. Su patrón ha vituperado su tendencia a la introspección y le ha dejado una sentencia que lo ha perturbado. Acude intrigado al Maestro Chuang: ¿Qué es primero, vivir o filosofar? Tsajü medita y responde: “primero es vivir y luego filosofar”: “Sin decir una sola palabra, el Maestro Chuang le dio un bofetón enérgico y a la vez desapasionado en la mejilla derecha.” Y se fue a regar el duraznero florecido.

Tsajü no se enojó y pensó que aquella bofetada tenía un valor didáctico. Decidió prescindir de su ambiente de comerciantes y manufactureros y consultó a toda la jerarquía de la administración pública. Al mes, regresa y cuenta al Maestro Chuang que, habiendo consultado a hombres de experiencia, todos le han asegurado que primero es vivir y luego filosofar. Meditativo y justo, Chuang le dio una bofetada en la mejilla izquierda y se fue a estudiar el duraznero que ya tenía flores en agraz.

Tsajü entendió que la Administración Pública era “un batracio muy engañoso” y apeló a la ciencia de jueces, médicos, psiquiatras, astrofísicos, “generales en actividad” y “ostentosos representantes de la curia”. Contento, regresó a su maestro Chuang y le contó que todas “las jerarquías de los intelectos humanos” le juraron que “primero es vivir y luego filosofar”. “Dulce y meticuloso, Chuang hizo girar a su discípulo de tal modo que presentase la región dorsal. Y luego, con geométrica exactitud, le ubicó un puntapié didascálico entre las dos nalgas”. Hecho esto, se acercó al duraznero y se puso a librarlo de hojas excesivas.

Como a Tsajü su patrón lo había despedido por sus negligencias reiteradas, conoció el verdadero gusto de la libertad. Entonces ayunó, se recluyó en la cabaña de un eremita, trazó un círculo mágico para defenderse de enemigos terrestres e interferencias psíquicas hostiles y se entregó a una profunda concentración. Después de una semana, se dirigió a la casa de Chuang, y tras una reverencia, le contó lo que había reflexionado. Y era esto. La vida humana, desde el comienzo, es una accionar constante. Ahora bien, todo accionar de hombre debe responder a un Fin inteligente, necesario y bueno. Pero ¿cuándo se “ha de meditar ese Fin, antes o después de la acción”? La respuesta es ANTES de la acción “porque una acción libre de toda ley inteligente que la preceda va sin gobierno y sólo cuaja en estupidez y locura”. Por lo tanto: primero es filosofar y luego vivir.

El discípulo aguardó la respuesta de Chuang “ignorando aún si tomaría la forma de un puntapié o de una bofetada”. “Pero Chuang, cuyo rostro de yeso nada traducía, se dirigió a su duraznero, arrancó el durazno más hermoso y lo depositó en la mano temblante de su discípulo”.

El Maestro Chuang había cultivado, a la vez, con el mayor celo y del modo más extraño, la mente de su discípulo y el duraznero: el estar siendo para el fruto.

2.- Pedagogía básica: una patada oportuna y el maestro anarquista de Jauretche

Arturo Jauretche recuerda que, hacia finales de la década de 1920, fue antimperialista al estilo de la época: “le comía el hígado al águila norteamericana”, “mientras el león británico comía a dos carrillos sobre la tierra nuestra”. Fácil antimperialismo: “Milité en la Unión Latino Americana y en la Alianza Continental”. Los grandes diarios les daban manija: publicaban sus anuncios y transcribían sus discursos. Además, generosos benefactores contribuían con recursos económicos para las campañas, para los viajes por el interior y por toda América: “¡cuántos patriotas!”.

Cierta vez, se realizaba un acto de solidaridad con Sandino. Desde el balcón de una vieja casa hablaba Alfredo Palacios. Ahora bien, como también era tiempo de agitación por Sacco y Vanzetti, los anarquistas interferían todos los actos públicos. Un orador se subía a un árbol o a una reja, se ataba una pierna con cadena y candado y, luego, tiraba la llave que recogía un compañero. “En esa ocasión había uno que interrumpía las frases del “El Maestro”. Entre citas de las Vidas Paralelas, evocaciones de Garibaldi en la Porta Pia y la palabra ¡Libertad!, metía sus reclamaciones contra la ejecución de aquellos obreros.

“No había forma de silenciar a los anarquistas y se me ocurrió prenderle fuego a un periódico y arrimárselo al orador, confiado en que el compañero que tenía la llave, ante el peligro del fuego abriría el candado. Pero no fue así. Recibí en ese momento la más formidable patada en el traste que puede recibir un mozalbete. Me la había propiciado el compañero de la llave que me tomó de un brazo, me invitó a un café y me descubrió un mundo nuevo”. Estas fueron algunas de sus enseñanzas:

1.- La complicidad colonial entre las dos alas de la “intelligentzia”: la liberal oligárquica y la izquierdista internacionalista.

