Archivos de la categoría ‘símbolos’

por Jorge Torres Roggero

1.- Un diálogo diferido

Hace poco los hice partícipes de mi inesperado encuentro con Canto a los míos de Miguel Ángel Piccato. Hoy, bendito azar, perdido entre libros más voluminosos, mis dedos dieron con Arder (1991, La Pared) de Alejandro Schmidt. Ante su irremediable ausencia, silencio doloroso; pero, también, el resonar en los adentros de su voz clamante en el desierto.

El autor llama “plaquette” a este conjunto poético. En efecto, carece de numeración de páginas e índice y consta de seis poemas dedicados a Gustavo Ancarani. La ilustración de tapa es un incitante dibujo del villamariense Juan José Masafra. El humilde colofón reza: “Los poemas que componen la presente plaquette fueron realizados en la ciudad de Villa María, provincia de Córdoba, en el período comprendido entre febrero de 1988 y marzo de 1990. Con excepción de “Tareas”, publicado en la revista de poesía Arché (Cap. Federal, mayo 1990) el resto de los trabajos era inédito”.

Pero Arder, en su repentina aparición, me arroja una sorpresa a la cara. Plegada entre sus hojas, me llama una carta de Alejandro fechada en Villa María, el 20 de abril de 1992.

Habíamos compartido, a comienzos de ese año, un encuentro de poetas. Yo le había obsequiado un recién horneado Eucalypto y otros poemas. Alejandro, siempre enigmático, agradece, no el libro material, sino su contenido de palabras: “Querido Torres Roggero: gracias por sus palabras impresas y sobreimpresas, tengo para mi corazón…”, y desliza los títulos de seis poemas de mi librito que lo convencen. Concluye sus breves observaciones con esta promesa: “acudiré otra vez, otras veces, a estos eucalyptos, o a su sombra”.

Luego comenta: “le acerco Arder y el último número del Dragón…”. Me pide, a su vez, autorización para reproducir algunos de mis poemas “en una de las Carpetas de Poesía Argentina que comenzaré a editar a partir de mayo.” Y concluye su carta: “Ojalá en medio o al margen de su lucha cotidiana encuentre el deseo, o la oportunidad, de enviarme su opinión acerca de estas modestas iniciativas. Hasta entonces lo saluda con un fuerte abrazo cordobés Alejandro Schmidt”. Por último, transcribe cuatro versos de mi poema “La importancia”.

Releo el final, y me sobreviene el remordimiento. No recuerdo cuál fue mi respuesta; ¿fue, mi respuesta? Sin respuesta no hay comunicación ni construcción de la comunidad. Yo andaba en plena lucha de profesor de letras preocupado por acrecentar la excelencia académica como marco de sobrevivencia. Alejandro, en cambio, me instaba a encontrar la “oportunidad”, u obedecer al “deseo”. ¿Habré perdido la “oportunidad” que pintan calva y tiene un solo pelo? Suele suceder, pero lo terrible es perder el deseo como seña de encuentro con el otro.

Estas líneas, si existió, difícilmente justifiquen una omisión. Lo cierto es que la carta de Alejandro, conversación diferida, sigue hablando. Releo la dedicatoria: “Para Jorge Torres Roggero estas brasas filiales en la noche cordobesa”. ¿Brasas filiales? Busquemos en Arder su misterio y, encaremos, poniendo en actividad los sentidos que el poeta nos tiene reservados, su “tarea” de sangrar buscándole un nombre al dolor.

2.- Sangrar en un lugar oscuro

Un poema base, “Oscuro temblor”, nos cuenta que la palabra, si bien es luminosa, nace de las oscuridades y exige la aceptación sin cortapisas de nuestro lado tenebroso. En esto: “El niño que vive en mi boca no me deja mentir”. Peregrinamos por un poema construido por acumulación mediante una retahíla de versos desarticulados, una especie de escritura automática, un surrealismo encubridor en que se despliegan ciertos simbolismos inquietantes: “los drogadictos tirados en la nieve”, “la señora tenebrosa” cuya “mirada retuerce/ las líneas de las manos”. Es un salto de la ley de la lógica a la ley del corazón: “No necesitamos el pensamiento/ sólo el corazón/ incuba larvas sorprendentes”. De ahí también la mostración de senos desde los balcones, de “mujeres con cuerpos de rayo desnudo”. Pero, asimismo, más allá del subconsciente individual, emerge el subconsciente social: “El brazo gangrenado no le impide al mísero/ comer galletas en el subte”.

Dos palabras nodales se entrelazan, de golpe, en el “nudo ciego” del poema. Es un verso a todas luces extraño porque parece un título interno: “Oscuridad-Temblor”. Y continúa con la aparición de la palabra “madre” que es una de las claves de bóveda del poemario: “Madre abre las piernas: un torrente de ojos cubre el mundo; Los Otros”. Extraña puntuación, extrañas mayúsculas. Y luego la armonización por el abrazo: “Cuando te abrazo nacen círculos/ Simetría invencible/…/ Acaricias la almohada pensando en mí”.

El acorde final del poema se prefigura con la palabra “sangre” que este poemario traslada a una concordancia con “fuego” y con “arder”, con el corazón y sus latidos, con darse ciegamente a los otros en la palabra: “En cada sangre hay una criatura/ temblor atroz/ corazón/ ángel de racimos ciegos”.

Schmidt nos convida siempre a un viaje que es, en realidad, un descenso “ad ínferos”, a lo tenebroso, a una palabra que es llaga viva, parida siempre por una madre terrible: “Levanté la sombra de mi madre para/ abrigarme/ y salté hacia una nieve de palabras” (“Tareas”). Salir de la negrura y el frío (la nieve recurrente) acudiendo al sangrar y al arder. Es decir, no la palabra pasiva, sino in actu, en actualización constante. Desde las “oscuras esmeraldas” hasta la sombra que arde “detrás del firmamento”, “donde termina el mundo” (“El presidente del mundo”). Es en esta tarea donde, por fin, se define como poeta: “Nuestra tarea es sangrar/ en un lugar oscuro”.

