Por Jorge Torres Roggero
1.- El alma que canta
Leyendo el trajinado Evaristo Carriego (1930) de J.L. Borges, en el capítulo “Las Letras”, tropecé con este conjetural vaticinio: “…es verosímil que, hacia 1990 surja la sospecha o la certidumbre de que la verdadera poesía de nuestro tiempo no está en La urna de Banchs o en Luz de provincia de Mastronardi, sino en las piezas imperfectas que se atesoran en El alma que canta”. Líneas antes, había perorado sobre el “valor desigual” de las letras de tango que proceden “de centenares y de miles de plumas heterogéneas”. Vaticinaba, por lo tanto, en 1930, que al cabo de más de medio siglo, esas letras configurarían “un inextricable corpus poeticum” que “los historiadores de literatura leerán, o a lo mejor vindicarán”. Más aún, merecerán “la veneración de los eruditos” lo que permitirá “polémicas y glosarios”.
Ahí no más me puse a elucubrar sobre la opacidad de lo autobiográfico. El pasado, sobre todo cuando es bastante lejano, es una trama de hechos. Uno puede comenzar a anotarlos, luego a escribirlos y hasta puede creer que los recuerdos son precisos. Serían lo que habitualmente llamamos memorias. El tiempo de la memoria parece ser el pretérito indefinido, lo que “ya fue”. Nos imaginamos a nosotros mismos en busca de significados. Si somos sinceros, la operación imaginativa estará guiada por la conciencia y la lucidez.
Ahora bien, otra cosa es hablar de recuerdo (re– volver a, cor, cordis, – corazón). El recuerdo también opera con la imaginación, pero nos conecta con el pasado a través de una “masa de afectos”. O sea, mediante una especie de ciencia tradicional o resumen práctico de la experiencia individual en tanto sujeto histórico. De pronto algo que “nos es dado” en presente comienza a percibir lo que “no nos es dado”: los significados ocultos del pasado. No es memorar hechos materiales (fácticos) de fácil captación porque no se trata de un pasado artificial. El recuerdo viene a representar vivencias que estuvieron ausentes de la percepción en determinado momento. Eso que “no está dado” vive latente en lo que creo ser. Pero ya el tiempo verbal es el pretérito imperfecto. Es algo que está siendo, algo que no ha llegado a su término. Es volver y volver a sentir. Un “sentipensar”, dirían las mujeres con pollera de Bolivia.
Lo que voy a contar, ¿puede ejemplificar dos casos de operación imaginativa tanto de la memoria como del recuerdo? Vuelvo, no como ostentación subjetiva sino como introspección inquisitiva, a mi genealogía como “hombre de letras”. Toda mi vida fue entregada a la literatura. En ella convivieron siempre (“en adulterio anómalo”, diría Lugones), dos necesidades: subsistir y expresarme.
Es el caso que, durante décadas, tuve que responder a la inevitable pregunta de “cómo se me dio por escribir”. Yo atribuía esa génesis a una anomalía ortográfica. En efecto, en los inicios del secundario estaba avergonzado por mi pésima ortografía. No había forma de mejorar. Alguien recomendó que leyera mucho. Fue así que entré a leer y releer las antologías que entonces se estilaban y únicos libros a mi alcance. Era un amasijo informe de “épocas” y “estilos”: clásico, barroco, neoclásico, romántico, modernista, más una módica vislumbre, casi nada, de vanguardias.
De ahí a aficionarme a “escribir como” para practicar ortografía, medió un tranco. Por lo tanto, no sólo curé mis errores ortográficos, sino que me enfervoricé con la poesía y las poéticas: “Ese fue, concluía, mi encuentro con la literatura”.
Sin embargo, esa operación imaginativa dejaba sin hablar una “masa de afectos” que andaba cantando a los gritos en mi inconsciente siempre inabarcable, inexplicable y lleno de habladurías. En mi casa, un hogar popular y feliz de la década del cuarenta y comienzos de los cincuenta, nadie había pasado la escuela primaria, no había libros ni biblioteca. Los grandes “popes” del canon literario, incluido el autor de Evaristo Carriego, eran perfectos desconocidos. No Carriego, porque la maestra nos hacía leer “La silla que ahora nadie ocupa”. ¿Cuál era, entonces, mi conexión con la invisible hebra ardiente de la tradición poética? Fue cuando “recordé”: las revistas sociales y populares. Y en este preciso instante oigo a mi abuela usar el verbo “recordar” con el viejo sentido de “despertar”.
Volvamos a lo nuestro. Había para mí dos revistas especiales: la de la Unión Ferroviaria y El Alma que canta. En ambas, el alma popular que nos habitaba se elevaba, discepoleanamente, “buscando el cielo”. En una, cohabitaban la demanda social y la cultural; en la otra, la poesía como canto y voz del pueblo tomaba la palabra, invadía las gargantas, expresaba sentimientos soterrados.
