por Jorge Torres Roggero
1.- Un diálogo diferido
Hace poco los hice partícipes de mi inesperado encuentro con Canto a los míos de Miguel Ángel Piccato. Hoy, bendito azar, perdido entre libros más voluminosos, mis dedos dieron con Arder (1991, La Pared) de Alejandro Schmidt. Ante su irremediable ausencia, silencio doloroso; pero, también, el resonar en los adentros de su voz clamante en el desierto.
El autor llama “plaquette” a este conjunto poético. En efecto, carece de numeración de páginas e índice y consta de seis poemas dedicados a Gustavo Ancarani. La ilustración de tapa es un incitante dibujo del villamariense Juan José Masafra. El humilde colofón reza: “Los poemas que componen la presente plaquette fueron realizados en la ciudad de Villa María, provincia de Córdoba, en el período comprendido entre febrero de 1988 y marzo de 1990. Con excepción de “Tareas”, publicado en la revista de poesía Arché (Cap. Federal, mayo 1990) el resto de los trabajos era inédito”.
Pero Arder, en su repentina aparición, me arroja una sorpresa a la cara. Plegada entre sus hojas, me llama una carta de Alejandro fechada en Villa María, el 20 de abril de 1992.
Habíamos compartido, a comienzos de ese año, un encuentro de poetas. Yo le había obsequiado un recién horneado Eucalypto y otros poemas. Alejandro, siempre enigmático, agradece, no el libro material, sino su contenido de palabras: “Querido Torres Roggero: gracias por sus palabras impresas y sobreimpresas, tengo para mi corazón…”, y desliza los títulos de seis poemas de mi librito que lo convencen. Concluye sus breves observaciones con esta promesa: “acudiré otra vez, otras veces, a estos eucalyptos, o a su sombra”.
Luego comenta: “le acerco Arder y el último número del Dragón…”. Me pide, a su vez, autorización para reproducir algunos de mis poemas “en una de las Carpetas de Poesía Argentina que comenzaré a editar a partir de mayo.” Y concluye su carta: “Ojalá en medio o al margen de su lucha cotidiana encuentre el deseo, o la oportunidad, de enviarme su opinión acerca de estas modestas iniciativas. Hasta entonces lo saluda con un fuerte abrazo cordobés Alejandro Schmidt”. Por último, transcribe cuatro versos de mi poema “La importancia”.
Releo el final, y me sobreviene el remordimiento. No recuerdo cuál fue mi respuesta; ¿fue, mi respuesta? Sin respuesta no hay comunicación ni construcción de la comunidad. Yo andaba en plena lucha de profesor de letras preocupado por acrecentar la excelencia académica como marco de sobrevivencia. Alejandro, en cambio, me instaba a encontrar la “oportunidad”, u obedecer al “deseo”. ¿Habré perdido la “oportunidad” que pintan calva y tiene un solo pelo? Suele suceder, pero lo terrible es perder el deseo como seña de encuentro con el otro.
Estas líneas, si existió, difícilmente justifiquen una omisión. Lo cierto es que la carta de Alejandro, conversación diferida, sigue hablando. Releo la dedicatoria: “Para Jorge Torres Roggero estas brasas filiales en la noche cordobesa”. ¿Brasas filiales? Busquemos en Arder su misterio y, encaremos, poniendo en actividad los sentidos que el poeta nos tiene reservados, su “tarea” de sangrar buscándole un nombre al dolor.
2.- Sangrar en un lugar oscuro
Un poema base, “Oscuro temblor”, nos cuenta que la palabra, si bien es luminosa, nace de las oscuridades y exige la aceptación sin cortapisas de nuestro lado tenebroso. En esto: “El niño que vive en mi boca no me deja mentir”. Peregrinamos por un poema construido por acumulación mediante una retahíla de versos desarticulados, una especie de escritura automática, un surrealismo encubridor en que se despliegan ciertos simbolismos inquietantes: “los drogadictos tirados en la nieve”, “la señora tenebrosa” cuya “mirada retuerce/ las líneas de las manos”. Es un salto de la ley de la lógica a la ley del corazón: “No necesitamos el pensamiento/ sólo el corazón/ incuba larvas sorprendentes”. De ahí también la mostración de senos desde los balcones, de “mujeres con cuerpos de rayo desnudo”. Pero, asimismo, más allá del subconsciente individual, emerge el subconsciente social: “El brazo gangrenado no le impide al mísero/ comer galletas en el subte”.
Dos palabras nodales se entrelazan, de golpe, en el “nudo ciego” del poema. Es un verso a todas luces extraño porque parece un título interno: “Oscuridad-Temblor”. Y continúa con la aparición de la palabra “madre” que es una de las claves de bóveda del poemario: “Madre abre las piernas: un torrente de ojos cubre el mundo; Los Otros”. Extraña puntuación, extrañas mayúsculas. Y luego la armonización por el abrazo: “Cuando te abrazo nacen círculos/ Simetría invencible/…/ Acaricias la almohada pensando en mí”.
El acorde final del poema se prefigura con la palabra “sangre” que este poemario traslada a una concordancia con “fuego” y con “arder”, con el corazón y sus latidos, con darse ciegamente a los otros en la palabra: “En cada sangre hay una criatura/ temblor atroz/ corazón/ ángel de racimos ciegos”.