3.- La brasa filial

Alejandro Schmidt titula a su plaqueta, Arder; y, ese es el título del poema central que evoca a una madre en Auschwitz: “cuando los niños fueron arrojados a las llamas/ una madre esperó/ que la tarde volcara su jarro de lágrimas”. Ese estallido de agua de sus ojos entrevé: “un romance de cenizas/ cuyo amor era un diente de oro en la boca de su padre muerto/ arrastrado por ganchos hacia el horno”. Auschwitz es un ominoso descenso a los infiernos y “para quedarse allí/ ella necesitó/ toda su música”. La madre, “con sus huesos vestidos de papel/ buscaba la estrella amarillenta en la fusta del lobo”, y “envolvió un mechón de cal, para saltar al otro lado del alambre”. Ella salta del infierno rodeado de alambres electrificados y “la electricidad era más suave que el espanto”.

Quemarse, arder, es volverse ceniza para dar luz y calor. Y es aquí donde aparece el signo de la “brasa filial” que evidentemente es la palabra como fertilidad, como ordenadora del mundo y de la vida: “cuando los niños crepitaban/ reconoció/ en la brasa filial/ un vestido azul con bosques y ciervos junto al lago”. La “brasa filial” es la poderosa palabra de la sangre, el griterío espantoso de las generaciones en nuestros más hondos silencios.

Solo la palabra nueva puede producir este salto: de pronto, a la visión sucede una escena de campesinos pobres rodeando el fuego, asando papas, enlazados en comunidad por la palabra antigua y creadora: un logos palaiós, pero también espermetikós: “allí/ asando papas/ los hombres contaban historias pendientes en la noche/ lejos de todo dolor/ entibiando sus manos con esos frutos/ robados de la tierra”. Habla de una reconciliación final del hombre con el hombre y con la tierra.

Cuando publicó Arder, Alejandro Schmidt editaba, desde 1987, la magnífica revista El Gran Dragón Rojo y la Mujer Vestida de Sol. El título refiere al Cap. XII del Apocalipsis. La marca escatológica de las profecías es, sin duda, el discurso que murmura, con paradójica voz poderosa, en la poética de Alejandro Schmidt. En efecto, la escena de ese capítulo se refiere a Gen. 3, 15-16. La mujer dará a luz con dolor, el Acusador (Satanás, el Dragón) la tienta y la persigue. A ella y a su descendencia. La mujer representa al pueblo de los tiempos mesiánicos, al “Israel de Dios”, al habitante liberado (rescatado) en un “nuevo cielo y una nueva tierra”. Es la madre que “abre las piernas” y un “torrente de ojos cubre el mundo; Los Otros”: “la brasa filial”.

4.- El nombre del dolor

Por último, señalo de paso, otro poema concordante con la poética de fondo apocalíptico: “Quizá dios está tratando de decirte algo”. De nuevo el viaje ad ínferos se inicia a partir de un hecho histórico puntual. Antes, Auschwitz; ahora, Vietnam: “soñé con esos niños ametrallados en el agua/ que mostró el noticiero/ ocurría al borde de una guerra asiática/ y el cielo era vestido de campesinas…” Otra vez, la matanza de niños (los “santos inocentes”) como símbolo feroz de las fuerzas materiales oscuras que dominan el mundo. Un desperdicio fatal de la energía constructora de la palabra.

Son atrocidades que ocurren mientras nuestras vidas se esparcen y dispersan en trivialidades: “durante el almuerzo discutimos acerca de/ policías y escorpiones, manicuras y marcianos/ y por último te conté mi sueño”. La pareja interroga, entonces, si encontró un nombre para su dolor: “y no, / no encontré un nombre para mi dolor”.

Entonces le responden (mediante figuras imaginarias de una “balsa de Mekong”, espantados “pájaros mecánicos”) “para todo discurso/ toda verdad”: “creo que dios está tratando de anunciarte algo/ porque yo soñé que recolectabas sangre de niños/ y escribías/ canciones triviales/ donde el silencio abría tumbas cristalinas y heladas”.

“Todo discurso/ toda verdad”. Esa es la cuestión. Schmidt utiliza la poética de las profecías, y en especial la del Apocalipsis. Es una poética transfigurada por la alternancia de visiones brotadas de lo profundo y escenas que son historia y, a la vez, alegorías. En la base, una inalterable fe en la palabra “en acto”. Alejandro es, en cierto modo, una representación del jinete del primer combate escatológico del Apocalipsis: el del caballo blanco (Cap.XII) “Su jinete se llama “Fiel” y “Veraz”, y juzga y combate con justicia (…) Lleva escrito un nombre que sólo él conoce, viste un manto empapado en sangre, y se llama “Palabra de Dios”. En efecto, Alejandro es un explorador de los peligrosos límites de la palabra humana, allí donde se revela lo innombrable.

Jorge Torres Roggero

Córdoba, 3/3/2021

(La ilustración es de una gran artista plástica: la compañera Ángeles Crovetto)

De chicos, solíamos corear una vieja oración llamada símbolo de la fe: en ella confesábamos creer en la “comunión de los santos”. Eso significa, nada menos, que la solidaridad entre las generaciones (vivas, muertas y venideras); y se manifiesta en cuanto pensamos, decimos y hacemos. Eso significa, también, que nos amenazan los mismos males y esperanzas. Por eso otra antigua oración decía: “líbranos de todos los males, pasados, presentes y futuros” (La ilustración es de una gran artista plástica: la compañera Ángeles Crovetto)(“ab omnibus malis praeteritis, praesentibus, et futuris”). Esa fe, o confianza en la certeza de que nada de la comunidad nos es ajeno, es la base de la “comunidad organizada”. Es el triunfo de la “ley del corazón”, de la solidaridad, de la amistad, el compañerismo, el codo con codo; y el saber qué lugar, aunque sea el más humilde, nos toca en cada momento. Ramón Carrillo, gran creyente y gran científico, decía la siguiente: “Debemos reconocer que en un Estado y en una sociedad planificada, el hombre no puede ser concebido sino en función de los demás hombres. Porque no sólo pensamos con el cerebro, sino que pensamos con todo el cuerpo; el hombre aislado es una utopía, ya que, si bien piensa y siente con su cerebro y su cuerpo, también piensa y siente con el cerebro y el cuerpo de los otros hombres. El hombre aislado es un artificio filosófico. Dependemos de todos los que nos rodean, incluso de los muertos que nos han legado su espíritu y sus obras.” En esa tónica, escribí este poema que comparto con ustedes. Es, también, un homenaje en el cumpleaños del General Perón nuestro Jefe y Maestro.