El Alma que canta, cuya tapa siempre llevó el mismo papel que en su interior, difundía letras y poemas populares. ¿Cuál es su historia? No he encontrado, todavía, estudios académicos específicos, pero circula una sólida y unánime leyenda en los blogs dedicados a la cultura tanguera.
Su fundador fue un siciliano de quince años que trabajaba en el puesto de diarios de los hermanos Canaro, Entre Ríos y Constitución, a un paso del lujoso hall del entonces F.C. Sud. El canillita Vicenzo Buccheri (Bucchieri para migraciones) edita, selecciona, publica y distribuye su revistita. Por mucho tiempo, no llevó año, ni número, ni fecha. Solo decía: “Sale cuando puede”. La primera tirada (doce páginas) fue de cinco mil ejemplares.
Era una época en que los cantores/payadores iban migrando de los trashumantes circos criollos a los teatros urbanos. Entonces, al tanito se le ocurre publicar una revista con letras de estilos, milongas, cifras y coplas que los cantores/payadores, poetas populares, cantaban en sus “funciones” y difundían en folletos. Además, ya comenzaban a ponerse en boga las letras de tango.
Ahora bien, obsérvese esto: ¿Dónde se imprimía el inicial folleto de doce páginas? En la imprenta de “La Protesta”. No caben dudas de que esa relación con el anarquismo estaba predicando que la revista era una manera de protestar: difundir y promover a los creadores populares entre los que no eran pocos los libertarios. No es casual que publicara a Alberto Ghiraldo o Silverio Manco. Hacia 1928, El alma que canta llegó a los doscientos cincuenta mil ejemplares y más de sesenta páginas.
Alberto Vaccareza, autor de inolvidables sainetes y de La biblia gaucha, llegó a decir: “A El alma que canta la lee desde el presidente de la Nación hasta el último peón”. Se refería a los peones rurales. ¿Podría ser objeto de estudio la energía alfabetizadora de este tipo de publicaciones populares? Según cuentan, cierto día, Almafuerte se cruzó con el canillita italiano en la estación Constitución, le alargó un poema y le dijo: “Tome m’hijo para su revistita”. Pero ese encuentro resulta inverosímil. La revista apareció en algún momento de 1916 y Almafuerte murió en febrero de 1917.
Hacia 1925, se incorpora a la redacción un telegrafista italiano, Juan B. Rimoli. En adelante, sería el poeta lunfardesco de la “musa mistonga”, Dante Linyera. Porque El alma que canta fue un centro de difusión de la poesía lunfarda. ¿Y si nos enteramos de que el exquisito Vicente Barbieri, (en sus comienzos incursionó por el lunfardo), fue colaborador de El alma que canta? La revista se fue convirtiendo en editorial. Publicaba “cancioneros” (folletos) de tango, folklore y, mensualmente, libritos de diverso contenido. Así salió a la luz el primer volumen de Celedonio Flores, Chapaleando barro (1929).
Don Vicenzo fundó, además, revistas musicales, de moda, infantiles, sobre cine. Micrófono fue una publicación sobre radiofonía. La dirigió Homero Manzi. En 1930, expulsado de la universidad por el golpe, había ganado un concurso de letras con “Viejo ciego” y “A su memoria”. La revista publicaba, asimismo, un suplemento humorístico titulado “El Conventillo Político”. El golpista Uriburu le mandó a decir que esa sección no era conveniente; y hubo que suprimirla.
Vuelvo a mi recordatorio, a mi masa de afectos, a mi cuerpo, (“pobre barro pensativo”, según César Vallejo). En las siestas de verano, con olor a tunales y algarroba madura, con El alma que canta en la mano, me sentaba en una rama del inmenso paraíso del patio y me largaba a cantar a voz en cuello. Eran poemas de Celedonio Flores, Enrique S. Discépolo, Cátulo Castillo, Enrique Cadícamo, Buenaventura Luna, Atahualpa Yupanqui, Julio Argentino Jerez. ¿Será que estaba destinado, algún día, a incluir y dejar hablar esas “letras” en mis programas de la cátedra de Literatura Argentina en la Universidad? ¿Qué hacían junto a Lugones, Borges, Marechal, Murena, Martínez Estrada et caterva? ¿Eran “ocupas”?
Según el texto de Borges de nuestro inicio: “La Ilíada, antes de ser una epopeya, fue una serie de cantos y de rapsodias; ello permite, acaso, la profecía de que las letras de tango formarán, con el tiempo, un largo poema civil, o sugerirán a algún ambicioso la escritura de ese poema”.
2.- La lucha por el nombre: ¿Raquel Meller o Rubén Darío?