Schmidt nos convida siempre a un viaje que es, en realidad, un descenso “ad ínferos”, a lo tenebroso, a una palabra que es llaga viva, parida siempre por una madre terrible: “Levanté la sombra de mi madre para/ abrigarme/ y salté hacia una nieve de palabras” (“Tareas”). Salir de la negrura y el frío (la nieve recurrente) acudiendo al sangrar y al arder. Es decir, no la palabra pasiva, sino in actu, en actualización constante. Desde las “oscuras esmeraldas” hasta la sombra que arde “detrás del firmamento”, “donde termina el mundo” (“El presidente del mundo”). Es en esta tarea donde, por fin, se define como poeta: “Nuestra tarea es sangrar/ en un lugar oscuro”.
3.- La brasa filial
Alejandro Schmidt titula a su plaqueta, Arder; y, ese es el título del poema central que evoca a una madre en Auschwitz: “cuando los niños fueron arrojados a las llamas/ una madre esperó/ que la tarde volcara su jarro de lágrimas”. Ese estallido de agua de sus ojos entrevé: “un romance de cenizas/ cuyo amor era un diente de oro en la boca de su padre muerto/ arrastrado por ganchos hacia el horno”. Auschwitz es un ominoso descenso a los infiernos y “para quedarse allí/ ella necesitó/ toda su música”. La madre, “con sus huesos vestidos de papel/ buscaba la estrella amarillenta en la fusta del lobo”, y “envolvió un mechón de cal, para saltar al otro lado del alambre”. Ella salta del infierno rodeado de alambres electrificados y “la electricidad era más suave que el espanto”.
Quemarse, arder, es volverse ceniza para dar luz y calor. Y es aquí donde aparece el signo de la “brasa filial” que evidentemente es la palabra como fertilidad, como ordenadora del mundo y de la vida: “cuando los niños crepitaban/ reconoció/ en la brasa filial/ un vestido azul con bosques y ciervos junto al lago”. La “brasa filial” es la poderosa palabra de la sangre, el griterío espantoso de las generaciones en nuestros más hondos silencios.
Solo la palabra nueva puede producir este salto: de pronto, a la visión sucede una escena de campesinos pobres rodeando el fuego, asando papas, enlazados en comunidad por la palabra antigua y creadora: un logos palaiós, pero también espermetikós: “allí/ asando papas/ los hombres contaban historias pendientes en la noche/ lejos de todo dolor/ entibiando sus manos con esos frutos/ robados de la tierra”. Habla de una reconciliación final del hombre con el hombre y con la tierra.
Cuando publicó Arder, Alejandro Schmidt editaba, desde 1987, la magnífica revista El Gran Dragón Rojo y la Mujer Vestida de Sol. El título refiere al Cap. XII del Apocalipsis. La marca escatológica de las profecías es, sin duda, el discurso que murmura, con paradójica voz poderosa, en la poética de Alejandro Schmidt. En efecto, la escena de ese capítulo se refiere a Gen. 3, 15-16. La mujer dará a luz con dolor, el Acusador (Satanás, el Dragón) la tienta y la persigue. A ella y a su descendencia. La mujer representa al pueblo de los tiempos mesiánicos, al “Israel de Dios”, al habitante liberado (rescatado) en un “nuevo cielo y una nueva tierra”. Es la madre que “abre las piernas” y un “torrente de ojos cubre el mundo; Los Otros”: “la brasa filial”.
4.- El nombre del dolor
Por último, señalo de paso, otro poema concordante con la poética de fondo apocalíptico: “Quizá dios está tratando de decirte algo”. De nuevo el viaje ad ínferos se inicia a partir de un hecho histórico puntual. Antes, Auschwitz; ahora, Vietnam: “soñé con esos niños ametrallados en el agua/ que mostró el noticiero/ ocurría al borde de una guerra asiática/ y el cielo era vestido de campesinas…” Otra vez, la matanza de niños (los “santos inocentes”) como símbolo feroz de las fuerzas materiales oscuras que dominan el mundo. Un desperdicio fatal de la energía constructora de la palabra.
Son atrocidades que ocurren mientras nuestras vidas se esparcen y dispersan en trivialidades: “durante el almuerzo discutimos acerca de/ policías y escorpiones, manicuras y marcianos/ y por último te conté mi sueño”. La pareja interroga, entonces, si encontró un nombre para su dolor: “y no, / no encontré un nombre para mi dolor”.
Entonces le responden (mediante figuras imaginarias de una “balsa de Mekong”, espantados “pájaros mecánicos”) “para todo discurso/ toda verdad”: “creo que dios está tratando de anunciarte algo/ porque yo soñé que recolectabas sangre de niños/ y escribías/ canciones triviales/ donde el silencio abría tumbas cristalinas y heladas”.
“Todo discurso/ toda verdad”. Esa es la cuestión. Schmidt utiliza la poética de las profecías, y en especial la del Apocalipsis. Es una poética transfigurada por la alternancia de visiones brotadas de lo profundo y escenas que son historia y, a la vez, alegorías. En la base, una inalterable fe en la palabra “en acto”. Alejandro es, en cierto modo, una representación del jinete del primer combate escatológico del Apocalipsis: el del caballo blanco (Cap.XII) “Su jinete se llama “Fiel” y “Veraz”, y juzga y combate con justicia (…) Lleva escrito un nombre que sólo él conoce, viste un manto empapado en sangre, y se llama “Palabra de Dios”. En efecto, Alejandro es un explorador de los peligrosos límites de la palabra humana, allí donde se revela lo innombrable.
Jorge Torres Roggero
Córdoba, 3/3/2021