ESTAMOS TODOS LOS QUE SOMOS
Somos el pueblo de la Patria. Somos
Argentina de pie, todos unidos.
Venimos desde el fondo de la historia
y a nuestra marcha (no es marcha forzada)
ningún muro ha podido detenerla
porque es promesa santa
la luminosa “hora de los pueblos”.

Somos la tribu de Oberá, el enviado,
que un día salió en busca
de una tierra sin mal ni encomenderos;
y somos los mancebos de la tierra
que a Don Juan de Garay le hablaron claro
pues sólo poseer querían la tierra
que solos la ganaron en la guerra.

Somos los calchaquíes que, aun vencidos,
van deportados pero siempre unidos.
Los comuneros somos que allá en Nono
se alzaron proclamando
que la voz del común es voz del pueblo
y voz del pueblo es voz de Dios, de todos
los que abominan yugos extranjeros.

Somos el ruido sordo de la plebe
que en el glorioso Mayo
repechó tumultuosa hacia el Cabildo;
y la chusma inmortal que la carroza
de Yrigoyen tiró hasta la Rosada.

Y también somos los descamisados
brotados del subsuelo de la Patria:
todos unidos, altas las banderas
de amor y paz, para anunciar al mundo
horas de redención y de justicia,
la ley del corazón, la luz del otro.

Porque, otra vez, unidos venceremos
y saldrá el sol de Mayo para todos:
¡somos y estamos todos los que somos!

Jorge Torres Roggero
8/10/20.

Por Jorge Torres Roggero

Alberto Díaz Bagú1.- El tercer ojo quevédico

Alberto Díaz Bagú era un típico representante de una de las líneas de la generación argentina del 40. Ambas convivían en Córdoba. Y ambas sufrieron en sus filas el revulsivo cultural que significó la presencia en la historia de otros jóvenes de la misma generación que, un día de octubre, se visibilizaron para siempre en la historia. Los intelectuales, emergentes en su mayoría de una clase media vergonzante, perdieron la brújula ante el amasijo viviente de la realidad. Por eso, no dejan de tener su costado hilarante ciertos estudios sobre la poesía y las revistas de Córdoba que aplican un cuadro sinóptico de Bourdieu et alii (organizados en base a una especificidad otra y distinta) para una deslectura de la poderosa poética emergente de una realidad viva y totalizadora. Como decía el maestro Luis Jorge Prieto, hay que darse tiempo para aprender el lenguaje del otro. Solía decir: “Ya no se discute más sobre la realidad que se estudia, sino sobre lo que ciertos autores de moda han dicho sobre el tema”. Y añadía: “Hoy se considera que es hacer una investigación, a la lectura de cincuenta libros y hacer una gran manipulación de ideas (que puede estar incluso bien hecha), pero al final se llega a conclusiones a través de libros leídos y no de una reflexión propia” Por lo tanto, lo importante no es tanto la aplicación de un esquema que siempre es una abstracción, sino más lectura y diálogo con el objeto real de estudio. Es peligroso, decía Marechal, leer “con el tercer ojo quevédico”.

Va, entonces, esta semblanza de Alberto Díaz Bagú. La escribí en febrero de 1983 y la hallé en una caja de papeles amarillentos tipografiada con mi vieja Lettera. Semblanza es un término poco usado en literatura. Se lo confunde con biografía o retrato. Lo uso para fijar algunos puntos relevantes, -desde el punto de vista de los simbolismos que cultivaba-, de la obra de Alberto Díaz Bagú: poeta, amigo, mecenas.

2.- Las señas del regreso

En una antigua tablilla babilónica se habla de un huerto donde se levantaba un misterioso árbol sagrado que habían plantado los dioses. Sus raíces eran hondas y sus ramas alcanzaban el cielo. Los espíritus guardianes lo protegían y nadie podía acercarse a él. Y en Génesis 2-8 leemos: “Entonces plantó Yaveh-Elohim un jardín en Edén, al Oriente, y allí puso al hombre que había formado”. Estos datos de una historia supra humana o suprarreal, nos hablan de un tiempo fuerte, tiempo de irrupción de lo sobrenatural en la vida, en la conciencia y en la tierra del hombre. Tiempo feliz, del paraíso.

Pero también de una nostalgia, -cada hombre la trae en su corazón-, que nos habla en secreto de un ángel de luz arrojado a la tiniebla exterior, de un Adán primordial exiliado de un jardín de delicias, de otro ángel vengador armado de espada llameante y de un árbol central cuyo fruto prohibido es la inmortalidad.

Reconstruir la historia del árbol y su fruto, enfrentarse con la presencia aterradora del misterioso querubín de “mirada mortal y halo centelleante”, y luchar en el camino con los ángeles o demonios, suele ser una misión que los hombres dejan en manos de los poetas. Poeta, según el significado antiguo, es el “intérprete de la lengua de los dioses”, el intermediario árbol central de la tribu que canaliza el “descensus Dei” y el “ascensus hominis”. “Antenas celestes”, llamaba Rubén Darío a los poetas. Quizás porque estaban investidos de poder para decir “árbol”, “ángel”, “flor”, y pronunciar con esos nombres oscuros para los demás mortales “la cifra esencial” del drama de la especie.