Don Pedro Buccheri, hijo del fundador de El alma que canta, conjeturaba que su padre bautizó su revista con ese nombre en homenaje a la famosa cupletera Raquel Meller, portadora de ese apodo. La cantante nació como Francisca (Paca) Marqués López en un pueblo de Zaragoza, pero su fama se hizo en Barcelona. Todos coinciden en que debe ser considerada la más célebre cupletista de la historia.
¿Qué eran los cuplés? Como pasó con los primeros tangos, sus letras eran una expresión del bajo fondo. El contenido de los primeros cuplés rebozaba de picardías de fuerte tono sexual, frases de doble sentido, humorismo popular y, con frecuencia, contenidos políticos y sociales. Sabemos que la risa del pueblo es subversiva.
Las intérpretes de los cuplés eran mujeres que actuaban en teatrillos y tugurios regenteados por hombres. Para los círculos musicales, era un “género ínfimo”. O sea, le otorgaban el mismo trato que muchos expertos de hoy destinan a la “cumbia villera” o a los cuartetos. Pero de pronto, apareció “La bella Raquel”. ¿Qué había pasado? La Paca Marqués López, que se había criado junto a su hermana monja en un convento de Francia, españolizó el apellido Möeller de su primera pareja y pasó a llamarse Raquel Meller.
En 1917 conoce al escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo y en 1919 se casa con él. Gómez Carrillo llevaba un estilo de vida disoluto, era un típico ejemplar de la “belle époque” que vivía de orgía en orgía con cargos diplomáticos otorgados por un dictador de su patria. Los elogios que prodigó en la prensa a Raquel la encaminaron a los grandes teatros y al éxito mundial. En críticas periodísticas, sostenía que su arte era “un suspiro, una confidencia, un anhelo íntimo”. Raquel Meller logró, así, que el más escandaloso cuplé fuera aceptable para la familia. Fue en esa época que obtuvo su más grande éxito con dos canciones de José Padilla: “La violetera” y “El relicario”.
La historia de Raquel Meller, que durante la Guerra Civil (1937-1939) vivió en Argentina, bordeó siempre los excesos, la tragedia y la soledad. Fue, sobre todo, una rebelde frente a las imposiciones del machismo. Cuéntase que Charles Chaplin, enamorado de ella, le ofreció el papel principal de Luces de la ciudad (1931). No tuvo éxito. Sin embargo, incluyó la melodía de “La violetera” en el filme. El rey Alfonso XIII la invitó a cantar al palacio. Raquel respondió: “La misma distancia hay desde el teatro al palacio que desde el palacio al teatro: si quiere escucharme venga al teatro”. Pues bien, Raquel Meller era llamada “El alma que canta”: ¿fue este sobrenombre el que inspiró al pibe Buccheri el nombre de su revista?
Yo, antiguo devoto de El alma que canta me animo a proponer una segunda hipótesis. Veamos. El primer número de la revista apareció en algún momento de 1916. No llevaba indicio alguno de tiempo: “Sale cuando puede”. Sabemos, además, que Vicenzo, su fundador, era un pibe canillita. Por lo tanto, estaba en contacto consuetudinario con diarios, periódicos, revistas, ediciones baratas y populares. Más aún, en ese momento se veían muchos folletos con historias de gauchos alzados (Santos Vega, Juan Moreira, Hormiga Negra, Juan Cuello), pero nada del “canto” que circulaba en boca del pueblo.
Sin embargo, “alma” y “canto” ya se unían en los títulos de los libros de Evaristo Carriego. Poeta popular, lo marcaban dos estéticas: el modernismo casi esotérico de Rubén Darío; y la voz cotidiana de los hombres y mujeres de los arrabales nacientes: El alma del suburbio (1908) y La canción de barrio (1913). En 1916, Felipe Fernández (Yacaré) publica Versos rantifusos. El primer poema del volumen se titula “Super rantifusoide” y va dedicado a Rubén Darío. Celedonio Flores, por su parte, tiene siempre presente al nicaragüense. Se suceden en sus poemas la admiración, la parodia y la oposición siempre latente entre musa mistonga y musa versallesca.
Me atrevo a pensar que, en ese momento, 1916, solo hay dos poetas cuyos poemas circulan con fluidez por la llamada cultura plebeya: Evaristo Carriego y Rubén Darío. Carriego había fallecido en 1912 y Rubén Darío falleció el 6 de febrero de 1916. Meses más tarde, el 21 de mayo, se realiza un acto en homenaje a la memoria del nicaragüense. Entre los oradores, se distinguía la figura de Leopoldo Lugones. Su hijo, en la Antología de la Prosa, 1949, sostiene que el “discurso cobró rápida fama no solo dentro de los límites patrios, sino que escapó a ellos”. Y añade, “aquellas palabras se publicaron en los principales diarios porteños”.