2.- Se reía del reformismo universitario. Y le explicaba esta aparente contradicción: Yrigoyen les abre las cátedras a los Maestros de la Juventud (próceres reformistas) y estos trabajan al lado de la oligarquía contra Yrigoyen.

3.- Lo hizo reflexionar sobre el aparente contrasentido entre la “Semana de Enero” y la de la Patagonia y la evidente simpatía de los anarquistas -que “fueron los que pusieron la carne y la sangre de esa matanza”– por Yrigoyen.

4.- Le mostró, además, que más allá de la sociedad ideal que ellos buscaban había una realidad contingente que exigía decidirse en cada momento histórico: la opción de todos los días no era entre teoría abstracta y el hecho concreto, sino entre los hechos concretos.

5.- Le hizo ver lo que representaba históricamente Yrigoyen y la alianza de fuerzas antinacionales y antisociales que se le oponían.

6.- Lo avivó sobre los primeros indicios de cuáles eran las fuerzas realmente dominantes en el país y qué significaba la agitación antiyanqui. El venía de la lucha entre los Sindicatos y los Directorios de la empresas. Y los Directorios no eran yanquis, eran ingleses.

Así fue como la patada en el traste del anarquista lo sacó del inmovilismo burocrático de los dogmas de la Reforma Universitaria, le abrió los ojos para descubrir el carácter colonial de la “intelligentzia” y lo impulsó a abrazarse al hombre concreto. Fue el inicio de sus campañas “de esclarecimiento del hecho argentino sacándolo del vago antimperialismo de las izquierdas, expertas en ocultar las raíces concretas del mal”.

Jorge Torres Roggero

Profesor Emérito Universidad Nacional de Córdoba

Córdoba,28/10/18

FUENTES:

Jauretche, Arturo, 1967, 3ª. Ed., Los profetas del odio y la yapa. La colonización pedagógica, Buenos Aires, A. Peña Lillo Editor

Jauretche, Arturo, 1974, 3ª. Ed. Filo, contrafilo y punta, Buenos Aires, A. Peña Lillo Editor

Marechal, Leopoldo, 1966, Cuaderno de navegación, Buenos Aires, Editorial Sudamericana

por Jorge Torres Roggero

Imagen (36)1.- El rastacuero en viaje

En Los profetas de odio y la yapa, Jauretche se explaya sobre ciertas incapacidades de los “ilustrados” para “ver el mundo desde nosotros mismos”. Dichas “imposibilidades” (uso un término de Borges) son sistemáticamente cultivadas por los intelectuales de nuestro país.

Por eso, piensa, el “iletrado” se desorienta mucho menos que el culto cuando se trata de problemas concretos. Y esto “no es un elogio del analfabetismo”, pero “sí un demérito de la mala ilustración”. En efecto, al iletrado, lo mejor que le puede pasar es aprender, y se presta gustoso cuando tiene la oportunidad. Y mucho más que los ya educados, porque no tiene nada que desaprender. En otras palabras, si todo es del color del cristal con que se mira, es urgente saber qué anteojeras nos han puesto, “qué instrumentos modeladores de la inteligencia”. Y es en este punto, que Jauretche dedica una reflexión y un relato oral o ejemplo sobre el barbijo criollo que, a su tiempo vamos a compartir. Para ello, Jauretche se va a ocupar de un tipo argentino que bautiza “rastacuero en viaje”.

Y aquí caigo en una tentación de profe de literatura. No puedo dejar de acordarme de un texto, de fines del S.XIX, visitante asiduo de las antologías de la época en que, en nuestros secundarios, no se había cortado el hilo de las lecturas de una tradición liberal y oligárquica, pero nacional y cercana a las vivencias cotidianas. Me estoy refiriendo al único relato del libro Recuerdos de viaje (1881) de Lucio V. López que sorteó el tiempo y el olvido: “Don Polidoro”. En esas páginas, el centro de la sátira es la figura de un ganadero rico y su familia que son “vomitados en París” por el tren expreso de la estación Norte. Tiene cincuenta y cinco años, diez leguas de campo, cuatro casas en Buenos Aires y una en la que habita. “Sólo habla español y tres o cuatro palabras en francés: monsieur o mosiú, madame o madama, oui y no. He ahí todo su capital.” Está dispuesto a gastar ochocientos mil pesos moneda corriente junto con su familia: la señora y seis hijos, de los cuales, sólo los mayores “dominan todo el repertorio de Ollendorf” para hacerse comprender.