Estas reflexiones, y otras, me sobrevinieron cuando, leyendo la obra de Alberto Díaz Bagú, me pregunté acerca de su “cifra esencial”, y por el nombre único con que pudiera nombrarlo ante los demás hermanos hombres. Y entonces me dije: todos llevamos en nuestra mente y en nuestro corazón una incurable nostalgia: ¿podremos regresar al paraíso?

Cuando ya iba a responder con absoluta certeza acerca de una radical imposibilidad, recordé que hay algunos hombres que sí han realizado ese viaje, que han ido y han vuelto (a los que no pudieron volver los hemos recluido en asilos y manicomios, porque riesgosa y terrible es la aventura) y nos han traído un mensaje lleno de frescura primordial, un elixir capaz de alimentarnos de eternidad.

Esos hombres suelen estar entre nosotros. Tal es el caso de Alberto Díaz Bagú. Como él, se ocupan en enseñar literatura, historia y filosofía en nuestros institutos secundarios y profesorados. A veces, son llamados a ocupar funciones técnicas o de dirección en nuestros organismos culturales. Esta es la parte de solidaridad con el prójimo copartícipe de la contingencia y la nostalgia. Son los que siempre están. ¿Hay que iniciar a jóvenes desorientados en la aventura central de ser hombre? Entonces Díaz Bagú creará movimientos juveniles de inspiración humanista y cristiana. O junta a otros “intranautas”, navegantes a contracorriente, buscadores de la fuente de agua viva al pie del árbol central (nombro algunos de estos tripulantes de la gran nave de locos de la poesía: J. Vocos Lescano, Alberto Arbonés, Enrique Nores Martínez, Malvina Rosa Quiroga, María Sylvia Mayorga, Jacoba D’Enerval), y funda, en los años 40, la revista filosófica y literaria Cristal, o los cuadernos literarios Presencia, o dirige, ya en la década del 60, la revista de cultura Lugones de difusión internacional.

3.- Vivencias

No hay obra sin lucha, y, por lo tanto, sin triunfo o corona. Antiguamente al poeta, al artista, al vencedor, se lo coronaba con una guirnalda de laurel. Era una representación exterior de una victoria contra las fuerzas negativas y disolventes de lo interior. Nuestro poeta identificó también su lucha con el laurel, pero no con uno de hojas fáciles de marchitarse ante el smog violento de la envidia o el falso brillo exterior, sino un árbol fecundo, capaz de ofrecer nido a esos pájaros del cielo que son los poetas. Y así nace, a finales de los 50, un editor e impresor que construye una revista, Laurel, como quien compone un poema: armonizando bajo su sombra a jóvenes y a viejos, a la voz tonante y al musitador de escondidos secretos.

La revista Laurel que es definida como “necesidad vital” de nuestros poetas “ante la ausencia casi absoluta de expresiones de idéntica naturaleza”, se convirtió en oportunidad para la difusión del poeta joven que “no publica porque no es conocido y no es conocido porque no publica”. Por eso pretende divulgar, exigir, estimular, sin paternalismos y sin padrinazgos. Recuerdo algunos nombres centrales de la revista: José B. Caribaux, Gustavo García Saraví, Rodolfo A. Godino, Osvaldo Guevara, Alberto Enrique Mazzocchi, Alcira Mensaque de Zarza, Alejandro Nicotra, Lila Perrén de Velasco, José Alberto Santiago, Jorge Torres Roggero, Carolina Vocos, Jorge Vocos Lescano.

De tal modo, Laurel (obra en la que algunos poetas jóvenes del interior se reúnen en torno a Alberto Díaz Bagú) es hoy un hito dentro de la literatura argentina. Como la poesía misma, nos habla de una posibilidad de resurrección ya que, tras veinte años de silencio, ha sido capaz de alzar de nuevo su voz en una época de oscuridad y penuria para recordar a sus compatriotas que hay un árbol central en que se anulan las contradicciones y que puede abrirse otra vez la flor de una manifestación nueva e inédita de nosotros mismos, que el ángel de la tarde es también ángel de luz. Corresponde, por lo tanto, celebrar una segunda época de Laurel iniciada casi con la década de 1980 y su abierta convocatoria a poetas de antes y de ahora. La nueva etapa incorpora una novedad: el género ensayístico.

Pero si buscamos los motivos y la finalidad última de esta victoria o laurel, debemos volver al tema inicial que nos arroja de lleno en la obra poética de Alberto Díaz Bagú. Todo hombre es un símbolo -decía León Bloy- y sólo al final de su vida se conocerá su verdadero significado. Sin embargo, el poeta nos va dejando a lo largo de la obra el rastro de oro hacia la cifra esencial.

Trazar, en tan exiguo espacio, una visión exhaustiva de la obra poética de A.D.B., sería una tarea imposible ya que se trata de una obra vasta, que incluye muchos títulos tanto en su porción édita como inédita. Nos limitaremos, por lo tanto, a mencionar sus tres libros fundamentales: El Ángel de la Tarde, Pulso del Destierro y Fábula de Octubre. La tríada entera, junto a gran parte de la obra de A.D.B. podría llevar el título general de Elegías.

La elegía es el duelo por una pérdida. Esa pérdida, en la obra que nos ocupa, puede ser la amistad, la mujer, la juventud, los descuajamientos habituales que todo hombre sobrelleva en su existencia. Pero, en definitiva, estos motivos son símbolos de una separación esencial. Entonces, la mujer perdida será íntimo símbolo del ánima y el poema un intento de reconstrucción del andrógino primordial y edénico; la juventud, el gran tiempo o estado de eternidad; y la amistad, la armonía principial con el cosmos, los ángeles, Dios.