¿Cómo asegurar que el inquieto canillita Vicenzo Buccheri no leyó ese discurso en memoria de un vate popular y querido, que como se quejaría pocos años después Evar Méndez, se había plebeyizado? ¿Y por qué se quejaba así el exquisito Evar? Resulta que circulaba “una popularísima edición de Prosas Profanas en vulgar papel de diario”. En 32 páginas se apeñuscaba en minúscula tipografía. Es decir, gracias a las ediciones baratas, la “plebe iletrada” se había adueñado de un tesoro “mental y rítmico”. A la vulgarización material, correspondió una apropiación comprensiva y sensitiva. Miren la queja de Evar: “Las Milonguitas del barrio de Boedo y Chiclana, los malevos y los verduleros en las pringosas “pizzerías” (…) lo recitarán acaso en sus fábricas o cabarets, en el pescante de sus carretelas y en las sobremesas rociadas con “Barbera”.
La muerte de Darío conmueve a sus lectores plebeyos. ¿La revistita de Vicenzo acaso no era barata? Costaba 10 ctvs., en papel de diario, en apeñuscada tipografía. Iba dirigida, no caben dudas, a los lectores discriminados que mentó Evar Méndez.
Vuelvo a Lugones. ¿No estará escondido en su discurso en homenaje a Darío el título de la revistita que merodeaba en el corazón de Vicenzo? En efecto, si bien la disertación se extendía en consideraciones estéticas, narraba las vicisitudes de la relación entre vida y letra e hiperbolizaba una defensa de Francia como factor de renovación de la literatura española, Lugones fue contundente al definir a Rubén Darío: “¿Quién es ese más grande así que las leyes, porque no teniendo corona de mandar, mereció entre los pueblos los funerales de Alejandro? ¿Quién es ese que de tal modo representaba como una expansión de nuevo helenismo? Ese no es sobre la tierra sino esta cosa de apariencia sutil y fugaz: un alma que canta”. Lugones continúa en su oratoria, sin papel cuenta el hijo, exaltando el canto y el alma, la emoción poética, la armonía vital, la libertad de imaginar que siempre “nacen en el alma”. Sí, Darío, era “el alma que canta” y, además, “un griego de alma”.
¿Y Raquel Meller? En ese 1916 recién había logrado acceder al teatro “Arnau” de Barcelona y su popularidad internacional fue alcanzada en 1919. En 1920 desembarcó en Argentina. Por lo tanto, a pensar. El 2 de febrero de 1916 muere Rubén Darío; el 21 de mayo de 1916, Lugones lo bautiza: “el alma que canta” en un discurso de profusa difusión periodística al alcance del canillita siciliano que en ese 1916, sin fecha y avisando que “sale cuando puede” larga su revista con poemas y canciones populares. La titula El alma que canta. Los pobres juntarán los centavos para comprarla, se la pasarán de mano en mano, se ensuciarán los dedos con la tinta del papel de diario, y alimentarán el corazón con una secreta música de esperanza. Estaba llegando ya, con cantos de redención, la chusma irigoyenista.
Jorge Torres Roggero
Profesor Emérito. Universidad Nacional de Córdoba
FUENTES:
Aprile, Bartolomé Rodolfo. (1948). Versos camperos. Buenos Aires: Colección Gaucha. Biblioteca Nueva.
Borges, Jorge Luis. (1974). Evaristo Carriego. En: Obras Completas (1923-1972). Buenos Aires: Emecé Editores.
Cadícamo, Enrique. (1964). La luna del bajo fondo. Buenos Aires: Ed. Freeland.
Fernández, Felipe (Yacaré). (1964). Versos rantifusos. Buenos Aires: Ed. Freeland.
Flores, Celedonio. (1965). Cuando pasa el organito. Buenos Aires: Ed. Freeland.
Lugones, Leopoldo. (1949). Antología de la prosa. Buenos Aires: Ediciones Centurión.
Pouillon, Jean. (1970). Tiempo y novela. Buenos Aires: Paidós.
Prieto, Adolfo. Selección y prólogo. (1968). El periódico Martín Fierro. Buenos Aires: Galerna.
Romano, Eduardo. Selección y Prólogo. (1989). Poesía gauchesca del S. XX. Buenos Aires: Andrómeda.
Sánchez Sívori, Amalia. (1979). Diccionario de payadores. Buenos Aires: Plus Ultra
Seibel, Beatriz. Compiladora. (1988). El cantar del payador Buenos Aires: Ediciones del Sol.
WEB:
https://www.todotango.com/historias/cronica/229/El-alma-que-canta-1916-1961/
http://asolasconeltango.blogspot.com/2011/12/el-alma-que-canta.html