Con plata para gastar, pero sin capital cultural, imagínense las desventuras de este ricachón argentino, rústico, sin capacidad de disfrutar los museos y placeres exóticos de París. Algo así como el remanido argumento del cabecita negra recién desembarcado en Buenos Aires, repentino cosmopolita a la intemperie.

A Don Polidoro, que en su tarjeta se presenta como “Deputé et fermier à la République Argentine”, cuando regrese a Buenos Aires, ¿quién le pondrá el pie encima “en cuanto a práctica de vida parisiense”? “Será un oráculo para sus congéneres ( que son muchos) y tendrá ochocientos mil pesos menos, como ellos”.

López sostiene que, a ese tipo de viajero, “los franceses, siempre espirituales, lo representaron el año pasado en una pieza del Paláis Royal bajo el apodo de “rastaquaire” (sic).

Don Polidoro sería el rastacuero “de más edad”, pero falta el rastaquaire de la juventud: “caen un buen día en Europa y pretenden conocer las grandes capitales donde han rodado por un tiempo, como bolas”.

El texto de Lucio V.  López, miembro de la oligarquía patricia y letrada, nieto del autor del Himno Nacional (V. López y Planes), hijo de uno de los fundadores de nuestra historiografía (Vicente F. López), que murió muy joven víctima de un duelo medieval, es una mirada desde arriba. Habla desde una minoría que mecha sus textos con vocablos y dichos franceses e ingleses. Transcribe, en francés, un poema parnasiano completo (“Mithologie” de André Theuriet). Al mismo tiempo se ríe de la torpeza de sus paisanos estancieros nuevos ricos o de los inmigrantes advenedizos que han hecho fortuna (cfr. La Gran Aldea) y que se emparientan con familias tradicionales en bancarrota. ¿Y qué decir de los estancieros que compran títulos nobiliarios entregando sus hijas a segundones de la aristocracia europea venidos a menos? Estos exquisitos señores del 80, europeizados pero con un lenguaje lleno de criollismos, conversadores más que causeurs, ¿no eran también rastacueros?

De esa época es un famoso chiste que reproduce Jauretche: “Un viajero regresa de Europa, “entra al tercer patio de su vieja casa, después de tres meses en “París de Francia” (…) y encuentra al perro que dejó cachorro y pregunta mientras se le acerca: “Coment a’apelle ce chien?”. Pero el perro lo desconoce y lo muerde. Es cuando grita: “¡Juera!, perro de m…!”.

Ahora bien, el rastacuero en viaje de Jauretche carece del carácter cómico y satírico del personaje de Lucio V. López. Jauretche mira al rastacuero desde la mirada de alguien que “está acá”, adentro y abajo.

Llega un momento, postula, en que los ilustrados se sienten olvidados, en el “culo del mundo”. Entonces, desde este margen remoto vislumbran un centro lejano y “nuestros hombres de la cultura van a ese centro”. Van a especializarse, van a dominar técnicas que desconocemos. Pero sucede que el “país de la técnica” los absorbe: “minúsculos Faustos, entregan el alma al precio de unas chucherías”. Si es que vuelven, es fácil identificarlos: hablan un castellano con acento alemán, inglés o francés, parece que siempre están traduciendo, visten y se comportan como los de allá y se hace socio del centro de becarios del país añorado. Devotos de estas prácticas, su vida es un entrevero de ideas y hábitos extraños. Sin darse cuenta, resultan, a veces, cabeza de puente del poder en expansión de la cultura dominante. Llega así el momento en que el intelectual se cree de allá; pero, sostiene Jauretche, “no son de ninguna parte porque no tienen cotización en el cuadro de aquella inteligencia, cuyas aflicciones y esperanzas comparten sin reciprocidad alguna.” A pesar de sus esfuerzos, “cuando el hombre de las metrópolis habla de la Humanidad no piensa en nosotros”. Y ese nosotros incluye a los intelectuales aculturados. Ellos, como nosotros, pertenecen a un “suburbio de la ciudad humana”. La Humanidad, la Libertad, la Economía en abstracto los adscriben a una militancia lejana. Pero el pueblo no posterga su libertad, su economía, porque siente sus efectos y porque prefiere el “barbijo criollo” a “llevarse la mano al casco”. Y bueno, esa es la materia del cuento jauretcheano prometido.