4.- Los símbolos

De ahí la frecuencia, en Díaz Bagú, de los símbolos del ala y del ángel como mediadores nostálgicos de lo Alto con una “tierra de tierra siempre nueva”. Prevalecen, entonces, los símbolos axiales o de centro: el árbol, la flor (generalmente la rosa o el lirio) y la espada no como instrumento de muerte, sino como figura de la palabra y la verticalidad espiritual: “rosa en la mano/ espada en la cintura” (…) “Y yo que desde niño/ fui armado de la rosa caballero”. Son formas de asedio que el poeta despliega, siempre dispuesto al asalto y merodeador del paraíso perdido que un Serafín defiende de los “no-cualificados”. Hombre fronterizo, habitante de los entresijos de la luz, espera al ángel mediador que no es otro que el Ángel de la Tarde (o muerte): “Y el ángel que en la tarde me despierta/ para cruzar unidos la frontera”.

La unidad perdida o árbol total tiene una sola puerta de acceso (¿la evangélica puerta estrecha?) que es, a la vez, una salida. Comprender esta verdad más alta significa: “que para ser árbol total me falta/ dar en la muerte plenitud de fruto”. En efecto, el árbol, -según los antiguos-, era una representación de la totalidad. Habitante de los tres mundos (material, síquico, espiritual), hunde sus raíces en el suelo (materia) y su copa en el cielo (espíritu). Por él ascienden las aspiraciones hacia lo alto y bajan los influjos celestes al mundo inferior. Pero también solían figurar al árbol con las raíces en el cielo (unidad primordial) y con la copa colgando en la multiplicidad del gran follaje de la manifestación universal. Esta inversión del símbolo quizás nos explique mejor que nada la poesía de Díaz Bagú. ¿Cuál es la clave de su elegía fundamental? Ciertas palabras apareadas (“casales” de sentido) como recuerdo/olvido, evocación/presencia, fugacidad/beatitud son frecuentísimas a lo largo de la obra. Y como habrán advertido, forman pares de opuestos y complementarios. Nostalgia, ¿de qué?; espera, ¿de qué? Si el árbol hunde su raíz en el cielo, nostalgia; pero si la hunde en la tierra, espera. Nostalgia de la “beatitud de la rosa en holocausto”; espera “del vivir doloroso y transitivo”.

Pero toda nostalgia es esperanza de un regreso, y toda esperanza, es nostalgia de un tiempo venidero. El Ángel de la Tarde es el reconocimiento de la voz central que llama, y el poeta se convierte en un merodeador del paraíso y la elegía es el duelo por la pérdida.

Por su parte, Pulso del Destierro, que lleva el epígrafe del Génesis “y desterró Dios al hombre”, es, como el pulso del título lo sugiere, la vivencia profunda de la pérdida, la certeza de que el único camino de regreso a la raíz celeste del árbol es la muerte real o ritual que nos permita el ascenso. Misteriosa necesidad de tránsito, de fatigar lo transitivo en esta “dulce tierra donde vivo”.

5.- Los signos de la multiplicidad

Fábula de Octubre es la aceptación de la fugacidad del mundo y su transitoriedad. Es el árbol con las raíces en la tierra. Representado por el ave, el ángel es un mensajero de arriba. Aceptar la realidad del peregrinaje, de la precariedad del mundo manifestado, es reconocer la solidaridad amorosa con los demás sin olvidar el destino primordial. Observemos estas relaciones: 1) canto/ ave/ ángel; 2) amor/ savia/ flor.

De tal modo, “el instante” es totalidad viviente, pero símbolo de la eternidad que es un eterno presente. Curiosamente, en el poema “Ave”, al que el poeta lo señala como su autobiografía, nos muestra cómo a pesar del tono elegíaco es fundamentalmente (y quizás inconscientemente) fiel a la esperanza. En efecto, presenta a la muerte como exilio o paso (“musical suicidio”), y resultado de una exaltación, de una vida vivida con todo, como drama. Drama como acción ritual que “abre balcones a su afán divino”. Palabra y mujer se confunden ahora en tanto mediadoras con lo alto. No es casual que la última producción de Alberto Díaz Bagú se haya centrado sobre todo en excelentes obras teatrales.

Nada mejor, entonces, que un poema para resumir vida y obra del poeta. Vida entregada al ritmo sordo y contradictorio de lo contingente con tal intensidad, que la nostalgia es al fin esperanza y consubstanciación con el Adán primero: “Así, contradictorio, florezco y me desgarro/ entre el cielo y la tierra, desfallecida el ala. / A los que me preguntan les digo: Soy de barro. / Soy lo que soy, y queda, esencia buena o mala. / Y cuando finalmente comience mi descanso;/ grabad esta leyenda sobre la piedra dura;/ Adán aquí reposa, en sueño de remanso, / y le hace compañía su amante la ternura”.

Jorge Torres Roggero

Febrero de 1983

Por Jorge Torres Roggero

Rebelión utensilios1.- La danza de los evos

No es mi propósito discutir cronologías ni períodos de la historia prehispánica de incas y mayas. Mi intento se dirige a llamar la atención sobre ciertas tradiciones enraizadas a los milenarios originarios circulantes en nuestra América y las preguntas que suscitan: ¿los mensajes ocultos en las reprofundos de los pueblos resuellan en sintonía con el miriás (kilias) grecolatino, el mavantara hindú o  el kalpa chino? Más aún, ¿por qué es tan pesado el silencio de la historia cuando hablamos de la “palabra antigua” de los pueblos americanos?

Sabemos que el número 1000 funciona sólo como un símbolo para referirse a períodos, eras o edades. Las cifras míticas no se refieren a cronologías precisas sino a las señales (inscriptas en la conciencia profunda del lenguaje) que anuncian la decadencia y destrucción de una cultura (religión, arte, economía, instituciones) y el advenimiento de un Gran Día, o nueva era (evo). A veces me pregunto qué se escondía tras ciertas palabras de Yrigoyen y Perón: uno hablaba del “alba del Gran Día”; otro, de “la hora de los pueblos”.

Volviendo al tema, es bueno recordar que los “libros” y tradiciones sagradas (logos palaiós) de incas y mayas nos avisan de la rebelión de la naturaleza para desquitarse de las perversiones humanas. Llega un tiempo en que todo objeto inanimado manufacto por el hombre se levanta para someterlo a castigo y mortificación. Aquello que Hesíodo llamaba “edad de hierro” y los hindúes “edad oscura” entre los pueblos americanos se lo ha nombrado, con un misterioso oxímoron: “sol de oscuridad”.

Ocurre que, entre dos edades, acontece un “tiempo de noche”. Es un tiempo de cesación, de silencio de los dioses, intervalo de incertidumbre y de suspensión de la vida en el universo. Sin entrar en paralizantes urdimbres filológicas, voy a usar para nombrar el proceso de aniquilamiento de “una humanidad anterior” las palabras pachacuti (incas) o tonatiuch (mayas) para señalar aquellos momentos “en que sol se cansa de caminar y se oculta los vivientes”. Es, por cierto, el símbolo de una humanidad que ha colmado su margen de intemperancias y vicios. Entonces, el mundo se trastorna y ocurren diversas catástrofes que destruyen a los hombres. A esa calamidad de la población y las civilizaciones, la “palabra antigua” la representa, según las culturas y las épocas, por el hambre, la peste, el agua o el fuego. A la destrucción, sucede el tiempo de tinieblas cósmicas, desaparece el sol y la humanidad vuelve de nuevo los ojos al cielo. Aterrorizados por el alzamiento de los objetos inanimados, esperan con ansia una nueva aurora, una nueva luz interior y exterior. En ese intervalo de tinieblas, es cuando las herramientas del hombre y los husos de las mujeres se convierten en culebras y víboras según narra la crónica de Montesinos, en coincidencia con el relato del Padre Francisco Dávila, párroco de Huarochirí, a comienzos del S. XVII.

2.- Francisco Dávila: niño expósito, mestizo, erudito, apóstol

El Dr. Francisco Dávila (1573-1647) fue un “niño expuesto”. Lo abandonaron en Cusco, donde nació, en el portal de una poderosa familia. Era mestizo, pero él prefirió ser considerado siempre un “expósito”. Como mestizo, no hubiera sido admitido en la universidad y tampoco podría haber sido ordenado sacerdote. Fue teólogo, doctrinero y pastor de almas. Se desempeñó como párroco de San Damián (1597) en Huarochirí, Huánuco, el futuro pago de César Vallejo. Si bien su propósito fue erradicar las “idolatrías”, procuró hacerlo mediante la predicación y preocupándose por lograr una mejor vida para sus feligreses mediante el trabajo personal y comunal.

Hombre de amplia cultura, conocía más que nadie la lengua, la mentalidad y las costumbres de los aborígenes. Se dedicó a recopilar tradiciones y leyendas de los pueblos autóctonos. Se interesó sobre todo en los ritos y creencias de los antiguos. En 1598 transcribió los relatos orales al quichua. El manuscrito pasó a ser considerado un texto imprescindible para conocer las vivencias, los modos de pensar y las formas de expresión del pueblo nativo. De entre su maravilloso mundo, vale rescatar ciertos acontecimientos que, a lo mejor, nos hablan también de nuestro presente.

Cuenta, entonces, en quichua, que en una época muy lejana (ñaupa pacha), el sol se escondió y el mundo quedó en oscuridad. Ese tiempo antiguo también fue reafirmado en otros textos por Garcilaso de la Vega, Cieza de León, Salcamayhua y, sobre todo, Hernando de Montesinos. Lo interesante del doctrinero de Huarochirí es que añade la rebelión de los utensilios del hombre y la naturaleza al tiempo de oscuridad. Los morteros, las manos de moler y los animales domésticos se levantaron contra sus “dueños” y los atacaron.

Según José Imbelloni (1979), la escena que narra Dávila no es una representación americana de influencias religiosas europeas. En efecto, un fresco del templo de Moche que se exhibe en el Museo Arqueológico de Lima , representa varias escenas de combates de los utensilios contra los hombres. Más aún, en una reproducción igual que se expone en el Museo de Historia Natural de Chicago, se observa cómo los utensilios tienen aferrados a los guerreros por los cabellos, los azotan con gruesas macanas y los acribillan con dardos (ver ilustración).

Y bien, esas son señales del punto final de una edad del mundo. Como el sol “se cansó de caminar”, “ocultó su luz y no apareció”. Tras la decadencia moral y física de los pobladores, el desvanecimiento del estado, los fenómenos celestes manifiestan un acceso de cólera de la Madre Tierra y sobreviene el exterminio de una humanidad.

Este relato lineal configura un continuo: período de tinieblas, grandes alaridos y llantos, y el alzamiento de los objetos familiares del hombre y la mujer. No es un dato menor que tal crisis del mundo es irreversible y se cumplirá indefectiblemente en “todos sus pasos”. Mientras, los pueblos sobrevivientes alientan la esperanza de un nuevo amanecer, un nuevo sol para dar calor a formas vitales y políticas completamente nuevas.

3.- El murciélago de la muerte

Tengo ante mis ojos el Popol-Vuh de Editorial Losada, 1965. Es la versión que, tras cuarenta años de estudios realizó el profesor francés Georges Raynaud. En 1927, la tradujeron al español dos de sus discípulos: el mexicano J.M. González de Mendoza y el guatemalteco Miguel Angel Asturias, futuro Premio Nóbel, que vivió en Argentina donde publicó gran parte de su obra. Ellos le dieron este título a su traducción: Los Dioses, los Héroes y los Hombres de Guatemala antigua.