2.- El barbijo criollo

Si rastrean cualquier diccionario o “guglean” la palabra barbijo, descubrirán que el vocablo se refiere siempre, en primer lugar, a su uso terapéutico: “1.- Pieza de tela con la que, por asepsia, los médicos y auxiliares se cubren la boca y la nariz; 2.- Herida en la cara; 3.- barboquejo: cinta con que se sujeta el sombrero, casco, etc. por debajo de la barba”. En todos los casos, son argentinismos compartidos con algunos países hermanos de nuestro alrededor.

Copio literalmente el relato que, de todos modos, Jauretche recibió por transmisión oral. Mientras quedamos chapoteando en el misterioso abismo del habla, “escuchemos” a Don Arturo:

“Hace muchos años un jefe de nuestro ejército me refería que en unos ejercicios hípicos en que participaba como agregado militar argentino en el ejército alemán, fue interrogado por el director de maniobras, General Von Mackensen, a propósito de una particularidad observada en él, al saltar los obstáculos.

– He visto que al saltar, Ud. no se lleva la mano al casco. ¿Cuál es la razón?

El militar argentino le explicó el uso del barbijo nacido de las exigencias de nuestra vida campera.

Vuelto a Buenos Aires y terminada la presentación al Ministro de Guerra, que era entonces el General Vélez, le refirió la anécdota agregando:

– Debo informar al Señor Ministro que el ejército alemán ha adoptado el barbijo.

Con visible aflicción el Ministro le dijo entonces:

– ¡Caramba! Nosotros acabamos de suprimirlo porque no lo usaba el ejército alemán.”

Y, colorín colorado, el cuento se acabó. Pero Jauretche todavía dijo: “Así es todo. Conozco quien vivió tres meses en París y el resto de su vida ha sido un desterrado de Montmartre”. Y como todo gira, concluimos recordando, por las dudas, al “chien” que no sabía francés.

Jorge Torres Roggero

Profesor Emérito Universidad Nacional de Córdoba

20/10/18

Fuentes:

Diccionario, 2000, El pequeño Larousse ilustrado, Editorial Larousse, Coedición Internacional

Jauretche, Arturo, 1967, 3ª. Ed., Los profetas del odio y la yapa. La colonización pedagógica, Buenos Aires, A. Peña Lillo Editor.

López, Lucio V.,1960, La Gran Aldea, Buenos Aires, Eudeba.

                          ,1966, Don Polidoro y otros cuentos, Buenos Aires, Eudeba.

el medio pelo jauretchepor Jorge Torres Roggero

1.- Vigencia y actualidad de ciertos tipos humanos

Difícilmente un lector de Arturo Jauretche no sea experto en “tilingos”, “guarangos” y “tiliguarangos”. Si insisto ahora, es porque, a veces, los términos se burocratizan y concluyen por perder el costado flamante y revulsivo de que eran portadores originarios.

En efecto, si bien Jauretche, en El medio pelo en la sociedad argentina, amplifica y complejiza el significado de tilingo y guarango, no está demás revisar cómo, a lo largo de su obra, el concepto encarna y se hace vivencia.

La primera aclaración, entonces, es que no se tratará en estas líneas de una cuestión académica. No importa el origen o la etimología de los vocablos. Lo que cautiva es comprobar que son tipos nuestros que confluyen en casos asiduos de la vida cotidiana.

“El tilingo -dice Jauretche- es al guarango lo que el polvo de la talla al diamante. O la viruta a la madera”. De tal modo, el polvo y la viruta resultan el producto de un exceso de pulido o de garlopa. En consecuencia, “en el guarango está el contenido del brillante y también la madera para el mueble. En el tilingo nada.” En otras palabras, en el guarango subyacen latentes los posibles, la vida futura, lo que puede ser. En el tilingo, solo el polvo, lo que pudo ser y no fue: “una decadencia sin plenitud”.

Continúa Jauretche: “El guarango es la cantidad sin calidad. El tilingo es la calidad sin ser. La pura forma que no pudo ser forma. (…) Por eso el tilingo es un producto típico de lo colonial. Los imperios dan guarangos, sobre todo cuando se hacen demasiado pronto. El caso de los Estados Unidos, por ejemplo”.

Llegado a este punto, estoy tentado a suponer que el lector está pensando en D. Trump. A primera vista, pareciera ser un guarango en estado puro. Pero si me siguen, no es extraño que se topen con el retrato argentino de (¡oh, paradoja!) un tiliguarango. La cosa es así. Según Jauretche, los términos guarango y tilingo son recíprocos. ¿Qué sucede?