Es la antigua historia del  pueblo Quiché. En el libro se manifiesta y aclara lo que estaba escondido. Narra cómo en un principio nada existía. Solo inmovilidad, silencio, tinieblas, noche. Entonces, vino la Palabra. Los Poderosos del Cielo crearon hombres construidos en madera que se reprodujeron, hablaron y “existió la humanidad en la superficie de la tierra”. Pero esos hombres y mujeres no tenían “ni ingenio, ni sabiduría”, y se habían olvidado de sus creadores: “Ningún recuerdo de sus Formadores (…) andaban, caminaban sin objeto”. O sea, “no había ninguna sabiduría en sus cabezas ante sus (…) Formadores, sus Animadores”.

Entonces llegó el fin de aquellos “muñecos” construidos de madera: “El Murciélago de la Muerte vino a cortarles la cabeza”. A causa de esto se “obscureció la faz de la tierra”: “Los animales pequeños, los animales grandes, llegaron; la madera, la piedra, manifestaron sus rostros. Sus piedras, sus vajillas de barro, sus escudillas, sus ollas, sus perros, sus pavos, todos hablaron; todos, tantos cuantos había manifestaron sus rostros”. “Nos hicisteis daño, nos comisteis; os toca el turno: seréis sacrificados”, les dijeron sus perros, sus pavos. Todas las cosas y los animales comenzaron, de ese modo, a quejarse del afán destructivo del hombre: “Descorteza, descorteza, rasga, rasga”, dicen las piedras de moler. Los acusan de “haber cesado de ser hombres” y, por lo tanto, deberán soportar la fuerza de animales y utensilios: “Amasaremos, morderemos vuestra carne”. Y prosiguen: “¿Cómo no razonabais? ¿Cómo no pensabais en vosotros mismos? Ahora sufriréis los huesos de nuestras bocas”. También hablan las vajillas de barro y les anuncian que, a su tiempo, los quemarán.

Los hombres corren desesperados. Quieren subir a sus mansiones, pero se les caen encima; intentan trepar a los árboles, pero los árboles los revolean lejos; quieren entrar a los agujeros, pero “las cuevas despreciaron su rostro”. ¿Cuál fue la transgresión de esos hombres? Tenían palabras, pero prefirieron ser muñecos (tabula rasa) y, al olvidarse de sus creadores, utilizaron su técnica para destruir y su poder para dañar y devorar la vida animal. Por eso, “sus bocas, sus rostros, fueron todos destruidos, aniquilados”.

Se están simbolizando, sin duda, épocas de pestilencia, guerra, hambre, en que, además, se toma la mentira por verdad: “el mundo se trastorna y se renueva”, diría el fraile Montesinos. Es bueno saber que la “palabra antigua”, en ciertas épocas, está amordazada y solamente habla por lo bajo, entrecortada e ininteligible. Las carcajadas y los bailes espásticos de nuestras fiestas electrónicas, ¿pueden mudar en una especie de paradójico continuum en alaridos y llantos? Así como los antiguos americanos daban gritos llamando a su padre el Sol, también nuestros libros proféticos por boca del profeta Joel claman: “El sol y la luna se oscurecen y las estrellas pierden brillo” (4,15) “Y realizaré prodigios /en el cielo y en la tierra/ sangre y fuego y columnas de humo” (3,3). Y en II Pedro dice: “Entonces los cielos se desharán con ruido ensordecedor, los elementos, abrasados, se disolverán; y la tierra y cuanto contiene se consumirá” (3,10).

4.- La Pospandemia

En esta época de cuarentena, aislamiento y acecho de un enemigo sin rostro, la imagen del día fatídico que predican las tradiciones ancestrales de los pueblos vuelve a repicar en las mentes y los corazones. Comienzan a resonar, con “sordos ruidos”, las estrofas del “Dies Irae” del franciscano Tomás de Celano. Han retornado olvidados ritos que los cultos religiosos habían silenciado, salen en procesión imágenes que hace siglos resultaron milagrosas para liberar de pestilencias y calamidades. Algunos de esos sucesos del pasado (no ya los relatos de los libros sagrados) resultan un tipo o figura de las mutaciones actuales: las profecías hablan cuando se cumplen. No faltan los que, desde una visión laica, hablan de una tercera guerra mundial en curso y de una postguerra de rostro impredecible. De todos modos, desde las profundidades, relatos y visiones del logos palaiós persisten en avisar sobre las consecuencias de las perversiones y traiciones de un sistema de poder hegemónico y destructivo.

Entonces, se suscita la pregunta: ¿habrá un cambio? ¿Todo seguirá igual y, en consecuencia, se repetirán las pestilencias pero cada vez más mortíferas y universales? ¿Para qué sirven el poder militar y económico? ¿Y el dominio y explotación de los pueblos, razas, clases y géneros? Algo es cierto. Tanto la tradición judeo-cristiana como las tradiciones aborígenes muestran identidades intelectuales y formales en las descripciones vatídicas.

En un reciente artículo titulado “Alternativas posibles poscoronavirus” (Hoy Día, 1/7/20), Leonardo Boff postula que “bajo el modo de producción capitalista hemos roto todos los lazos con la naturaleza” que no es un reservorio ilimitado de recursos. La vieja Pacha Mama, que es un organismo vivo y nunca deja de articularse para producir y reproducir todo tipo de vida, “ha comenzado a rebelarse y contraatacar mediante el calentamiento global, los eventos extremos de la naturaleza, y el “envío de las armas letales que son los virus y bacterias”; entre ellos, la Covid 19, “invisible, global, letal”.

Ante el virus, nada pueden las potencias militaristas. ¿De qué sirven las armas de destrucción masiva? La Covid 19 cayó como un rayo sobre el anarcocapitalismo y sus dogmas han sido sitiados por el enemigo invisible. Todo el mundo se pregunta: ¿debemos salvar vidas humanas o preservar la economía? El capitalismo se empecina en privilegiar la economía. Tal el caso del presidente Bolsonaro (El País, 27/7/20) que vetó la obligación de llevar barbijos en las cárceles, escuelas y templos; negó la ayuda financiera a los Estados sin recursos; persiguió a los gobernadores que se empeñan en combatir la pandemia; los amenazó de considerar corrupción la compra de respiradores e insumos. Y hasta vetó la garantía de acceso al agua potable. Según algunos, hay señales precisas de que existe un crimen de exterminio y lesa humanidad sobre las comunidades indígenas: “El genocidio no es sólo poner a gente contra una pared (o en una cámara de gas) y fusilarla. El genocidio también ocurre al suprimir las condiciones necesarias para la vida y la salud” (El País, cit.). Eliminar al indígena es un modo de derribar el obstáculo que impide utilizar sus tierras y la riqueza natural. Las comunidades indígenas, las comunas andinas, los minifundios criollos, son los garantes del medio ambiente y el patrimonio natural y cultural de los latinoamericanos.

5.- El  buen vivir y convivir

Pero los “señores del mundo” persisten en su adoración al “dios dinero”, al ídolo devorador de vidas y pueblos. Durante la pandemia, todos los medios así lo informan, el dueño de Amazon, Jeff Bezos, ganó trece mil millones de dólares en un solo día y los milmillonarios de Sudamérica aumentaron, en promedio, 27% sus ganancias. En consecuencia, nada hace suponer el advenimiento de un mundo en que se reconstruya la cooperación entre los pueblos, la solidaridad social y el cuidado común de la vida. Basta mencionar que el dueño de Tesla, Elon Musk, socio de EE. UU en la revitalización del plan espacial para dominar las comunicaciones del futuro mediante un enjambre de satélites, proclama sin pudor su intervención directa en el golpe de estado de Bolivia y su disposición a intervenir en todo lugar donde esté en juego el apoderamiento del litio. ¿Seremos los argentinos las futuras víctimas, los próximos ajusticiados por el Imperio?

Según el “antiguo lenguaje”, la persistencia de “una humanidad” o “cultura” en sus actos perversos desemboca ineludiblemente en el “dies irae”. Pero no hacen falta los libros sagrados. Cualquier ciudadano ornado de sentido común se da cuenta que volver a lo de antes sería un suicidio. Tampoco faltan científicos (profetas de la razón matemática) que advierten sobre pandemias de mayor virulencia y letalidad que sobrevendrán si continúa la agresión sobre la naturaleza y su mayor creación: el hombre.

Leonardo Boff, en el artículo citado, intentando responder a la pregunta sobre la pospandemia, imagina cinco alternativas. Elige la quinta: “La quinta alternativa sería el buen vivir y convivir, ensayada durante siglos por los pueblos andinos. Es profundamente ecológica, porque considera a todos los seres como portadores de derechos. El eje articulador es la armonía que comienza con la familia, con la comunidad, con la naturaleza, con todo el universo, con los antepasados y con la Divinidad”. Es un “alto grado de utopía”, concluye Boff.

Llegados a este punto, cabe aclarar que, en Argentina, ese ideal que se presenta como irrealizable tuvo su principio de concreción a partir del 17 de octubre de 1945. Si bien fue mutilado por el odio y la violencia, el proyecto peronista planteó desde un primer momento el modo de salir del laberinto, de romper las redes del capitalismo salvaje.

Eva Perón, desde una perspectiva mística y mítica, pregonaba, citando a León Bloy, que el justicialismo era “el rostro de Dios en las tinieblas”. En realidad, había descubierto con fe inquebrantable, que de todo laberinto o calamidad se sale por lo alto: “En los cataclismos, -predicaba Perón en la Comunidad Organizada-,  la pupila del hombre ha vuelto a ver a Dios y, de reflejo, ha vuelto a divisarse a sí mismo (…) Los rencores y los odios que hoy soplan sobre el mundo, desatados entre los pueblos y entre los hermanos, son el resultado lógico, no de un itinerario cósmico de carácter fatal, sino de una larga prédica contra el amor. Ese amor que procede del conocimiento de sí mismo e, inmediatamente, de la comprensión y la aceptación de los motivos ajenos”. Resemantiza entonces el término armonía con el sentido de “plenitud de la existencia”. Y agrega: “Nuestra comunidad tenderá a ser de hombres y no de bestias. Nuestra disciplina tiende a ser conocimiento, busca ser cultura. Nuestra libertad, coexistencia de  libertades, procede de una ética para la que el bien general se halla siempre vivo, presente, indeclinable. El progreso social no debe mendigar ni asesinar, pero es necesario realizarlo con la «conciencia plena de su inexorabilidad”. Por eso la sociedad tenderá a ser “una armonía sin disonancia ninguna”, un colectivismo logrado por la “superación, por la cultura, por el equilibrio”. En consecuencia, la justicia no será un término “insinuador de violencia, sino una persuasión general”. “La alegría de ser” será la clave de toda existencia porque el individuo podrá realizarse a sí mismo en una comunidad en que todos se realizan. Esa es nuestra doctrina y esa es, entonces, nuestra esperanza de antes, de ahora y de después de la pandemia. En el horizonte, a través de la borrasca, se vislumbra el alba del quinto sol y su “alto grado de utopía”: la “armonización de la misión individual, familiar y colectiva”. ¡Jallalla!

Fuentes:

Anónimo (1965). Popol-Vuh, Buenos Aires: Losada

Biblia de Jerusalén

Boff, Leonardo, 1/7/2020, “Alternativas posibles poscoronavirus”. En: Hoy Día Córdoba.

Brum, Eliane, 25/7/2020, “Hay indicios significativos para que autoridades brasileñas, incluido Bolsonaro, sean investigados por genocidio”. En: El País. Entrevista a la jurista Deisy Ventura.

Imbelloni, José (1979). Religiosidad indígena americana. Buenos Aires: Castañeda.

Perón, Juan Domingo (1973). La Comunidad Organizada. Buenos Aires: Cepe

Jorge Torres Roggero

Profesor Emérito. Universidad Nacional de Córdoba

31/7/2020. Fiesta de San Iñigo de Loyola.