Cuando el guarango hace plata no tiene otro tema de conversación que sus viajes. Se las pasa en Miami, Londres, Ibiza y los más exóticos lugares. París le es más familiar que la plaza del barrio. O sea, el tilingo es despojado hasta de la exclusividad de lo elegante (moda, modales, cocina, diversiones, cultura). Entonces, dirige la mirada hacia Oriente buscando espiritualidad y paz interior: budismo, meditación, zen, chamanismo, el gurú Sri Ravi Shankar. Esto lleva a episodios de difícil comprensión: ¿Puede un tilingo con poder imponer las prácticas de un gurú exótico (desde afuera y desde arriba) a una multitud de zombis de la televisión y del celular?

Pero ¿qué ha pasado? Si bien el guarango irrita al tilingo, llega un momento en que “también irrita el guarango a los guarangos que ya son importantes”.

(Aquí interrumpo. Es para divagar. Por ejemplo, ¿ los guarangos Lázaro Báez y Cristóbal López cruzaron una raya trazada por los guarangos Mauricio Macri, Paolo Rocca y Héctor Magnetto? Pero mejor vuelvo al texto porque la fauna es infinita.)

Entonces se juntan los guarangos importantes con los tilingos (Marcos Peña et caterva). No hay que olvidar que el tilingo sale del guarango por exceso de garlopa. Lo cierto es que tilingos y guarangos unidos contra los otros guarangos terminan por mezclarse y se vuelven contra el país que no es tilingo ni guarango. Ha sido engendrado el tiliguarango, bruto como el guarango y pretencioso como el tilingo. Y aquí a uno le empieza a resonar este acertijo anómalo: ¿qué sería Mauricio Macri Blanco Villegas? Pero mejor no caer en terrenos complejos y resbaladizos que horrorizan a la “razón frígida”.

A veces, a través de un golpe de estado o de la construcción de un grupo hegemónico organizado y sostenido desde afuera, los tiliguarangos toman el poder: PRO, su epífita UCR residual, más la tilinguería mesiánico republicana de Carrió. ¡Qué vachaché!: fantasmas que nos llenan la cabeza leyendo a Don Arturo.

Pero les debo un cuento jauretcheano. Pienso que nos va a decir “más cosas” después de haber compartido estas líneas sobre “los neoplasmas de la cultura argentina”.

2.- Andar de contramano

En Filo, contrafilo y punta, que estamos releyendo juntos, precediendo al cuento que les voy a relatar, aparece esta nota del editor que sirve para amplificar sentidos: “En realidad este cuento es de vigencia permanente, aunque algún hecho circunstancial lo haya motivado. Es para esa gente que dice: Este país de….es decir para la tilinguería a la que nada le queda bien cuando se trata de lo nuestro, la que ve siempre por el lado desfavorable. Como la gata de Doña Flora…”

El relato es una anécdota atribuida a Poroto Botana; y, a Jauretche, se la contó Corominas. Es, entonces, un caso de transmisión oral. Por lo tanto, deja de tener importancia si realmente ocurrió o fue una exagerada indiscreción. Chisme, rumor o chiste, lo cierto es que:

“Era una bella dama. Él la llevó, después de una tenida literaria nocturna, a presenciar la salida del sol en la Costanera. Hechizado, contemplaba el Río de la Plata, cuando su compañera dijo:

“Hay un olor a pescado que no se puede aguantar”. Él pensó: – “No tiene sensibilidad visual. Su sensibilidad es olfativa”.

Recordó, entonces, un recoveco del barrio Sur. Allí, un amigo chino, jardinero exquisito, había improvisado invernáculos con viejas latas de kerosén, con maderas y vidrios de demolición. Había creado, así, un exclusivo paraíso floral, un mundo de perfumes.

Y allá fue con su delicada acompañante. En la aún vacilante luz de la mañana llegaron al hueco donde el chino cultivaba su paraíso. Un perfume exquisito golpeó el olfato. Pero la dama exclamó:

“¡Qué horror este laterío sucio y oxidado!”

Sentidos invertidos. Cuando hay que oler, miran; cuando hay que mirar, huelen. Es el drama de nuestra tiliguaranguería: “Cuando hay que ver el ascenso de un pueblo postergado, lo huelen. Cuando hay que oler nuestras multitudes mucho menos olorosas que las multitudes europeas que tanto aprecian, las encuentran demasiado morochas. Y también les desagradan. No sé si se huelen y se miran ellos mismos. Pero tienen, como en el cuento, los sentidos invertidos.”

Jorge Torres Roggero

Córdoba, 09/10/2018

Fuentes:

Jauretche, Arturo, 1974, 3ª. Edic., Filo, contrafilo y punta, Buenos Aires, A. Peña Lillo Editor

Jauretche, Arturo, 1976, 13ª. Edic., El medio pelo en la sociedad argentina, Buenos Aires, A. Peña Lillo Editor